Estados Unidos era significativamente diferente del viejo país en la estructura de clases. Aquí, especialmente en el norte y el medio oeste, millones de familias comunes poseían una granja o un pequeño lote en la ciudad. En términos generales, no había grandes propiedades con arrendatarios que pagaran el alquiler (las vastas propiedades de los ‘patronos’ del Estado de Nueva York, y partes de la plantación del Sur eran excepciones). En el período inicial de la República, solo los hombres blancos que poseían propiedades o pagaban impuestos tenían derecho a votar en muchas jurisdicciones. Kentucky abolió el requisito de la propiedad ya en 1792; a mediados del siglo XIX, todos los estados prácticamente lo habían eliminado; en algunos estados el requisito de pago de impuestos sobrevivió; pero, por lo demás, los hombres blancos adultos podían votar sin mayores restricciones.12 Esto era así en algunos otros países en ese momento, pero ciertamente no en Inglaterra, donde la franchise estaba severamente restringida, y en los llamados ‘distritos podridos’, un puñado de electores tenían derecho a elegir un miembro del Parlamento, antes de Ley de Reforma de 1832. Por supuesto, los líderes de la sociedad estadounidense eran, a su manera, patricios —piénsese en Washington o Jefferson; pero en el norte y el medio oeste, en particular, los votantes y los titulares de cargos, especialmente en el gobierno estatal y local, reflejaron un trasfondo social más variado.
La igualdad (en el sentido estadounidense) era más que una cuestión de dinero y posición; también era una cuestión de cultura; una forma de actuar o comportarse, incluso de hablar. En la famosa obra de George Bernard Shaw, Pygmalion, el profesor Higgins, un experto en lengua inglesa especializado en la forma en que la gente hablaba y se expresaba, apostó a que podía convertir a una vendedora de flores cockney en una dama de la moda, simplemente enseñándole a imitar los acentos de la clase alta. Y en ello fue completamente exitoso. Mostró cómo el comportamiento podría determinar la clase y, por lo tanto, cómo podría afectar las oportunidades de la vida en general. En los Estados Unidos, así como en Inglaterra, las formas de hablar y actuar fueron marcadores de clases e influyeron en las oportunidades de vida; pero probablemente en el primero ocurría en menor grado que en el segundo. Los modales estadounidenses tenían un fuerte sabor igualitario. Esto fue algo que ‘golpeó’ con fuerza a los visitantes extranjeros. Los sirvientes en América eran considerados como una ‘ayuda’, no como sirvientes en sí; y, asimismo, los ‘ayudantes’ se negaron a comportarse de una manera servil.13 Quienes visitaban Estados Unidos, y que publicaban libros sobre sus viajes, eran, por supuesto, personas de alto estatus. ¿Quién más podría pagar este tipo de viaje? No obstante, estaban sorprendidos (e impresionados o a veces conmocionados) por los modales estadounidenses (o la falta de modales). Los estadounidenses simplemente no eran deferentes. Estos viajantes de la clase alta encontraron a los estadounidenses bastante toscos y vulgares. Sus modales estaban muy por debajo de los estándares europeos, decían. Los hombres masticaban tabaco, y en el teatro de Washington, escupir era, según la Sra. Trollope (quien escribió un libro sobre sus viajes) “incesante”. 14 Su hijo Anthony visitó los Estados Unidos en la década de 1860. Estuvo de acuerdo con la opinión de su madre sobre el país. Los estadounidenses eran groseros, no tenían sentido del comportamiento apropiado, y carecían de respeto por la autoridad. Y sintió que fue “tratado con el jactancia de la igualdad”. Un viajero, dijo, pronto descubriría que “los callos de su conservadurismo proveniente del Viejo Mundo serán pisoteados cada hora por la manada deliberadamente viciosa de la democracia grosera.”15 Según los estándares británicos de la clase alta, los estadounidenses eran realmente agresivos y vulgares.
