El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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un momento; recordaba, con no sabemos qué agitación, que era una mujer tan hermosa como no había visto otra; pero no recordaba los rasgos de su semblante, ni el color de sus ojos, ni el de sus cabellos, ni su apostura, ni su traje; habíale acontecido lo que al que mira de frente al sol, que solo ve luz, una luz que le deslumbra, que sigue lastimando sus ojos después de haberlos cegado; estaba seguro de no conocerla si por acaso la veía otra vez, y esto le desesperaba; no se daba razón del sentimiento que aquella impresión le hacía experimentar; no pensó en que podía estar enamorado, como al recibir una estocada nadie por el momento se cree herido de muerte.

      El amor es hijo de la imaginación; la imaginación del joven no había tenido tiempo ni aun para formar el embrión de ese fantasma ardiente á quien damos la forma de la mujer que ha hablado fuertemente á nuestros sentidos; estaba aturdido y nada más.

      Así es que, profundamente preocupado, se dirigió por un instinto á una salida, y por efecto de su preocupación, ni vió dos hombres embozados, que estaban parados en la puerta de las Meninas, ni oyó este breve diálogo, que pronunciaron al pasar el joven junto á ellos:

      – ¿Ha salido?

      – Sí.

      – ¿Cuándo?

      – Hace algunos minutos.

      – ¿En litera?

      – En litera.

      El joven pasó y maquinalmente tomó por la embocadura de una calle inmediata.

      La noche cerraba á más andar: el temporal seguía; la lluvia lenta, sorda, pesada, espesa, producía un arroyo en el centro de la calle, y las gentes, rebujadas en sus capas ó en sus mantos, pasaban de prisa.

      Era esa hora melancólica del crepúsculo vespertino, anticipada por el estado de la atmósfera, y por la niebla que empezaba á tenderse sobre la tierra. En aquel tiempo las calles de Madrid no estaban alumbradas, ni empedradas, ni abundaban las tiendas, y las pocas que existían, se cerraban al obscurecer; andaba poca gente por las calles, porque entonces Madrid, teniendo una periferia casi tan extensa como ahora, tenía mucha menos población; las casas, construídas en su mayor parte á la malicia, como se decía entonces, ó para que lo entiendan nuestros lectores, con un solo piso, para librarse de la carga de aposento con que estaban gravadas las que se elevaban más, eran bajas, de pobre aspecto, y muchas de ellas de madera; las calles eran irregulares, tortuosas, estrechas, con entrantes y salientes, y singularmente por la parte contigua al alcázar, por donde marchaba nuestro joven, eran un verdadero laberinto, habiendo trozos en que no se veía una sola puerta, á causa de formarlos las tapias de los huertos de los cuatro ó cinco conventos que había en aquel barrio.

      En uno de estos callejones escuetos y solitarios se detuvo de repente nuestro joven, que había llegado hasta allí maquinalmente, para orientarse del lugar en que se encontraba.

      El frío y la lluvia le habían vuelto al mundo real; miró en torno suyo en busca de una persona á quien preguntar, y se encontró solo; pero de repente, sin que antes hubiese sentido pisadas, sintió que se asían á su capa, y oyó una voz de mujer que le decía con precipitación:

      – ¡Dadme vuestro brazo, y seguid adelante, seguid!

      Volvióse el joven, y vió junto á él una mujer de buena estatura, de buen talante, de buen olor, completamente envuelta en un manto negro.

      – ¡Seguid, seguid adelante! – dijo la dama con doble impaciencia – ; y no hagáis extrañeza ninguna, que me importa. Yo os explicaré… ¡pero seguid!

      Y la tapada levantó por sí misma la halda de la capa del joven, y se asió á su brazo y tiró de él.

      – ¡Yo os digo que sigáis adelante! – exclamó la incógnita con irritación – ; ¡ó es que sois tan poco hidalgo, que no queréis favorecer á una dama!

      No permitiendo la sorpresa contestar al joven, se limitó á dejarse conducir por la tapada.

      – Pero, ¡yo os arrastro! ¡yo os llevo! – dijo ésta con acento en que brotaba un tanto de irritación – ; ¡y lo notará quien nos vea! ¿Cómo llevaríais á vuestra amante, caballero?

      – ¡Ah! ¡según! – dijo el joven – … si íbamos huyendo de un marido, de un padre, ó un hermano…

      – No, no tanto como eso: marchemos naturalmente, como dos enamorados á quienes importan poco el frío, la lluvia y el viento.

      – Sea como vos queráis – dijo el joven – ; y paréceme que si yo os conociera, sería muy posible, casi seguro, mi enamoramiento.

      – ¿De dónde sois, caballero? – dijo la tapada, marchando ni más ni menos que si no hubiera llovido, y se hubiese encontrado junto al hombre de su elección.

      – Soy… pero dispensad, señora; ni comprendo lo que me sucede, ni puedo adivinar el objeto de vuestra pregunta.

      – Os pregunto que de dónde sois, porque me parecéis un tanto cortesano: me estáis enamorando á la ventura sin soltar prenda.

      – Pues os engañáis, señora; no soy cortesano sino desde esta tarde.

      – ¡Cómo! ¿no habéis venido hasta ahora á la corte?

      – No; y sin embargo, aunque no llega á una hora el tiempo que hace que estoy en ella, me han sucedido tales aventuras…

      – ¿Aventuras y en una hora?

      – Sí por cierto: he reñido con un palafrenero del rey; he conocido á dos grandes señores; me he perdido en el alcázar…

      – ¡Ah! ¡os habéis perdido… en el alcázar…! ¿y qué aventura os ha sucedido al perderos?

      – ¡Perderme! – exclamó el joven, y suspiró porque se acordó de la hermosura de la dama de la galería.

      – En palacio es el perderse muy fácil – dijo la dama – , y os aconsejo que si alguna vez entráis en él, os andéis con pies de plomo; ¿y no os ha acontecido más aventura después de haberos… perdido en el alcázar?

      – Sí, sí por cierto: ¿no os parece una muy singular aventura esta en que me encuentro con vos, á quien no conozco, que se me os habéis venido sin saber de dónde y que…?

      – ¿Y qué…?

      – Podéis acabar de perderme.

      – ¡Yo!

      – Sí, vos: debéis ser muy hermosa, señora, y muy principal, y hallaros metida en un gran empeño.

      – Explicadme…

      – Os siento apoyada en mi brazo, y ¡Dios me perdone!, pero quien tiene tan hermoso brazo, debe tenerlo todo hermoso.

      – En la tierra de donde venís, ¿se acostumbra á abusar de las mujeres, caballero?

      – ¡Ah!, perdonad: yo no creía…

      – Vos lo habéis dicho: soy una dama principal: más de lo que podéis creer, y, como habéis supuesto, me encuentro en un gran conflicto.

      – Vuestra voz, aunque quisistéis disimularlo, era un tanto trémula cuando me hablásteis: vuestro brazo, al asirse al mío, temblaba.

      – Acortad el paso y bajad más la voz – dijo la dama – ; nos siguen.

      – Y vos, cuando os siguen, ¿os detenéis?

      – Cuando sé que quien me sigue tiene dudas de si soy yo ó no soy, procuro no desvanecerlas huyendo: quien huye teme.

      – ¿Y vos no teméis?

      – Sí por cierto, y porque temo mucho, procuro que quien me sigue dude; dude hasta tal punto, que siga su camino creyendo que pierde el tiempo en seguirme.

      – ¿No es vuestro esposo quien os sigue?

      – Yo no soy casada.

      – ¿Ni vuestro padre?

      – Está sirviendo al rey fuera de España.

      – ¿Ni