Cada persona tiene, de alguna manera, muchas ‘identidades’; puede actuar sobre ellas o no; puede proyectarlas o no; y el mundo exterior puede responder o no a tales proyecciones. Muchas personas, por ejemplo, tienen una fuerte identidad religiosa. La fe es, muy a menudo, una forma de identidad colectiva, pero se traduce libremente a través de la identidad personal. La fe puede ser un sentimiento subjetivo muy profundo; pero también se puede proyectar al mundo exterior, mediante una cruz, una gorra, un pañuelo en la cabeza, por ejemplo. Estos roles, como tantos otros, pueden ser ‘jugados’ en público, o pueden ser suprimidos. Todos nosotros estamos en contacto con otras personas, y estas personas proyectan o suprimen aspectos de su identidad. Algunos de esos aspectos pueden ser ‘falsos’. Una sonrisa, por ejemplo, puede ocultar ira hirviendo o lujuria furiosa. Gran parte del juego de roles es inofensivo o convencional, aunque algunas proyecciones no lo son. Por ejemplo, un hombre de confianza que es un estafador de corazón, que trabaja con sus víctimas a través de una imagen que es básicamente una mentira. La mera existencia de estos delincuentes tiene consecuencias sociales —para las víctimas, las potenciales víctimas, y la sociedad.
En qué consiste la ‘modernidad’ y cómo se originó, son preguntas que no tienen una respuesta simple. Prefiero esquivar este problema. No obstante, hay algunas interpretaciones sobre el mundo desde, digamos, 1800 hasta el presente, en los países desarrollados, que son bastante obvias. Por ejemplo, la tecnología y la ciencia han rehecho por completo el orden social. Ambas tienen una profunda influencia en la forma en que las personas viven, se comportan y piensan. Incluso un dispositivo tan simple como el reloj moderno o un dispositivo tan ubicuo como la cámara han sido transformadores. Sin mencionar la medicina moderna, o la computadora, o los aviones a reacción. Ninguno de estos pueden ser vistos simplemente como herramientas, ya que afectan profundamente a la sociedad moderna. Pueden ser, al menos en parte, aquello que está detrás del individualismo profundamente arraigado, del sentido (sino la realidad) de la libertad de elección, que es un aspecto tan crítico de la personalidad moderna.
Pero antes, quisiera decir algo sobre la crisis de la identidad personal que se dio en la época victoriana, que es el tema de los primeros capítulos de este libro. Hubo un tiempo en que la mayoría de la gente vivía en pequeños pueblos o en el campo. En estas comunidades, las personas tal vez tenían un fuerte sentido de quiénes eran, y también sentían que sabían quiénes eran los otros: las personas que conocían, veían y trataban, día tras día. Los roles sociales en el pueblo eran relativamente fijos. La gente nacía, vivía y moría en el pueblo, como lo habían hecho sus padres. La mayoría de las personas nunca se aventuraron a salir a un mundo más grande. Nunca se encontraron con un mundo de extraños. Por supuesto, esta imagen es demasiado simple. La realidad era (como siempre) más desordenada y compleja. La vida del pueblo nunca fue tan estática. Las fuerzas externas produjeron cambios: guerras, plagas, agitaciones políticas. Tampoco todos se aferraron a sus aldeas de origen como percebes a una roca. La geografía hizo la diferencia. Las personas costeras eran menos provincianas y aisladas que las personas del interior. Los marineros y aventureros se fueron de casa a un lugar distante. Los hombres se fueron a luchar como soldados o mercenarios lejos de casa. También había rutas comerciales bien reconocidas, y personas que las recorrían para comprar, vender y comerciar. Peregrinaciones y ferias reunieron a personas de diferentes lugares. Había ciudades y ciudades-estado importantes —Florencia, por ejemplo, Milán y Venecia, en lo que hoy es Italia; y ciudades importantes también en lo que ahora es Holanda en el siglo XVII. Cada país tenía sus centros urbanos. Aun así, para la mayoría de las personas, en la mayoría de los países, una imagen de la vida estática de la aldea parece esencialmente cierta. Y en gran parte del mundo, encontramos casos extremos de aislamiento: una comunidad tribal en el medio de la selva amazónica, y otras comunidades indígenas en África, Siberia, en las altas montañas de Asia; lugares con poco o ningún contacto con el mundo exterior.
