El siglo XIX fue una época de inquietud y de movimiento. También fue un período de movilidad cultural y social. Las líneas entre las clases se desdibujaron, y para fines de siglo, al menos en algunos países, aparecieron grietas en los sistemas heredados de autocracia. El sistema político se volvió más democrático. Esto fue bastante pronunciado en los Estados Unidos —una república de hombres blancos libres, por supuesto; pero Inglaterra estaba mucho más ligada a las clases. Relacionado a ello, estaba el aumento en las oportunidades económicas. Era posible —difícil, pero no imposible— que un trabajador o un agricultor terminaran siendo ricos. La escalera del éxito era resbaladiza; era más difícil cuando se comenzaba en el peldaño más bajo; pero la escalera estaba allí, más disponible y accesible de lo que pudo haber sido en el pasado.
Dentro de los Estados Unidos, estas tendencias fueron más notables que en Inglaterra (y el resto de Europa). Los estadounidenses eran como ‘piedras rodantes’7, moviéndose de este a oeste, de norte a sur, de pueblo en pueblo, del pueblo a la ciudad. Este era un país de inmigración: a excepción de los pueblos nativos y los esclavos secuestrados en África y vendidos como esclavos, todos los estadounidenses eran inmigrantes o descendientes de inmigrantes. Los inmigrantes eran personas que se movían mucho; y, particularmente en el siglo XIX, continuaron moviéndose desde que aterrizaron en Estados Unidos. En 1850, según el censo, solo dos tercios de los estadounidenses aún vivían en el estado donde habían nacido; 11% nacieron fuera de los Estados Unidos; y el 21.3% se había mudado de un estado a otro.8 A mediados del siglo XIX, entre un período del censo y otro —un período de diez años—, aproximadamente el 30% de los residentes de cualquier ciudad habían cambiado de dirección o se habían mudado de un lugar a otro.9 Esta situación continuó siendo así, más o menos, durante las siguientes décadas. Los estadounidenses continuamente cambiaban de casa, de pueblo, de región, y hasta incluso —como veremos—, de identidades.
En la independencia, los estadounidenses en su mayoría vivían en ciudades y pueblos que se aferraban a la costa, como los percebes. Pero algunos ya estaban tratando de moverse hacia el oeste; y este movimiento llegó a parecer infeccioso e inexorable. No se permitía que nada se interpusiera en el camino: ni los pueblos nativos, que fueron apartados sin piedad o asesinados; ni las vastas regiones poco pobladas de propiedad de México, que fueron capturadas después de una breve guerra en la década de 1840. Estados Unidos se expandió hasta llegar al Pacífico. Y no se detuvo allí: en 1900, había absorbido al reino de la isla de Hawai, y comprado Alaska a los rusos. En 1893, Frederick Jackson Turner publicó su famoso ensayo The Significance of the Frontier in American History, en el que argumentó que la frontera había sido una influencia decisiva en la personalidad y el carácter estadounidense: hizo que el país fuera más democrático, más impaciente a las viejas reglas y costumbres, más libre, más innovador; y también funcionó como una especie de ‘válvula de seguridad’ económica y social. Más allá de que esta idea sea correcta o no, Turner es un producto de su tiempo. Escribió su ensayo cuando la ola de asentamientos había llegado al Pacífico; cuando la frontera estaba oficialmente muerta y enterrada. Su ensayo fue tanto una celebración como una autopsia. Lo que celebró fue el incesante impulso de expandirse, moverse, cambiar.
De hecho, los estadounidenses habían empujado su frontera cada vez más atrás. Hombres y mujeres fueron al Oeste para cultivar nuevas tierras, recuperar los bosques y las praderas; algunos fueron en vagones o en un largo y difícil viaje por mar hacia California a mediados de siglo, para hacer fortuna en el país del oro. Los hombres jóvenes intentaron incursionar en la política o los negocios en ciudades nuevas e inexploradas al borde del asentamiento. La frontera no era un país para viejos. Era la frontera de un joven, un lugar para comenzar de nuevo, un lugar para hacerse rico. Por supuesto, para muchos vagabundos, el sueño se convirtió en una pesadilla. Unos pocos hombres encontraron oro en Occidente; unos pocos hicieron dinero vendiendo suministros, o especulando y conspirando; pero muchos otros no encontraron oro en absoluto, sino enfermedades, pobreza, miseria y muerte solitaria en ciudades llenas de extraños.10 Aun así, nada podría matar el sueño, y, ciertamente, no la realidad. Tampoco el cierre de la frontera (literal o figurativamente) mató el sueño.
