Si bien los caballeros villanos ejercían derechos jurisdiccionales sobre las aldeas, esos derechos no se indiferenciaban con la relación productiva, de lo que se desprende que la forma básica de excedente no fue la renta feudal. El monopolio de los medios de coerción no se tradujo, a diferencia de la nobleza, en una relación feudal de propiedad. Esto se comprende mejor si se recuerda que el campesino estaba sometido al tributo del señor de la villa, el rey o un aristócrata, o bien a señores eclesiásticos cuando había una jurisdicción sustraída al régimen general del municipio.[94] En la cesión que la reina Juana, señora de Sepúlveda, realizaba en 1373 a favor de Pedro González de Mendoza de aldeas de ese concejo, este aspecto se ve claramente.[95] En este traspaso, se presentaba al señor con el derecho de exigir tributos, de mandar y sancionar («justicia e señorío civil e criminal»), e imponer una sujeción del mismo tipo que la de realengo («que reciban e ayan por su sennor, de ellos e de dichos lugares e de cada uno de ellos, a vos, el dicho Pedro González»). Los campesinos tenían conciencia de esta subordinación. En San Bartolomé de Pinares, en Ávila, los representantes de la aldea reconocían la obligación de pagar al recaudador mayor de las alcabalas y tercias como consecuencia de la dependencia establecida por el rey, y los testimonios de esta naturaleza abundan en la documentación municipal.[96]
El tributo es el eje desde el cual se debería examinar la propiedad alodial de los caballeros, que se insertaba en ese contexto feudal como forma secundaria. Ello se tradujo en una limitación de ese alodio; su incremento haría peligrar los ingresos del señor. Esto quedó reflejado en Paredes de Nava en el siglo XV: para evitar que las compras de propiedades por los privilegiados aumentaran la tasa de exacción sobre el «común», se hizo prevalecer el carácter pechero de las heredades (Martín Cea, 1991, p. 168). Es por esto que la ampliación significativa de esas propiedades de los caballeros, o su transformación en señorío, sólo podía lograrse por privilegios especiales o por violación de las reglas. En Ciudad Rodrigo, en la segunda mitad del siglo XIV, algunos caballeros lograron constituir un señorío ilegítimo protegiendo a los campesinos de los recaudadores, que estuvo sometido a las usuales rectificaciones.[97]
Distintas fuerzas bloquearon los señoríos individuales. En primer término, la monarquía, interesada en su fiscalidad, vetaba que los caballeros ejercieran coacción sobre las aldeas, tomaran posada o construyeran fortalezas.[98] Las normas reales para impedir la absorción de vasallos se repetían, y evidenciaban la lucha por la fuerza de trabajo.[99] En segundo lugar estaba la resistencia campesina.[100] Por último, las regulaciones del concejo, interesado en conservar un estatuto igualitario entre sus miembros y las rentas municipales.[101]
Un aspecto de especial importancia fue que el excedente que el concejo tomaba de las aldeas se efectivizaba sólo a título colectivo,[102] distribuyéndose por medios indirectos entre el grupo privilegiado. La modalidad era diversa: pago a funcionarios, cobro de multas, recompensas por encargos que los caballeros realizaban para el municipio, reparación de obras y fortificaciones.[103] Esta tributación, cuyo origen en gran medida estuvo en necesidades defensivas de la frontera,[104] era una forma sólo accesoria de reproducción social de la oligarquía urbana. Los salarios que cobraban en Paredes de Navas los alcaldes eran reducidos (Martín Cea, 1991, pp. 188 y ss.). En Alba de Tormes las rentas concejiles en la primera mitad del siglo XV representaban el diez por ciento de las exacciones (Monsalvo Antón, 1988, p. 365). En Salamanca se establecía un máximo de remuneración para los oficiales del concejo.[105] En Segovia, en 1302, el concejo organizaba los territorios del sur de la sierra de Guadarrama, y las rentas se cobraban en forma colegiada como un derivado del dominio eminente de los caballeros sobre ese espacio (Asenjo González, 1986, p. 116). En Sepúlveda, se implementó una distribución de beneficios comunales entre caballeros y otros miembros de la comunidad.[106] Una situación que se inscribe en el conjunto de ingresos que los caballeros obtenían del gobierno la representan las prebendas que tenían como oficiales. Ello está expuesto por los regidores de Piedrahíta, que se apropiaban de ingresos concejiles o recibían regalos, beneficios obtenidos por cargos municipales, que desde la segunda mitad del siglo XV estaban acaparados por pocas familias, y que eran adicionales de sus ingresos particulares (Luis López, 1987b, pp. 267 y ss.).
Estas detracciones, si bien eran un requisito de la gestión política, eran funciones de interés general, percibidas a título colectivo, y redistribuidas parcialmente en beneficio de la comunidad como obras públicas o gastos organizacionales. No es descabellado, incluso, concebir que ciertas penas, cuyo importe ingresaba en las arcas municipales, fueran derivadas de antiguas composiciones comunales; un indicio de ello se percibe en la coparticipación entre el concejo y la parentela en reparaciones judiciales.[107] De ello se deduce que si bien en esta tributación municipal subyacía un potencial conflicto por repartimientos no equitativos, por apropiaciones ilegales de rentas, o por tributos de las aldeas,[108] la relación entre clases no adquiere en este plano su plena manifestación. Eran, además, impuestos generales de los que no se liberaba la aristocracia local.[109]
Si bien el salario en explotaciones directas a cargo de mayordomos o caseros constituía la más extendida relación laboral de los caballeros, éstos no desconocieron arrendamientos complementarios.[110] Se había generado así una limitada dependencia solariega,[111] pero en la medida en que los caballeros tenían vedados los poderes individuales, esas rentas se inscribían en la economía doméstica.[112] En ciertos casos ese arrendamiento implicaba restricciones. En Ávila se establecía que el que viviera en la ciudad teniendo arrendada su heredad en las aldeas no podía usar los pastos comunes, excepto si se hacía presente en la aldea.[113] Pero además, ese arrendamiento se revela en su naturaleza complementaria a través de pequeñas informaciones. En el testamento de Leonor Díez de la Campera, los bienes raíces estaban bajo explotación directa, y sólo con respecto a uno se declaraba «... que están aforados estas dichas casas e suelos con una tierra por un par de gallinas e seys maravedís en cada un año...».[114] En 1477, Pedro García el Chico, de San Bartolomé de Pinares, vendía a Alfonso de Toro, de Ávila, tierras de la aldea, con capacidad para veintiuna fanegas de sembradura y una