Otras veces era él quien se acostaba con una revista y la hojeaba boquiabierto. Había mujeres en camisón en la portada y Lucas la leía solo con una mano. Decía que tenía frío y que por eso solo sacaba una de entre las sábanas, pero se comportaba de un modo extraño. Yo fruncía el ceño y lo observaba por encima de las páginas de mi pesado libro. Entonces él me gritaba que dejase de mirarlo o me daría una paliza. Deprisa, me giraba en la cama y me ponía de cara a la pared, apretando mucho los párpados para que el sueño llegase cuanto antes. Sabía que era capaz de cumplir sus amenazas porque una de sus mayores aficiones era darme puñetazos en los brazos. Para él se trataba de un juego, pero a mí me aterrorizaba notar sus nudillos hundiéndose en mi escuálido cuerpo. Lucas tenía dos años más que yo y me sacaba dos cabezas, tenía la nariz afilada, la tez morena y los ojos demasiado abiertos, como si acabara de ocurrirle algo sorprendente que no se atreviera a contar. De hecho, era bastante parco en palabras. Parecía haber heredado por completo el carácter austero del campesino manchego que ha pasado más tiempo entre animales que entre personas. Era un chico muy bruto y un poco peculiar, pero uno no elige a sus hermanos.
Recuerdo como si fuera ayer el día que mi padre nos quiso enseñar a partir leña. Estábamos en pleno invierno y quedaban ya muy pocos ceporros en el cobertizo. Lucas y yo, enfundados en dos gorros de lana hechos a mano, seguíamos a nuestro padre por las calles desiertas hasta la finca de un vecino. Este había talado unos cuantos árboles y nos iba a regalar la leña que sacáramos porque le debía un favor a mi padre, pero teníamos que cortarla nosotros mismos.
Caminábamos a pocos metros de él. El filo del hacha sobre su hombro recibía los rayos de sol y los proyectaba de manera directa contra nuestros ojos, obligándonos a cerrarlos y a avanzar casi a ciegas. Los pájaros cantaban y mi padre les contestaba con un silbido alegre. Estaba feliz. Nos iba a enseñar cosas de hombres. A Lucas le emocionaba la idea de empuñar un arma. Por el pueblo corrían historias de gente que había matado a otra a hachazos y eso le fascinaba.
—¡Mírame! Soy Tomasín —decía, levantando el hacha en el aire con cara de loco.
Tomasín era un vecino que vivía con su madre y que un día, de repente, decidió abrirle la cabeza. Se la encontraron despatarrada delante de la chimenea con un hacha incrustada en el cráneo y un reguero de sangre alrededor. Al principio la dieron por muerta, claro, pero una vecina muy cotilla, la Manoli, que se había colado en la casa para fisgarlo todo, se dio cuenta de que todavía respiraba y se la llevaron corriendo al hospital. Al final logró sobrevivir y, a pesar de las secuelas, se recuperó como pudo. Dicen que fue un milagro de San Judas Tadeo, de quien la señora era devota. Para más inri, uno de los símbolos que porta dicho santo, además de la medalla con la cara de Cristo y la llama sobre la cabeza, es un hacha.
—Es para mear y no echar gota —oí decir a uno de los viejos que siempre estaban en la plaza comentando los sucesos del pueblo.
—¡Jódete y baila! —le contestó otro.
Los hermanos de Tomasín metieron a la madre en una residencia de Toledo y a él lo acabaron ingresando en un centro psiquiátrico. Sabíamos de sobra que su casa estaba abandonada, pero cada vez que pasábamos por delante no podíamos evitar llamar a la puerta, con una mezcla entre horror e ilusión, deseando que el loco saliera persiguiéndonos blandiendo su hacha.
Mi padre se la quitó de las manos a Lucas con un gesto rápido y brusco. Yo contemplaba sus brazos robustos, acostumbrados a cortar madera, y sabía que no los había heredado. Los míos eran delgaduchos y demasiado largos. Lucas, sin embargo, los tenía más fuertes y proporcionados. Sin duda, compartía código genético con él. Un día tendría su mismo aspecto.
