José de León Toral era una sombra. La sombra que le arrebató la vida al invicto general Obregón; al caudillo, al hombre carismático, alegre y elocuente. ¿Complot? ¿Asesino solitario? ¿Venganza? Todos eran sospechosos. Los fanáticos religiosos por su abierta oposición al jacobinismo de los sonorenses expresada con las armas en la mano desde 1926. El presidente Calles por mera ambición y manifiesta rivalidad. El líder obrero Luis N. Morones porque había perdido la carrera por la silla presidencial frente al “manco”. Incluso la vieja guardia revolucionaria tenía sus motivos: el ambicioso general modificó la Constitución para violentar el ya entonces sagrado principio de la no reelección y perpetuarse en el poder.
El asesinato en todo caso se presentaba como el desenlace natural de una vida en que si “las balas no parecían tomarlo en serio” —como escribió Martín Luis Guzmán— la muerte menos. Durante sus ocho mil kilómetros en campaña —título de sus memorias— fue herido en varias ocasiones y por momentos tocó las entrañas de doña muerte. Obregón tenía más vidas que un gato.
La revolución curtió su carácter. Por encima de su apego a la vida, estaba su desmedida ambición y si en el largo recorrido hacia la presidencia hubo obstáculos, no dudó en eliminarlos. “Obregón es extraordinario, tipo de temperamento sanguíneo y nervioso –escribió Ramón Puente-; hay en su espíritu contradicciones formidables, cualidades y defectos en confusión: valor, temeridad, audacia, junto con disimulo y sencillez; egoísmo llevado a la egolatría y afabilidad en el trato; desprendimiento y codicia; fuego y frialdad para disponer de la vida humana sin inmutarse. Cualquiera se pega chasco con su carácter efusivo y su apariencia simpática. Sabe dar y quitar lo mismo los honores que la vida”.
El éxito guió su destino. En los negocios, en la carrera de las armas y en la política la suerte siempre estuvo de su lado. No estudió formalmente para nada. Era un improvisado con “el mejor sentido práctico del mundo”. Antes de unirse a la revolución fue mecánico, tornero, profesor, maestro de ceremonias y agricultor. Con su carácter jovial y alegre se ganaba el afecto de quienes lo conocían. No quiso incorporarse al movimiento maderista de 1910, pero en 1912 defendió al régimen de Madero combatiendo discretamente contra Pascual Orozco.
Su momento, como el de muchos otros notables revolucionarios, llegó al estallar la revolución constitucionalista en marzo de 1913. A pesar de ser un improvisado, su capacidad para organizar ejércitos, ejecutar maniobras y enfrentar al enemigo era muy superior a la de los militares de carrera, situación que le provocó ciertas envidias. Los hechos, sin embargo, hablaban por sí solos, y Carranza —hombre práctico también—, depositó su confianza y futuro en el sonorense. En julio fue ascendido a general y en septiembre fue nombrado jefe del Cuerpo del Ejército del Noroeste.
Cuando sobrevino la ruptura revolucionaria a finales de 1914, Obregón siguió a Carranza. No por una lealtad incondicional ni eterna, lo creía apto para restablecer el orden en términos políticos lo cual significaba a la larga su acceso al poder. Además, se veía a sí mismo con la capacidad militar suficiente para derrotar a Villa. En su pragmática visión se veía como el triunfador indiscutible. No tenía duda. En el primer semestre de 1915, el sonorense sostuvo las batallas más importantes de toda su carrera militar. Enfrentó al ejército villista en el Bajío y lo despedazó a un costo personal relativamente bajo: su brazo derecho.
Con el restablecimiento del orden constitucional en 1917, se retiró a la vida privada para atender sus negocios particulares. Regresaba a su estado natal como el caudillo vencedor, admirado y aplaudido. Durante los siguientes dos años, su hacienda “La Quinta Chilla” prosperó como nunca antes. La producción de garbanzo se convirtió en su mina de oro. Indudablemente le gustaba la vida campirana, pero su desinterés por la vida pública era sólo una apariencia. Bromista, alegre, parlanchín, con una memoria deslumbrante, su lenguaje era el de la simulación. Decía todo sin decir nada, pensaba lo que decía pero no decía lo que pensaba. Se preparaba para ser político.
