Aquel espacio era tan tétrico que Lucas y yo lo llamábamos «la cámara de las brujas», y decíamos que estaba encantado. Al principio tenía miedo y nunca habría osado entrar de noche, pero poco a poco se fue convirtiendo en mi refugio. Me pasaba horas muertas allí, iluminado por los rayos de sol que atravesaban una parte del tejado hecha con uralita transparente. En verano me asaba de calor, pero me sentía feliz de estar lejos de todos y de todo. Protegido. El suelo era de tierra y dejaba entrever las gruesas vigas de madera que constituían la estructura de la casa. Había otras que iban de pared a pared, a la altura de mi cabeza, por lo que debía tener cuidado de no golpearme con ellas.
Junto al fresco del Bautismo de Cristo, había otro de dos hombres frente a un campo verde, mirando hacia lo lejos como si estuviesen buscando algo. En la pared de enfrente, una paloma blanca con las alas abiertas: el Espíritu Santo. Todos los frescos tenían un tono triste; parecía como si hubieran usado solamente tres colores: blanco roto, verde aceituna y un rojo apagado que recordaba a las rosas marchitas. En mi casa, la buhardilla no le interesaba a nadie y solo servía para acumular trastos y la dote que mi madre había decidido prepararnos a mí y a mi hermano; pijamas de lino, vajillas y cuberterías se apilaban dentro de dos baúles enormes, a la espera de nuestro exilio de la casa paterna.
Era un espacio lúgubre, pero especial y, lo más importante, solo mío. Lo supe desde el momento en que vi el fresco de la pared principal, el que presidía la habitación y, sin duda, tenía más importancia que el resto, el que había sido pintado con mayor delicadeza que los demás: un retrato de la Virgen Milagrosa. Se trataba de una representación de María de pie, con las manos extendidas y dos rayos de luz emergiendo de las mismas. Bajo uno de sus pies descalzos se podía ver la serpiente vencida. Tenía la mirada serena y doce estrellas blancas alrededor de su cabeza, adornada con una corona de oro. Su belleza era espectacular. Me transmitía una paz inmensa y me dejaba boquiabierto cada vez que la veía. Me sentía el niño más afortunado del mundo por tener mi propia Virgen en casa, solo para mí.
—Mama, ¿quién pintó el mural de la Virgen que hay en la cámara?
—Esos frescos son muy antiguos, de antes de la guerra.
—¿Qué guerra?
—La Guerra Civil. En este pueblo nos pasó un poco de refilón. A nadie le interesaban estas tierras, pero sí que se llevaron a los hombres al frente. ¿Sabes que cada uno de tus abuelos luchó en un bando distinto? Mi padre, que en paz descanse, iba con Negrín y tu otro abuelo, Dios lo tenga en su gloria, con Franco.
—¿Quién ganó?
—Todo el mundo pierde cuando sucede algo así —dijo, santiguándose.
—¿Los abuelos murieron en la guerra?
—No. Murieron de cáncer, muchos años después.
—¿Por eso las abuelas van siempre vestidas de negro?
—Sí, hijo, están de luto. Y así van a seguir hasta el día que se mueran, por respeto a sus maridos. Esta familia tiene una larga tradición de viudas.
—Yo no me quiero casar.
—¿Y eso?
—Para no morirme.
Mi madre se rio como hacía tiempo que no la había oído hacerlo.
—¿Entonces no sabes quién pintó la Virgen que hay en la cámara?
—Alguien con mucha fe.
Luego me contó que, cuando entraron a vivir en esa casa, encontraron el suelo de la buhardilla lleno de agujeros. Me dijo que esos huecos, ahora vacíos, habían contenido pequeños tesoros durante la guerra. La gente tenía mucho miedo a perder lo poco que había conseguido ahorrar, las joyas de la familia o las fotografías de sus seres queridos. Hacían pequeños hatos y le pedían a la dueña de la vivienda que, por favor, escondiera sus pertenencias lo mejor posible. La propietaria era una señora gallega muy beata que había venido hasta nuestra tierra por amor, pero que se había quedado viuda a los pocos años. Todos sabían de su buen corazón y que nunca le negaba a nadie un plato de comida, por lo que se ganó el apodo de «la Partepan». Después de la guerra, algunos volvieron a recuperarlos, pero muchos otros sufrieron la misma suerte que sus bienes, quedando sepultados bajo capas de tierra y polvo, olvidados para siempre.
Al comprar la casa, mi padre rellenó de nuevo todos los agujeros, pero mi madre temía que hubiese quedado algún tesoro por descubrir y, el día menos pensado, apareciese alguien reclamando las pertenencias de sus antepasados. A mí me daba miedo que la Partepan hubiese ocultado gente durante la guerra, que estos no hubiesen logrado sobrevivir y sus cadáveres permanecieran todavía tras los muros. Eso podría explicar el olor a rancio que lo impregnaba todo, pero no los murales religiosos. En ocasiones pensaba que las pinturas las había realizado ella. Otras veces, creía que las había hecho el mismo Dios, o alguno de sus ángeles, para marcarme el camino a seguir.
III.Agua y chocolate
En mi familia nunca íbamos de viaje. Mi escenario siempre tenía los mismos decorados: el colegio, la casa, la iglesia y la carpintería de mi padre. Como mucho, íbamos al río en verano o, de vez en cuando, al campo a visitar a mi tío Luis, que era pastor de cabras y tenía una finca a las afueras del pueblo. Por eso me sorprendió tanto cuando mi madre, vestida con su traje de los domingos, me dijo que nos íbamos de excursión.
El autobús estaba aparcado en la plaza, con el maletero abierto y una gran cantidad de mujeres arremolinadas en torno a él. Llevaban unas enormes garrafas de plástico vacías con los nombres de sus dueñas escritos a rotulador en la superficie. Desconfiadas, las introducían con rapidez en el maletero del vehículo y subían a toda prisa para coger sitio. Mi madre también llevaba una garrafa en cada mano y me había obligado a cargar con otra más pequeña. Yo caminaba ligero, balanceándola en el aire, loco de contento por salir del pueblo.
—¿Dónde vamos? —le dije.
—A ver a la Virgen —me contestó.
Nada podía hacerme más ilusión. Resulta que a unos setenta kilómetros de mi pueblo, en medio de un valle, la Virgen se le había aparecido a un pastor. Le dijo que hiciera un agujero en el suelo, del cual brotaría un manantial sagrado. Así lo hizo y, tal como ella le había indicado, del orificio comenzó a salir un líquido cristalino, puro e inagotable. Cuando el pastor contó lo sucedido, la gente corrió como loca hacia aquel lugar para comprobar que la historia era cierta. Enseguida levantaron una pequeña capilla con la imagen de Nuestra Señora de los Milagros para honorarla. Los fieles comenzaron a peregrinar hasta aquel lugar perdido entre montes con el único deseo de probar el agua y, con muchísima suerte, ver a María. Tuvieron que construir unos baños públicos para toda aquella gente que decidía acercarse al lugar de la aparición.
Como todo el mundo iba buscando agua, instalaron una fuente con muchos grifos para que los peregrinos pudieran llevarse, de forma gratuita, toda la que quisieran. Luego empezaron a cobrar donativos para el mantenimiento de las instalaciones y, más tarde, una especie de limosna obligatoria para las beatas que, técnicamente, vivían allí, encargadas de vigilar la fuente día y noche, organizar los turnos de visitas y limpiar un complejo que no paraba de crecer. Para