Cogí el cepillo y me giré con lentitud hacia el foco de mi turbación: el Cristo de la Humildad, la última talla adquirida por la parroquia, una figura de casi dos metros que representaba a Jesús momentos antes de su crucifixión. Vestido únicamente con un trapo mal anudado alrededor de su cintura, cubriendo solo su sexo, miraba al suelo cabizbajo, apenado. Me miraba a mí, que tenía la cabeza a la altura de sus pies desnudos, llenos de rasguños, atados con una soga a una columna.
Parado frente a él, escoba en mano, contemplé con detalle su dulce rostro, su nariz fina y su barba espesa. Tenía los ojos de color avellana y algunas gotas de sangre recorrían su frente y su cuello. Me produjo mucha ternura. Representaba a la perfección un cuerpo masculino, los abdominales y los pectorales bien marcados, con una línea recta que iba del esternón al ombligo, más oscuro que el resto del cuerpo. Las venas de sus brazos le hacían parecer un hombre de verdad, como si fuera a moverse de un momento a otro.
Yo no había visto muchos cuerpos de hombres desnudos. Había visto a algún futbolista quitarse la camiseta para celebrar un gol o a mi padre al salir de la ducha, pero nada más. En alguna película sí, claro, pero no tan cerca. Nunca tan cerca. Casi podía notar una respiración entrecortada que yo creía suya, pero en realidad era la mía. Deseaba acercarme a él y, cual Verónica, enjugar sus lágrimas, limpiar su sudor y sus heridas con un paño húmedo.
Me acerqué con sigilo a sus pies, sin apartar ni un segundo la mirada de sus profundos ojos marrones, tan vivos que parecían humanos. Por el rabillo del ojo veía su sombra, gigantesca, proyectada en el fondo de terciopelo rojo de su hornacina. De haber estado a mi altura, me habría abrazado a él para compartir su dolor, para que Él compartiera el mío. Nos habríamos fundido en un solo ser. Los dos, hijos de un carpintero, los dos, hijos de María. Ambos, destinados a sufrir.
Me limité a besar sus pies con lentitud, con los ojos cerrados, esperando encontrar en ellos el consuelo que no hallaba en mi corazón. Pensé en lo que dirían mis compañeros si me vieran besando una estatua. Pensé en lo que diría mi padre. Deseé que, en vez de besar sus pies, mis labios estuviesen besando su boca.
—Es precioso —dijo Don Evaristo a mi espalda, rescatándome de golpe de mi ensoñación. No supe qué responder. Cualquier cosa que dijera podía revelar mis verdaderos sentimientos. Sabía que tenía que ocultarlos a toda costa.
—Quieres mucho a Jesucristo. ¿Verdad, hijo? —añadió, muy serio.
—Sí —logré articular.
—Él también te quiere a ti. Fíjate en cómo te observa.
Los dos miramos hacia arriba y, de repente, me sentí juzgado. Quise huir.
—Cuánto amor hay en sus ojos —añadió Don Evaristo—. Es la figura más cara que tenemos. Cuando la vi, no me pude resistir. Tenía que ser mía.
Yo estaba tan petrificado como el Cristo. Asentí con la cabeza, como pude.
—Ya está bien por hoy. Venga, vámonos —dijo el cura, poniéndome la mano en el hombro—. ¿A que no sabes qué hace un mudo bailando?
Pestañeé. No estaba preparado para uno de sus chistes.
—¡Una mudanza!
Sonreí con timidez.
—Pero venga, ¡muévete!, que pareces Fray Escoba.
Cuando llegué a casa, nada más cruzar el umbral, mi padre me ordenó que bajara a darle de comer al guarro. Todavía no me había perdonado por meterme a monaguillo. Él sabía que no me gustaba ir a la cuadra. Me daba miedo que el cerdo me mordiera un dedo, o incluso la mano, en su afán por engullir todo lo que caía del capacho casi antes de que tocara el suelo. Las sobras de nuestra comida. Verduras en mal estado. Pan duro. Cortezas de árbol. Todo. Sería capaz de comerse hasta a sus propias crías, de haberlas tenido. Pero era un macho. Mi madre lo llamaba Antoñito. Le tenía mucho cariño.
