Niño santo. Luis Maura. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Luis Maura
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412466591
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el Rosario de forma ininterrumpida. Al final del camino podían acceder a la fuente central y llenar sus garrafas. Recuerdo cómo unas mujeres sedientas se abalanzaban a degustar el sagrado elixir como si la vida les fuera en ello. Se lavaban las manos, la cara, el cuello, los senos. Al principio con ansia, luego, con delicadeza. Decían que la gente sanaba al beber esa agua o al aplicársela en las heridas. Nunca olvidaré su sabor metálico ni la sensación de que algo divino estaba entrando en mi cuerpo. Me sentía en comunión con Cristo y más unido que nunca a María.

      Miraba a todos lados, queriendo entender lo que ocurría, absorber todos los detalles. Tragaba agua, pero con ella engullía también las vidas de aquel gentío, sus anhelos más profundos, sus deseos de curación de enfermedades, ya fueran propias o ajenas. Recé por aquellas personas, para que se cumplieran sus deseos. Pedí también que aquel líquido me hiciera mejor hijo, mejor hermano, más sabio y más fuerte.

      Un señor con sombrero detrás de un tenderete exhibía extrañas fotografías del cielo. Afirmaba que si uno retrataba el firmamento a la hora del Ángelus, la silueta de la Virgen era captada por el objetivo. Luego vendía dichas instantáneas a un módico precio. También vendía medallas de la Virgen de los Milagros con las manos extendidas y el manto sobre la cabeza, como la de mi buhardilla, velas y todo tipo de estampas.

      Las mujeres entonaban canciones a María y yo me sentía parte de algo grande. Miré al sol, animado por las feligresas, y creí ver el rostro de María en lo alto. Cerré los ojos y ahí estaba mi dulce madre celestial, sonriéndome solo a mí.

      —La veo, mama.

      —¿Qué dices, Pedro?

      —¡Viva la Virgen de los Milagros! —gritaba con fuerza una mujer bajita y rechoncha.

      —¡Viva! —le contestaban exultantes decenas de voces femeninas. Y se ponían a cantar.

      Lo más increíble fue lo que ocurrió después. En mi pueblo no habían elegido al azar la fecha para organizar aquella excursión. Por lo visto, ese mismo día iba a visitar el santuario José Manuel, un joven de unos dieciocho años que había entrado en contacto directo con la Virgen. Según decía, se le había aparecido para declararle su intención de hablar a través de él, de usarlo como medio de comunicación con el mundo.

      José Manuel aparecía por allí de vez en cuando, se escondía en un cuartucho con las persianas bajadas y se sentaba frente a un micrófono. Era un hombre muy alto, con ojos de sapo y los labios carnosos. No lo llegué a ver en persona, pero repartían estampas en sepia con su cara, como si fuese un santo más. Al fin y al cabo, había sido elegido por María para hacernos llegar su mensaje; era un ser tocado por la Gracia de Dios.

      Recuerdo a todas las mujeres en fila, mirando ilusionadas un viejo altavoz en lo alto de una pared desconchada, con las manos en posición de rezo. Recuerdo el vaivén de los rosarios colgando en sus manos y los pies descalzos, húmedos, sobre el cemento. Recuerdo el sonido metálico de la respiración de José Manuel, fantasmagórica, muy lenta y profunda, como si le faltase el aire entre frase y frase.

      —Hijos míos… —decía. Y las allí reunidas, porque se trataba sobre todo de mujeres, chillaban como si estuvieran en un concierto de su artista favorito.

      Respiraba como si se estuviese ahogando y nunca sabíamos cuál de sus palabras iba a ser la última, cuándo se iba a perder la conexión.

      Apenas recuerdo lo que decía, pero se trataba de un mensaje de paz. La Virgen quería que nos amásemos los unos a los otros. Nos decía, a través de la voz grave de José Manuel, que había que obrar bien en la vida, ya que el fin estaba cerca. También que para acceder al Reino de los Cielos, había que ser buenos cristianos. Algo así decía. Nada que no nos hubieran dicho ya en la escuela o en la iglesia.