Hay también fronteras urbanas. En el siglo después de que Turner presentara su tesis, el crecimiento frenético de las ciudades continuó: nuevas ciudades, como Houston y Miami, junto con ciudades más antiguas. La fiebre del oro es historia; ahora es el Silicon Valley. Los jóvenes (en su mayoría hombres) sueñan con empresas nuevas valorizadas en miles de millones, que serán exitosas antes de que sus fundadores lleguen a los 30; y nada disuade a los miles que pululan por Hollywood en busca de estrellato, o que se aglomeran en Nueva York en busca de fama y fortuna en Broadway, o intentan abrirse camino en la escena del arte. La inminente persistencia del fracaso no detiene a los inmigrantes internos —o a los extranjeros que cruzan las fronteras, legal o ilegalmente; o a los ingenieros provenientes de China o de India Oriental que obtienen títulos avanzados en universidades estadounidenses. La frontera puede estar muerta; la movilidad está viva y próspera, al menos en el sentido geográfico.
La movilidad en sus diversos sentidos no es la variable más fácil de precisar o medir. Las cifras precisas son esquivas. Los migrantes pueden ser contados, y hay estimaciones de la movilidad económica. Pero no hay una manera fácil para medir la necesidad que las personas tienen de moverse, o contar las miles de personas que se trasladan, que cambian de trabajo y de lugar, que van de pueblo en pueblo y de casa en casa. Las personas se mueven para mejorar, para buscar oportunidades; pero también simplemente para cambiar el curso de su vida, encontrar más satisfacción, o terminar una vieja fase de la vida y comenzar una nueva.
Esto sucedió en todos los niveles de la escala social. En el fondo de esta escala había vagabundos, mendigos, holgazanes y desarraigados. Había hombres y mujeres que buscaban una vida mejor —y algunos que buscaban víctimas para engañar. Pero claramente los hombres estadounidenses (y algunas mujeres) constituían un grupo que no podía quedarse quieto, y que vivía en una sociedad que en sí misma era inquieta. Esto también era así en otras sociedades; como los italianos que acudieron en masa a Argentina; los campesinos que llegaron a la ciudad de México desde sus pueblos; los inmigrantes del extranjero que se establecieron en Canadá, Australia y Nueva Zelanda; o la gente del campo que llenaba las calles de Londres. La migración interna —de los pueblos a las ciudades, de las tierras de cultivo a los barrios marginales urbanos— era tan importante como la migración de un país a otro.
Por lo tanto, la movilidad tiene un significado que va más allá del simple cambiar de casa, calle, ciudad, o estado. La movilidad también significa movimiento en el espacio social: movimiento hacia arriba y hacia abajo, en términos de nivel y estatus. En el mundo moderno —el mundo en el que vivimos— el nivel, el estatus, y la posición social de una persona no están totalmente fijos al nacer, en comparación a como ocurría en las sociedades pasadas. En los viejos tiempos, un noble nacía, vivía y moría noble; un plebeyo lo mismo. Desde el comienzo de la revolución industrial, en Europa y América del Norte, la posición y el estatus se volvieron (relativamente hablando) más fluidos y flexibles. En Estados Unidos, que ya era algo atípico, no había distinción entre nobles y plebeyos, y, por supuesto, no había rey. La Declaración de Independencia anunció que todos los hombres fueron “creados iguales”. Esta fue, en ese momento, una declaración revolucionaria. No obstante, no se entendió literalmente. Ciertamente nunca se aplicó a los esclavos, o incluso a los negros libres; ni para las mujeres, o los miembros de las tribus nativas. Esto es obvio. Pero incluso para los hombres blancos, incluso si ellos fueron creados iguales (lo que sea que eso signifique teológicamente), ciertamente no fueron iguales desde el momento en que fueron ‘depositados’ en la Tierra. Estados Unidos tenía su propio conjunto de marcadores de estatus. Había ricos y pobres; estaban los educados y los no educados. Había hombres que trabajaban con sus manos y hombres que trabajaban con sus mentes. No obstante, había más ‘igualdad’ en los Estados Unidos que en Inglaterra o en el continente europeo, y mucho más que en China o África.
Incluso en Inglaterra, un país orgulloso de