“Me pareció un hombre que se sentía seguro de su inmenso valer —continúa Martín Luis Guzmán—, pero que aparentaba no dar a eso la menor importancia. Y esta simulación dominante, como que normaba cada uno de los episodios de su conducta: Obregón no vivía sobre la tierra de las sinceridades cotidianas, sino sobre un tablado; no era un hombre en funciones, sino un actor. Sus ideas, sus creencias, sus sentimientos, eran como los del mundo del teatro, para brillar frente a un público: carecían de toda raíz personal, de toda realidad interior con atributos propios. Era, en el sentido directo de la palabra, un farsante”.
“AQUÍ TODOS SOMOS UN POCO LADRONES”
Al acercarse la sucesión presidencial de 1920, el enfrentamiento con Carranza se tornó irremediable. El viejo quiso imponer un candidato civil sin considerar que el heredero natural del poder era Obregón. Con un “madruguete”, Carranza intentó procesar al sonorense por una supuesta conspiración contra el gobierno, pero siempre un paso adelante, el general huyó de la ciudad disfrazado de fogonero al tiempo que iniciaba la revolución de Agua Prieta en el estado de Sonora, encabezada por dos de sus más fieles hombres: Adolfo de la Huerta y Plutarco Elías Calles.
El asesinato de Carranza en mayo de 1920 le dejó el camino libre. Obregón cumplió con la mexicanísima tradición de hacer legal lo ilegítimo: si bien los sonorenses habían derrocado a carranza por las malas —rebelión más asesinato—, el manco de Celaya quiso taparle el ojo al macho y vestirse de demócrata, buscó llegar a la presidencia por la vía legal, hizo campaña electoral y ganó las elecciones. El 1 de diciembre protestó como presidente constitucional. “Aquí todos somos un poco ladrones, la diferencia es que mientras mis rivales tienen dos manos, yo sólo tengo una” —dijo Obregón. Se sentó en la silla presidencial y se sintió muy cómodo, estaba hecha a su medida.
El nuevo presidente comenzó la reconstrucción del país después de tantos años de violencia revolucionaria; se negociaron acuerdos internacionales en materia bancaria para solucionar el problema de la deuda mexicana; las vías férreas y los caminos dañados por la revolución fueron reconstruidos; comenzó el reparto agrario y la voz de los obreros se hizo escuchar a través de las primeras organizaciones sindicales. José Vasconcelos recordaría años después:
Las ideas revolucionarias, que en algunos otros ‘generales’ producían un caos mental, a Obregón lo dejaban sereno, pues era un convencido de los métodos moderados y su aspiración más profunda era imitar los sistemas oportunistas de Porfirio Díaz. Era militar estricto en campaña, pero amigo de las formas civiles en la vida ordinaria y en el gobierno. Poseía el talento superior que permite rodearse de consejeros capaces, y aunque su comprensión era rápida, sus resoluciones eran reflexivas. Los primeros años de su gobierno determinaron progreso notorio de todas las actividades del país. La agricultura y el comercio prosperaron bajo una paz que no era fruto del terror, sino de la tranquilidad de los espíritus y de la ausencia de atropellos gubernamentales.
Le sentaba bien la presidencia. Paladeaba el poder con gusto norteño. Era un improvisado de la política pero, con sonrisa franca y alegre carácter, se dejó guiar por su pragmatismo reuniendo bajo la sombra de la silla presidencial a hombres notables. Al igual que Porfirio Díaz, dejó hacer en todos los ramos de su administración, pero las decisiones de orden político se concentraban en última instancia en su voluntad.
A nadie resultó extraño que llegara al poder un general, ranchero, escasamente culto y fanático de los toros. “Tenía Obregón la preparación de la clase media pueblerina que lee el diario de la capital y media docena de libros principalmente de historia” —escribió Vasconcelos—. Lo verdaderamente sorprendente fue su apuesta por el nacimiento de una cultura propia, puramente mexicana. Bajo su gobierno fue creada la Secretaría de Educación Pública. José Vasconcelos —su titular y el más notable de los ministros del gabinete— emprendió una cruzada educativa que se desarrolló entre la realidad y cierta utopía romántica y personal.