La forma en que la mayoría de nosotros vivimos hoy —y en especial, aquellos que vivimos en las ciudades— es completamente diferente. En la gran ciudad, uno se encuentra constantemente extraños, los confronta e interactúa con ellos. Uno nunca sabe exactamente y con precisión quiénes son, solo sabe lo que parecen ser. Y ellos, a su vez, nunca pueden saber exactamente quién es uno mismo. No queda mucho de aquello que hacía lo que era la vida del pueblo en la cual los extraños raramente penetraban. Ahora la televisión, las películas y el Internet presencias constantes e intrusivas. Los extraños son emitidos desde la casa y transmitidos hacia ella.
El nuevo mundo ‘fluido’ fluyó con más rapidez desde 1800 en adelante, aproximadamente. Las líneas entre grupos y clases se volvieron fangosas e indistintas. Esto era así más en las ciudades que en los pueblos, y más aún, en las grandes ciudades. Lo que describimos aquí para el siglo XIX ya era visible en el Londres del siglo XVIII. Londres ya era un lugar de anonimato, un lugar en el que la gente podía “ponerse y quitarse identidades con impunidad”.4
Londres fue, por supuesto, excepcional. En términos más generales, en el siglo XIX, se hizo más difícil para uno leer los signos y las señales que provenían de otras personas; así como para ellas se hizo más difícil leer las señales que uno enviaba. Se hizo más difícil encasillar a la gente, y tener claridad sobre lo que estaban haciendo. La identidad personal se volvió más problemática. En primer lugar, y lo más obvio, se volvió más problemática para el espectador, ya que las condiciones de la sociedad dificultaban la comprensión, la clasificación, la reacción ante las personas que uno conocía, veía o con las que tenía que tratar. En segundo lugar, se hizo más fácil para las personas asumir nuevas identidades, cambiando las viejas y asumiendo nuevos disfraces, nuevas formas de ser y actuar, como si se tomara un nuevo traje del perchero. Esto siempre había sido posible, en un grado limitado, y no solo en Londres. Existía, por ejemplo, el famoso caso de Martin Guerre, en la Francia del siglo XVI: cierto hombre que había dejado a su esposa desapareció en el aire; entonces apareció un impostor y reclamó su identidad.5 Hubo también casos de hombres que afirmaron ser un rey muerto o que tomaron la personalidad de un noble. Por ejemplo, en la edad media, cierto Dietrich Holzschuh se hizo pasar por el emperador Federico II de Hohenstaufen. Se produjeron casos de impostores y fraudes espectaculares, mucho antes de los tiempos modernos.6 Pero estos fueron casos excepcionales, en su mayoría de personas que se mudaron, o afirmaron hacerlo, en los círculos más altos. Lo que era difícil y raro, en el mundo moderno se volvió fácil y común.
En resumen, en la gran ciudad, en el gran mundo, una persona podía enviar fácilmente señales conflictivas o falsas a otras personas, fingir, simular, cambiar la identidad, ponerse y quitarse máscaras. A veces esto era deliberado, como lo que ocurría en un caso obvio, en el que un hombre o una mujer de piel clara, socialmente definida como negra, se mudaba a la ‘sociedad blanca’. Hoy tratamos este comportamiento con comprensión; lo definimos como una forma, usada por algunas personas, para hacer frente a una sociedad profundamente racista. Fueron deliberadas también las maquinaciones del bígamo, el estafador, el que era un fraude, fingiendo ser algo que no eran, para extraer el dinero de las víctimas. Quizás también las condiciones en la ciudad pueden sacudir la confianza de una persona en la identidad personal de otras. Creemos que sabemos quiénes ‘son realmente’ nuestros familiares y amigos cercanos; y hay otros en los que podemos confiar (usualmente). Pero los extraños en la gran ciudad: esta es una historia diferente. Podemos leer pistas, sus comportamientos, lo que visten, cómo hablan. Aun así, es posible que estemos equivocados; e incluso a veces, terriblemente equivocados.
La movilidad fue el hecho básico que creó este aspecto de la identidad personal. La falta de fijación geográfica. La gente que dejaba sus aldeas por la ciudad o que dejaba el viejo país por uno nuevo. Gente que dejaba una ciudad por otra, o un barrio por otro. Por supuesto, no todos se movilizaban en este sentido, incluso en una sociedad tan inusualmente móvil como los Estados Unidos del siglo XIX. La movilidad fue más pronunciada para los hombres blancos libres. Los esclavos —propiedad de otras personas— no tenían una forma clara de moverse hacia arriba en la sociedad. La mayoría de ellos, la mayoría de las veces, no tenía forma de cambiar dónde y cómo vivían.