El juicio de Loeb y Leopold cautivó al público. A diferencia, por ejemplo, del caso de Lizzie Borden, no había ningún misterio sobre el crimen en sí: Loeb y Leopold eran claramente culpables y habían admitido ese hecho. Lo que hacía fascinante al caso fue un rompecabezas diferente relacionado con en el corazón de los hechos. ¿Cómo pudieron los dos hombres haberse desviado tanto? Respecto a ello, había un parecido con el caso de Lizzie Borden. La pregunta en ambos casos era: ¿quiénes eran realmente los acusados? ¿cuál era su identidad encubierta? En el caso de Lizzie, ¿podría ser culpable de tal crimen? Si fue así, debía haber habido una especie de podredumbre seca debajo de la superficie de la sociedad burguesa. Para Loeb y Leopold, el problema de su identidad era menos misterioso pero igualmente trascendental. Hombres jóvenes, con todas las ventajas en la vida; estudiantes brillantes, hombres con un futuro brillante: ¿cómo podrían haber seguido un camino tan vil y oscuro? ¿cuál era la fuente de su segunda personalidad, el Mr. Hyde dentro de sus almas?
Muchos casos famosos tienen algo de este tenor. Un eco directo del caso Loeb-Leopold fue, en la década de 1950, el juicio sensacionalista de Pauline Parker y Juliet Hulme, en Nueva Zelanda. Las chicas eran unas adolescentes que mataron a la madre de Pauline, Honorah Rieper, con un ladrillo envuelto en una media. La versión que narraron fue que Honorah se había caído y lastimado en la cabeza; pero la verdad salió rápidamente, y fueron llevadas a juicio. Las chicas eran amigas muy cercanas; sus familias tenían planes de separarlas, y este fue aparentemente el motivo del asesinato. Las chicas eran menores de edad, lo que hizo que se descartara una sentencia de muerte. El juicio, por supuesto, llamó mucho la atención. Al igual que el crimen de Loeb y Leopold, este crimen fue tomado como un signo de “podredumbre moral que afectaba a los adolescentes”. Las “vidas secretas fétidas” de las niñas “eran una clara evidencia de una enfermedad que infectaba a los jóvenes”.31 La defensa trató, principalmente, de probar que las acusadas tenía problemas psiquiátricos; pero el jurado emitió un veredicto de culpabilidad. Las niñas pasaron cinco años en prisión y luego fueron liberadas. Aparentemente, nunca se volvieron a ver entre ellas. Irónicamente, Juliet Hulme más tarde tuvo una exitosa carrera como novelista criminal, escribiendo bajo el nombre de Anne Perry.
El juicio de la guardería McMartin, en la década de 1980 en el sur de California, fue el juicio penal más largo y quizás el más costoso en la historia de Estados Unidos.32 Una mujer, Judy Johnson, madre de un niño de la guardería, inició el proceso cuando hizo terribles acusaciones en contra de los trabajadores del centro. Afirmó que estos habían abusado sexualmente de los niños. Se llegaron a contar incluso historias más terribles e increíbles sobre la guardería: se habrían llevado a cabo horrendos rituales diabólicos, donde los niños eran las víctimas. Por fuera, los McMartins eran personas amables y afectuosas, que amaban a los niños. Pero, ¿era esto solo una máscara, una capa? ¿eran por dentro abusadores de niños, satanistas y cosas peores? ¿se parecían más al Mr. Hyde que al Dr. Jekyll?
