Mis compañeros de clase empezaron a reírse de mí. Al principio me llamaban «monaguillo» con el propósito de ofenderme, pero no lo conseguían porque yo estaba muy orgulloso de servir a Dios. Además, la Señorita Mari Sierra siempre me defendía y castigaba a los que se metían conmigo. Era su favorito. Como veían que con aquello no me enfadaba, empezaron a llamarme «mona», la hembra del mono, y a imitar el sonido de dicho animal a mi paso. Eso ya me gustaba menos. Sabía que tenía que poner la otra mejilla, hacer oídos sordos a las críticas ponzoñosas y perdonar a mis ofensores, pero no era una tarea fácil. Esas dos sílabas se me clavaban en las sienes y resonaban durante horas dentro de mi cabeza porque, cuando salíamos al recreo, no paraban de repetirlas.
—MO-NA-MO-NA-MO-NA… —coreaban los niños en el patio, haciendo un círculo a mi alrededor. Alguno se atrevía a darme un empujón. Los más osados, incluso me daban alguna colleja. Entendía a la perfección lo que podía llegar a sentir un condenado a muerte de camino al cadalso. Me transformaba en Jesucristo en dirección al Calvario. Solo era cuestión de tiempo que me arrancasen la ropa y me clavasen en una cruz. El tiempo de recreo era mi viacrucis personal.
—¡Meapilas! —me gritaba Antonio.
—¡Eres el novio del cura! —me señalaba Diego con su dedo índice, acusador.
Yo callaba, pero a veces no lo soportaba más y me echaba a llorar. Entonces ellos se reían y decían que era un flojo y un cobarde. La escuela puede ser un lugar muy cruel.
No se metían solo conmigo, todo el mundo tenía un mote. «El carapato», por la forma de sus labios. «La empollona», porque sacaba buenas notas. «El caraculo», por feo. «La piruja», porque parecía una bruja. «La ballena», por gorda… Dentro de lo malo, incluso había tenido suerte con el mío, pero las cosas iban a cambiar. De repente dejé de ser «el mona», por monaguillo, para convertirme en algo nuevo, algo peor. No sabía por qué, pero ellos habían visto algo en mí que yo no acertaba a contemplar.
Una mañana que llegué demasiado pronto al colegio, mi supuesto grupo de amigos, todo chicos, quiso gastarme una broma. Decidieron esconderse y empezar a insultarme desde el callejón que había detrás del gimnasio.
—¡Monaaaa! —gritaban varias voces, al unísono. A mí no me hacía gracia, pero ya me había acostumbrado y no les hice mucho caso. Como vieron que no me afectaba, decidieron probar otros insultos.
—¡Mariiiicaaaa! —vocearon. Ya no decían monaguillo. Mi mote había cambiado y no había vuelta atrás. Pensé en mi hermano Lucas y me avergoncé por ser incapaz de reaccionar. Él nunca habría permitido una ofensa de ese tipo. Habría repartido un par de puñetazos antes de que sus oponentes se hubiesen atrevido a decir esta boca es mía. Pero ni Lucas, ni mi madre, ni la Señorita Mari Sierra estaban allí para defenderme. Tenía que plantarle cara al problema yo solo.
—¡Mariiiicaaaa! —chillaron de nuevo, entre risas. Me pareció reconocer la voz de Diego esta vez. Me acerqué presuroso al callejón, dispuesto a enfrentarme a ellos como Jesús a los mercaderes del templo. Al verme venir, corrieron para darle la vuelta al edificio. Fui en la otra dirección, tratando de interceptarles el paso, con un valor inusitado en mí, influido tal vez por la Gracia Divina.
Llegaron antes que yo al otro lado y desde la esquina del edificio, asomando solo algunas partes de su cuerpo (un ojo aquí, otro allá, una oreja, un brazo), reemprendieron su ataque.
—¡Monaaaa! —dijo una voz grave.
—¡Maricaaaa! —gritó otra, más aguda.