      Pasadas unas semanas desde nuestra excursión al santuario, oí decir a mi vecina Juana que si congelabas el agua bendita, la Virgen se aparecía en el hielo. En cuanto lo escuché, corrí a casa a realizar el experimento. Sabiéndome uno de sus hijos predilectos, estaba convencido de que María se manifestaría ante mí, así que cogí una de las pesadas garrafas que había bajo el fregadero y, como pude, llené una botellita sin etiqueta que encontré en el mueble de la cocina. La metí en el congelador y, un par de horas más tarde, abrí la puerta para comprobar si el milagro se había hecho realidad. Al principio no vi nada. Había sido demasiado impaciente y el agua de la botella no se había congelado por completo. La extraje, la giré y la observé desde todos sus ángulos. Nada. Mi madre me descubrió y me preguntó qué hacía. Sabía que la idea de poner a prueba mi fe de aquella manera no iba a gustarle, pero necesitaba comprobar si lo que decía la Juana era verdad.

      —Déjamela a mí —dijo, quitándome con sumo cuidado la botella de las manos. La observó entonces con mucha calma y, a mi parecer, con gran fervor.

      —Mírala —dijo, mostrándome unas formas en el hielo en las que yo no había reparado.

      —¿Dónde? —quise saber, tímido, de pie sobre los baldosines verdes. Ella, a mi lado y de rodillas, sostenía el envase como si se tratara de la joya más delicada. La giraba frente a mis ojos para mostrarme el ángulo perfecto en el que yo también fuera capaz de visualizarla. El repetitivo sonido mecánico del congelador abierto y el frío que emanaba de su interior lograban crear un momento de tensión único; seguía sin ver a la Virgen.

      —Está como en una especie de roca. ¿Ves? Es una Virgen Niña. Mira, este es el manto, esta es la cara… Fíjate en las manos juntas, en oración.

      —¡La veo!

      Le di un fuerte abrazo a mi madre y, juntos, lloramos de alegría. María había decidido transmutarse ante nosotros para agradecernos nuestra fe incondicional. Estábamos presenciando un pequeño milagro helado. No había duda: la Virgen quería que yo la viera. Quizá, algún día, me eligiese para hablar a través de mí, como había hecho con José Manuel.

      El día que cumplí doce años mi padre se presentó en casa con una caja de zapatos agujereada. La dejó encima de la mesa camilla del saloncito y pude ver cómo se movía un par de centímetros sobre el tapete de ganchillo, como por arte de magia. Más que moverse, la caja saltaba. Daba pequeños brincos y parecía que se iba a abrir de un momento a otro.

      —¡Corre, ábrela! —me dijo, mientras daba el primer sorbo de su botellín.

      —¿Es para mí? —balbuceé, más por miedo que por despiste.

      —¿De quién es el cumpleaños hoy? —Me guiñó un ojo y brindó conmigo en el aire.

      Decidido, me aproximé a la mesa y la abrí de par en par. En ella había un pequeño pájaro de plumas negras y vientre blanco.

      —Es una urraca. ¡Cógela!

      La cogí entre mis manos y le acaricié la cabeza con suavidad. Mi padre me dijo que las urracas eran unos pájaros listísimos y que podían hablar. Al principio pensé que me estaba tomando el pelo. Sabía que los loros hablaban (la nieta de la Tía Petri tenía uno), pero desconocía la existencia de las urracas.

      Con la ayuda de Lucas y los consejos de mis padres, la fui alimentando y enseñando trucos. La llamé Eva, en honor a la primera mujer. Daba gusto contemplar su plumaje azabache y su larga cola azul eléctrico. Crecía muy rápido y pronto empezó a decir sus primeras palabras.

      —¡Hola Eva! —le decía.

      —¡Hola Eva! —contestaba.

      —¿Qué tal? —le preguntaba yo.

      —¿Qué tal? —era su respuesta—. ¡Hola Eva! ¿Qué tal? —continuaba. A veces entraba en bucle y podía ponerse muy pesada, pero la quería muchísimo.

      Eva vivía en una amplia jaula que le había construido mi padre, pero se pasaba la mayor parte del día fuera de ella, volando de un lado a otro. Incluso revoloteaba por el patio y se escondía entre las plantas.

      —¡Hola Eva! —graznaba, antes de tirarse en picado desde lo alto de la barandilla y aterrizar en una de las macetas.

      Lo