Pero, ¿por qué alguien sospecharía tal cosa? Quien los había acusado inicialmente, Judy Johnson, era una mujer enferma: esquizofrénica paranoica y alcohólica crónica. Murió de enfermedad hepática unos años después de haber puesto en marcha todo el juicio. ¿Por qué alguien le creyó? En cierto modo, el caso McMartin era bastante diferente a los casos de Lizzie Borden, Loeb-Leopold, de las niños asesinas de Nueva Zelanda. En esos casos, el crimen, el asesinato, eran lo suficientemente creíbles. Se plantearon preguntas fundamentales sobre la verdadera identidad de los acusados; sobre sus motivos; y, más allá de eso, preguntas sobre la sociedad misma. En el caso de McMartin, sin embargo, casi con certeza el ‘crimen’ nunca llegó a ocurrir en absoluto. Al final, después de este insólito juicio, todos los acusados en el caso McMartin fueron absueltos. Sin embargo, en un aspecto, el juicio de McMartin compartió un rasgo importante con, por ejemplo, el caso de Lizzie Borden: un olfato, una sospecha oscura, una noción de que algo estaba mal y podrido en el orden social. El caso McMartin es, por supuesto, más reciente que los crímenes de Jack el Destripador, o el juicio de Lizzie Borden. Las fuentes del malestar son diferentes; pero tiene como un factor en común el cambio en el papel social de las mujeres, las tensiones de la vida familiar, la crisis en las relaciones de género. Todo ello se cernió sobre los juicios como una neblina química mortal. En nuestros tiempos, millones de mujeres han ingresado a la fuerza laboral, por elección o necesidad. Muchas de estas mujeres tienen hijos; y muchos de estos niños son demasiado pequeños para ir a la escuela. Alguien debe cuidar a estos niños. La guardería es una solución al problema; pero muchos padres (madres y padres por igual) pueden sentirse atormentados por sentimientos de culpa e inseguridad. Los niños, durante horas y horas, cinco días a la semana, quedan al cuidado de extraños. Estos trabajadores de guarderías parecen tan inocentes, amorosos, dedicados a los niños, pero ¿cómo podemos estar tan seguros? Los padres se hacen la misma pregunta que se plantea en los juicios: estos acusados, estas personas a quienes hemos confiado a nuestros hijos ¿quiénes son realmente?
1. BRUJERÍA Y MÁS ALLÁ
El juicio McMartin fue un episodio insólito. Y fue particularmente insólito ya que ocurrió, no en el pasado distante, sino en los años recientes. La pregunta sobre la identidad —y, específicamente, la dicotomía Jekyll/Hyde— fue, en muchos sentidos, una cuestión propia de la vida discurrida durante la era de la revolución industrial. Pero McMartin también nos recuerda que los temores sobre la brujería, las fuerzas oscuras y malvadas, del satanismo, no solo tienen una larga historia en el pasado; sino que han sobrevivido hasta cierto punto, a pesar de los avances en ciencia y tecnología, y de la disminución de la creencia en lo sobrenatural. Es importante no exagerar la discontinuidad, pensar que nadie cree en Satanás ni exagerar la continuidad.
En lo que podríamos llamar la era precientífica, millones de personas devotas creían en santos y milagros, y también en diablos y demonios. Creían en la existencia de un submundo secreto y malévolo. Las criaturas que vivían en ese mundo podían ocasionalmente tomar la forma de personas normales. Particularmente en los siglos XVI y XVII, estalló una epidemia de juicios de brujería en toda Europa. Estos juicios fueron especialmente frecuentes en Alemania. También en Inglaterra hubo juicios: en 1612, doce personas (en su mayoría mujeres) fueron acusadas de brujería en Lancashire; diez fueron declaradas culpables y ejecutadas.33
Los juicios de brujería en Salem, Massachusetts, en el siglo XVII, en 1692 y 1693, son un ejemplo estadounidense particularmente conocido. El término “caza de brujas”, que fue usado para estos juicios, ha llegado a formar parte del lenguaje común. El episodio de Salem se desencadenó en febrero de 1692, cuando dos chicas jóvenes comenzaron a actuar de formas extraña, lo que generó la idea de que la comunidad estaba infestada de brujas, afectando a varias personas en el pueblo. Finalmente, veinte personas fueron condenadas y ejecutadas por brujería. Los destacados líderes religiosos —como Cotton Mather— fueron parte también de la creencia en la brujería, y estuvieron de acuerdo con la realización de los juicios. Mather y otros creían que el diablo estaba haciendo un arduo trabajo en Massachusetts, tratando de corromper a la sociedad y de conseguir almas. Creían que la fuerte fe religiosa de Nueva Inglaterra había hecho que el diablo ansiara apasionadamente subvertir a la colonia. Los novo-ingleses, escribió Mather (en 1692), “son un pueblo de Dios establecido en el lugar que alguna vez fue el Territorio del Diablo”. La llegada de este pueblo