Este reparo, sobre la insuficiencia analítica de la objetividad que exhiben los autores considerados, no implica negar la eficacia de la conciencia o de la actividad social en la creación de nuevas condiciones.[11] Significa, sí, tener en cuenta que la evolución estructural no es ni un resultado inmediato de la acción (racional o reactiva en términos de Weber; buscada o no intencionada, en términos de Brenner) ni constituye tampoco un mero contexto de la acción. Es, por el contrario, condicionante de prácticas que, en su resultado, dan nuevos estadios de objetividad, que no se desprenden exactamente de los proyectos, a su vez alterados por condiciones heredadas, y ante esos nuevos estadios de objetividad los individuos se imponen renovadas estrategias para operar. Esta dialéctica presupone que la acción, sometida a innumerables mediaciones, sólo es estructurante de manera contradictoria; el resultado nunca refleja plenamente un sentido prefijado. La acción social misma no tolera más que una definición plural, y la racionalidad del todo sólo puede intuirse como efecto de la interconexión de racionalidades sectoriales actuando sobre condiciones imperantes. La magnitud del problema manifiesta la limitación más evidente que la ortodoxia liberal nunca superó: el salto de la lógica individual a la lógica de la totalidad.
En suma, ese demiurgo sociológico, que es la conducta en distintos rangos de individualidad, desconoce una objetivación en devenir autónoma, es decir, que obtuvo un movimiento propio e independiente de la voluntad. Su aprehensión racional excluye tanto el esquema como la mezcla caótica de datos.
De lo expuesto, se desprende que en la tradición kantiana el modelo rige la representación, al mismo tiempo que determina toda su arquitectura. Constituye el sujeto (que en general se retiene en la lectura) del cual la diversidad es sólo su predicado, y en esto se sitúa la verdadera diferencia de Anderson con respecto a Thompson, que enhebra su representación como una cadena de situaciones reales culturalmente reveladoras. Thompson, al igual que Hilton o Hobsbawm, comparte el punto de partida de Marx.
Para Marx, el objeto no se deduce del pensamiento; por el contrario, es el pensamiento el que se deduce del objeto. Su rechazo a toda abstracción separada de la historia real, otorgándole al esquema el modesto papel de ordenamiento provisorio de los datos, su aversión a la filosofía de la historia y a las recetas generales, su convencimiento de que la observación debía mostrar, sin especulación, el nexo existente entre organización social y producción, y, finalmente, su concepto del concreto pensado como síntesis de múltiples determinaciones, son cuestiones conocidas. El conocimiento era, para Marx, aprehender el desarrollo contradictorio del ser, y por lo tanto, en antítesis con la dialéctica trascendental de Kant, la dialéctica del pensamiento era captar la dialéctica del ser. Ningún sistema conceptual apriorístico debería interponerse entre el investigador y el objeto, que debe ser captado, como diría Lukács, en su misma facticidad. Marx, confesando polémicamente su método, es taxativo:
... Ante todo, yo no parto de «conceptos», ni por lo tanto del «concepto de valor»... De donde yo parto es de la forma social más simple en que se presenta el producto del trabajo en la sociedad actual, y esta forma es la «mercancía»... (Marx, 1981, p. 176).
Sigue así el camino indicado por Hegel para sortear el abismo que entre sujeto y objeto dejaba abierto la filosofía de Kant (ver Marcuse, 1983). Pero también, Marx descubre que las formas sociales no se originan en la evolución general del espíritu, como creía Hegel, sino en las condiciones materiales de existencia humana. La proposición se complementa, entonces, con la inversión materialista del objeto y el confesado distanciamiento de Hegel. En el prólogo a la segunda edición de El Capital, afirma que su método dialéctico no sólo difiere en su base del método hegeliano, sino que es su contrario directo (ihr direktes Gegenteil). Para Hegel, el proceso del pensamiento es el demiurgo de la realidad, siendo la realidad una mera forma fenoménica de la idea. En cambio, para Marx, la idea es el movimiento material transpuesto en el cerebro humano (Bei mir ist umgekehrt das Ideelle nichts andres als das im Menschenkopf umgesetzte und überstezte Materielle) (Marx, 1976, p. 27).
En este preciso momento, Marx se encuentra con la tradición erudita de los historiadores, que el positivismo recoge. La fórmula de Leopold von Ranke, de «comprender cómo han sucedido verdaderamente las cosas» (Wie es eigentlich gewesen), ha sido muy mal usada, pero está lejos de ser una aspiración equivocada, aun cuando jamás se concrete. No dejaremos de agradecer el aporte que los humanistas hicieron al conocimiento de la realidad histórica. Con su crítica textual, desarrollada por los estudios de ortografía, gramática, retórica latina, mitología o inscripciones, inauguraban la prehistoria de la historia científica. En su ausencia, la misma imagen ideológica de la materia que aquí tratamos, ya sea la bucólica Edad Media del Romanticismo o la Edad Media oscura del Iluminismo, seguiría reinando imperturbable. El largo itinerario de la erudición para establecer los hechos debe ser rehabilitado sin turbaciones. Esto rememora algunas de las dificultades que presupone la observación misma, sin hablar de establecer correlaciones racionales entre distintos fenómenos.
En todo esto, consideramos la mejor de las opciones para acceder a los hechos, que es el contacto directo con las fuentes. Otra forma de llegar a los datos es el uso de estudios secundarios. Si bien esta segunda forma transforma al historiador en dependiente de la perspicacia de otro, la prioridad del nivel fáctico no tiene por qué perderse. Maurice Dobb, economista que tanta influencia ha ejercido en el tema de este libro, se aprovechó de este recurso para sus estudios sobre el desarrollo del capitalismo (Dobb 1975). La superioridad que, no obstante, en la interpretación puede adquirirse gracias a un control de fuentes primarias, se muestra en su plenitud cuando el conocimiento así obtenido condiciona toda una elaboración. Por ejemplo, los documentos de ciertas aldeas europeas, entre 1300 y 1600, aproximadamente, exhiben los momentos iniciales de la producción de valores de cambio. La imagen del nacimiento del capitalismo, anclada en los vagabundos, tal como Marx veía el proceso a través de la documentación general inglesa, debe ser permutada entonces por otra que conduce a la polarización social de las comunidades campesinas y excluye al marginado absoluto. Es éste el problema que se trata en el capítulo 5.
Esta última referencia nos recuerda que El Capital, una obra proverbialmente considerada como excesivamente abstracta, se apoya en plurales informaciones históricas y sociológicas obtenidas directamente de informes múltiples. Este hecho transforma la visión media sobre una supuesta naturaleza invariablemente especulativa de la práctica teórica. Para Marx, la elaboración de teoría tuvo como un supuesto estudios empíricos, tal como se nos revela cuando nos asomamos a su laboratorio de trabajo. Honró su convicción acerca de que no existía otra ciencia más que la historia con anotaciones de datos cronológicamente ordenados con severo detallismo (esto recuerda, de paso, que el fundamento para establecer el tiempo no continuo de la historia está en determinar su tiempo continuo) (ver Rubel, 1970).
En estos aspectos se dirimen paralelismos y oposiciones metodológicas. Los hechos, lejos de ser el camposanto donde el positivista entierra su inteligencia, eran, para Marx, el abono natural de su desenvolvimiento.
Avanzar más allá del positivismo es un asunto delicado. Debería ponerse todo el esmero en comprender la necesidad de «superar» sus limitaciones en el alcance que Hegel daba a la palabra aufhebet, es decir, mediante la negación relativa, o la preservación relativa de las cualidades que se superan. Incluso, la negación categórica del positivismo puede constituir un formalismo