Antoñito era un poco más grande que yo. Tenía las orejas puntiagudas, los ojos achinados y un enorme culo rosa y peludo. Cada vez que abría la boca emitía un sonido similar al de los ronquidos de mi padre. No hacía oink-oink, como me habían enseñado en preescolar, sino que rugía. Su sonido recordaba al de un volcán entrando en erupción, a los truenos en medio de una tormenta, al tractor del tío Luis arando los campos.
Cuando me veía llegar con el capacho negro se ponía a chillar de manera estridente, histérico, y yo tenía que verter con urgencia el contenido por encima de la portezuela, para poder taparme los oídos mientras lo observaba devorar las sobras.
Nunca olvidaré sus chillidos el día de la matanza. Sus alaridos me acompañaron durante mucho tiempo y se colaron en mis pesadillas. El sonido de la muerte. Su voz porcina pidiendo auxilio al notar el filo del cuchillo en la garganta. La sangre cayendo a borbotones, roja, espesa. Luego, el silencio. Y los sollozos de mi madre ahogados en una almohada, mordida con rabia hasta hacer sangrar las encías.
Estuve varios días planteándome si existía un Cielo para los cerdos. Nosotros, al morir, podíamos ir al Paraíso, pero nadie me había explicado dónde iban los cerdos. Un día se lo pregunté a Don Evaristo.
—¡Qué cosas tienes! ¿Adónde van a ir? ¡A nuestra barriga! —añadió con júbilo.
Me puso bastante triste pensar que no existía la vida eterna para los cerdos. Me pareció un destino muy cruel pasarse la vida comiendo para luego ser devorado por otros.
—Ya se está poniendo muy gordo. Casi no cabe en la cuadra.
—¿No podemos esperar un año más? —imploró mi madre, mirando a los ojos a su marido.
—No.
—¿Por qué eres así?
—Los cerdos se comen. No son mascotas.
—Solo te estoy pidiendo un poco de tiempo.
—No hay tiempo que valga. Además, tenemos la despensa vacía. ¿Tú sabes la de chorizos y morcillas que podemos hacer con él?
—Es una criatura de Dios —susurró mi madre, sabiendo que su plegaria caería en saco roto.
—¡Es un cerdo! Ya sabías lo que le iba a pasar desde el primer día.
Mi madre, con los ojos vidriosos, se levantó y salió por la puerta del saloncito. Mi padre siguió comiendo, algo contrariado. Lucas y yo nos miramos absortos, con la tenue luz de la bombilla desnuda alumbrándonos las caras. Una vez más, solo se oían los palos ardiendo dentro de la estufa y una mosca sobrevolando nuestras cabezas. Seguimos comiendo.
Me sentí tremendamente culpable. El mayor pecador sobre la faz de la Tierra. Yo había rezado para que Antoñito desapareciera de nuestras vidas. De rodillas, antes de meterme en la cama, le había pedido al Señor que hiciera desaparecer al cerdo. Me daba miedo. Me daba asco. Me daba envidia. Mi madre le hablaba con dulzura, se metía en la cuadra con él, aun sabiendo que se mancharía el vestido, para acariciarle el lomo mientras comía. Le cantaba. Hacía tanto tiempo que no me cantaba, que no me dejaba dormir con ella cuando mi padre se iba de caza de madrugada o se quedaba traspuesto en el sofá. Me decía que ya era mayor para meterme en su cama. Que quien se acuesta con niños, amanece mojado. Yo no entendía muy bien a qué se refería. Me había hecho pis en la cama alguna vez, sí, pero hacía mucho que eso no sucedía.
Echaba de menos sus besos, sus caricias, sus nanas. De pequeño, me cantaba muchas. Recuerdo sobre todo una muy triste, sobre el Niño Dios, que se había perdido y andaba pidiendo por el mundo. Por lo visto, había llegado a pedir a casa de un caballero y, allí que lo vieron, le achucharon los perros. Y el Niño Dios lloraba preguntando qué había hecho él para merecer eso. Más o menos. Cuando mi madre no me hacía caso, sentía