Recordé un relato de mi Biblia resumida en el que Jacob, para recibir la bendición paterna, tuvo que fingir que era su hermano Esaú, poniéndose la ropa de este y una piel de cabritillo por encima que simulaba el vello corporal. Supe que esa sería la única manera de sentirme apreciado por mi padre: aparentar ser otro.
Estaba claro que a Lucas se le iba a dar bien cortar leña, al igual que cualquier otra actividad física. Todo lo contrario que a mí.
—No tienes ni idea. ¡Quita!
Lucas me dio un leve empujón y yo caí al suelo, golpeándome con el hacha en la espinilla. No me corté ni nada, fue un golpe tonto, pero el dolor se extendió por todo mi cuerpo con velocidad. Tirado en el suelo junto al pedazo de madera que debía haber partido en dos, chillé. Apreté mucho los dientes. Me mordí el puño para no hacerlo pero, al final, lloré. Mi hermano se reía y miraba a mi padre, que también sonreía, desde las alturas.
Seguí llorando, agobiado por no haber sido capaz de dar el golpe en el lugar adecuado, echando de menos a mi madre con toda mi alma, rezando para ser tan fuerte como ellos y no sentirme como lo que era: un auténtico fracasado.
—Tus manos no están hechas para el trabajo físico —me intentó consolar mi madre, después de enterrarme en mantas y darme una taza de azúcar tostada. Era el remedio casero que me daba siempre que estaba resfriado. Y a mí me encantaba.
—¿Y para qué están hechas entonces? —pregunté, tosiendo, con las lágrimas asomadas a los ojos.
—¡Mírame! Tú no eres como tu hermano o como tu padre. ¡No eres un bruto! Dios te ha elegido para que guíes a otros, no para partir leña.
Sus palabras me reconfortaban. Tal vez llevara razón, era posible que Dios me tuviese preparado un destino en el que usar un hacha fuera algo secundario, sin importancia.
—Mama, ¿me cantas una canción?
—Ya eres mayor para nanas, cariño.
—Por favor —imploré, entre toses.
Se puso de pie y me miró sin pestañear. Se asomó a la puerta, para asegurarse de que estábamos solos, y volvió a sentarse a mi lado.
Entonces comenzó a entonar una nana muy dulce. Su voz era el azúcar derretida diluyéndose en el agua caliente y yo me dejaba mecer por su cantinela hasta que el sueño se apoderó de mí. Esa noche soñé que Dios me hablaba. No llegaba a ver su cara, pero sin duda era Él. No recuerdo qué me decía, pero sí la sensación de paz que inundaba todo mi cuerpo.
A la mañana siguiente descubrí que me había meado encima. Lucas se estuvo burlando de mí semanas enteras. Por las noches, rezaba para que no me volviera a ocurrir y también para que le pasaran cosas malas a mi hermano; yo también quería reírme de él.
Tenía cientos de estampitas de vírgenes y santos en una caja de zapatos debajo de la cama, incluidas imágenes de Jesucristo muy diversas. En todas salía guapísimo: con el pelo largo y la barba tupida, los ojos grandes y la sonrisa más benévola del universo. Las tengo grabadas a fuego en mi memoria y podría dibujarlas con los ojos cerrados, de tantas veces que las contemplé, sentado en la escalera del patio, mientras mi madre barría con energía y arrancaba las hojas muertas de las macetas.
Jugaba con ellas como si fuesen cromos. Me inventaba historias en las que la Virgen del Carmen era novia de San Antonio y se iban de vacaciones a Benidorm. No quería ser blasfemo, pero la imaginación a veces me traicionaba y acababa montándome verdaderas películas. Los otros niños jugaban con coches, tanques, soldados, indios y vaqueros de plástico. Yo prefería a las vírgenes, con sus largas melenas y sus labios sonrosados. Las admiraba como si fueran actrices de Hollywood y, nada más ver una de mis estampas, reconocía enseguida de qué virgen se trataba y en qué municipio la adoraban. Era como tener muchas madres. La mía a veces me regañaba porque la molestaba y me tenía que quitar del medio para que ella pudiera fregar. Estas otras madres, todas ellas, eternas y divinas, eran benevolentes y preciosas. Estas madres no llevaban un mandil puesto todo el día, ni chillaban para que bajase a comer. Todas ellas