Y después, las risas, las carcajadas. El dolor punzante de una lanza atravesando mi costado. Ese amasijo de miembros, esa amalgama de ojos, bocas y lenguas cargadas de veneno, era Legión para mí. Tenía el poder de mil demonios. Me abría las carnes y me aceleraba el corazón, que estaba a punto de salírseme por la boca.
Avancé en su dirección y ellos volvieron a esconderse. En vez de intentar cortarles el paso por el otro lado, esta vez decidí perseguirlos, con todas mis energías. Era un ratón en un laberinto corriendo detrás de un grupo de gatos callejeros. Daba grandes zancadas por el angosto pasillo, luchando por alcanzarlos, de camino a mi propia perdición.
—¡HIJOS DE PUTA! —grité con todas mis fuerzas, como poseído. No pensé en las palabras que estaban saliendo de mi boca. Simplemente dejé pasar el aire por mis cuerdas vocales y articulé sonidos, pero no era consciente de lo que decía. Se pararon en seco y giraron sobre sus pies. Eran solo tres: Diego, Antonio y Mario. Por fin le veía la cara al dragón. Parecía que iba a abrasarme con su fuego. Sin embargo, algo había cambiado en su mirada. Estaban completamente serios. No esperaban que contraatacase. El juego había dejado de ser divertido.
—Pídenos disculpas —exigió Diego, que era el más chulo de los tres.
—No pienso hacerlo —dije, sacando un valor escondido durante años en el fondo de mi pecho, como un fósil enterrado bajo capas y más capas de tierra. Me temblaban las piernas y creía que iba a desmayarme en cualquier momento.
—Nos has insultado —escupió Antonio.
—Y vosotros a mí.
—No es lo mismo —de nuevo, Diego—. Has insultado a nuestras madres.
—Ojalá supieran ellas lo que estáis haciendo.
—Pídenos perdón —volvió a insistir, amenazador.
—Vosotros primero.
Entonces sonó la sirena y decidieron irse a clase, farfullando cosas ininteligibles o que yo no quise entender. Los vi alejarse por el callejón mientras protegía con una mano mis ojos de los rayos del sol, que brillaban con más fuerza que nunca.
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen», pensé.
Aturdido aún por lo sucedido, me pregunté qué habría pasado si Jesús hubiese perdido los nervios y, harto, hubiese tirado al suelo la cruz que llevaba a las espaldas. ¿Qué habría pasado si, en lugar de aceptar su destino y morir por nuestros pecados, se hubiese rebelado contra los romanos? Luego me di cuenta de que mis pensamientos eran bastante blasfemos y sacudí la cabeza para sacarlos de ahí.
Con la única idea de ir a confesarme lo antes posible, aceleré el paso y me dirigí al aula. Llegaba tarde a clase de Religión.
II.El cerdo y la Virgen
El silencio sepulcral de la iglesia hacía que el sonido de una mosca pareciese el de un helicóptero. Antes de retirarse a la sacristía, Don Evaristo me había pedido que barriera el suelo mientras él contaba el dinero del cepillo. Acabábamos de tener una misa de difuntos porque hacía justo un mes que se había muerto una tía lejana de la Señorita Mari Sierra. A mí se me hacía un poco raro pedir limosna en una ceremonia así, pero acataba las órdenes del cura sin rechistar. Avanzaba con pasos muy cortos, circunspecto, a lo largo de la nave, mientras se repetía el sonido metálico de las monedas cayendo en el cesto. Clin. Clin. Y yo bajaba la cabeza en señal de agradecimiento cada vez que algún feligrés contribuía a la causa. Clin. Clin. Clin. Asistieron muchas personas aquella tarde, por lo que había mucho dinero que contar.
Mientras Don Evaristo construía pequeñas torres con la recaudación del cepillo, yo empujaba por el suelo otro tipo de cepillo, uno de gruesas cerdas, para hacer desaparecer los pelos y las pelusas que la gente había traído de fuera. Barría con especial atención debajo de los reclinatorios, que era donde más se enganchaban.