Mi padre se levantó de repente, como un toro dispuesto a embestir, con la mirada perdida en la marea de gente que caminaba de arriba abajo. Su silla cayó al suelo, provocando un revuelo a nuestro alrededor. Se fue junto a aquellos hombres sin decir nada, veloz y sin mirar atrás, sin dar explicaciones. Yo no entendía qué sucedía. Necesitaba saber lo que le habían dicho y por qué había salido huyendo de aquella manera. Me puse muy pesado para que mi madre me contase lo que estaba ocurriendo. El tono de mi voz cada vez más agudo, implorando que se me tratase como a un adulto. Ya no quería subir a las atracciones. Solo quería que me revelasen la verdad. Mientras tanto, Lucas daba buena cuenta de los churros abandonados en el plato de mi padre.
—Es tu tío Luis.
—¿Qué le ha pasado?
—Se ha ahorcado.
Aquellos hombres habían venido a la feria a buscar a mi padre porque necesitaban a alguien de la familia para bajarlo de la encina en la que se había quitado la vida.
Cuando mi padre llegó a la finca de su hermano, el pastor, encontraron su cuerpo balanceándose levemente, mecido por el aire, junto al neumático en el que, años antes, se habían columpiado juntos. Mi padre se puso de rodillas frente al cuerpo sin vida de su hermano y gritó como un lobo atrapado en un cepo. Lloró como nunca y arrancó la tierra del suelo con violencia, esa maldita tierra negra que había decidido tragarse a su hermano pequeño para no devolvérselo nunca más.
Mi madre tuvo que lavar el pantalón varias veces para sacarle las manchas. Cuando lo observaba desde lo alto de la escalera, tendido sobre el patio en las cuerdas de la ropa, no podía quitarme de la cabeza la imagen del cadáver de mi tío, colgando de la encina familiar. Sus pies descalzos, iluminados por las linternas de los hombres trajeados para los que ya no habría feria. Mi padre, aferrado a la tierra con las uñas, incapaz de levantarse del suelo para ayudar a bajar a su hermano. La frialdad de su piel, la rigidez de sus miembros ateridos por la gélida noche manchega. Su pelo, movido por el viento durante un último instante.
Mi tío Luis era un hombre solitario y taciturno. Había nacido debajo de un olivo porque mi abuela vivía en el campo y, cuando se puso de parto, supo que no llegaría a tiempo al pueblo para pedir ayuda. Lo tuvo sola y se vio obligada a cortar el cordón umbilical con los dientes. Contaba que había nacido medio muerto porque lo traía enrollado alrededor del cuello. Qué ironía del destino, nacer debajo de un olivo y morir en lo alto de una encina. Era como si la soga alrededor de su cuello siempre hubiera estado ahí.
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