Los estadounidenses estaban orgullosos de este rasgo: por sus formas democráticas (como lo fueron), y su sentido de la igualdad de condición. Por supuesto, los estadounidenses no eran ingenuos; sabían que las personas no eran realmente iguales en riqueza, carácter o habilidad. Pero estaban seguros de que su país le daba a la gente oportunidades que estaban cerradas en el Viejo Mundo. Nadie (o al menos ningún hombre blanco) fue congelado al nacer en un espacio social del que no había escapatoria. La sociedad era una serie de postes y escaleras, y los hombres subían o bajaban, en virtud de su habilidad, empuje, ambición y, — por supuesto, la suerte.16 En este país, un hombre podría nacer en una cabaña de troncos y terminar en la Casa Blanca. “El hijo de cualquier hombre”, escribió la Sra. Trollope, “puede ser igual al hijo de cualquier otro hombre”. Esto fue un “estímulo para el esfuerzo”, que en general fue algo bueno; pero también fue, pensó, “un estímulo para esa tosca familiaridad, sin la moderación de ninguna sombra de respeto, que asumen los más groseros y los más bajos en su relación con los más altos y más refinados.”17
Sin duda, la señora Trollope exageró, pero de hecho, no había una élite pequeña y dominante, con propiedades y poder heredados por siglos. América era la tierra del hombre hecho a sí mismo (la mujer hecha a sí misma aún no había sido inventada). Sin duda, en la vida estadounidense hubo ganadores y perdedores; y hubo también una etapa entre cada uno de estos dos polos. Mencionamos las grandes fincas en Nueva York, en el valle de Hudson; una especie de nobleza terrateniente dominaba grandes áreas del sur: hombres que poseían numerosos esclavos, vivían en mansiones y controlaban grandes extensiones de tierra. Los primeros presidentes, a excepción de John Adams, provenían de esta clase —ricos propietarios de esclavos de Virginia. Washington, Jefferson, Madison, Monroe y Andrew Jackson eran dueño de esclavos. Por supuesto, muy pocos hombres ‘saltaron’ desde la cabaña de troncos a la mansión; era muy raro que alguien que naciera en la pobreza terminara siendo millonario. Nunca fue fácil cruzar del bajo al alto status social. Aun así, en comparación con las sociedades tradicionales —como la mayoría de las sociedades europeas de la época—, la escalera hacia el éxito fue real. El clásico de Alexis de Tocqueville, Democracy in America, se publicó en dos volúmenes, en 1835 y 1840. Para un lector moderno, el título casi parece irónico: ¿no era esta una sociedad con millones de esclavos negros? ¿esta sociedad no relegó a las mujeres a una esfera separada y subordinada? ¿y qué hay de los pueblos nativos? Pero De Tocqueville no se dio cuenta de esto; hizo hincapié en el contraste entre Estados Unidos y el viejo país —su país. La escalera hacia el éxito era resbaladiza, a veces difícil de alcanzar, siempre difícil de subir; pero estaba ahí. Los hombres —y estamos hablando principalmente de varones— eran libres de moverse, probar suerte en nuevos lugares y nuevas ocupaciones, de subir (o caer). Eran libres de triunfar —o fracasar. Mucha gente se cayó de la escalera del éxito hasta el barro. La ideología de la movilidad, de la oportunidad, era real; fue un hecho social. Y hubo suficiente base en esa realidad, suficiente apertura y oportunidades reales, que no podemos descartar esta ideología como pura ilusión.
A mediados del siglo XIX, Estados Unidos era quizás muy diferente de Inglaterra; y también de Europa, América Latina y Asia. Hoy, culturalmente hablando, y en términos de ciencia, tecnología, y (en muchos países) estructura política, estas diferencias son quizás menos obvias. La movilidad ha aumentado en todas partes. Y esto ha tenido un profundo impacto en la identidad personal, que es nuestro tema. Lo hace más o un problema, o un tema. Cómo sucedió esto en el siglo XIX, y cuáles fueron las consecuencias, se explicará en los siguientes capítulos. Después de ello, analizaremos tiempos más contemporáneos.
7 Nota del traductor: Aquí el autor utiliza la expresión ‘rolling stones’, que se usa para referirse a una persona que está siempre viajando y cambiando de trabajo,