Dolor. Francisco Panera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Francisco Panera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418726187
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que se estaba excavando la tercera galería, la más profunda, a unos cien metros bajo la entrada de la mina. La explotación se sumergía en la montaña a través de un túnel de unos ochenta metros, hasta que moría en un profunda y ancha sima. Esta era una cavidad natural y por sus paredes se fueron estableciendo escaleras y aparatosos montacargas para, descendiendo, irse abriendo en otras galerías a distintos niveles.

      En el nivel más bajo, solían los veranos acercarse media docena de estudiosos de los minerales, muy bien pagados por el dueño, que durante unos días hacían descensos por la sima para calibrar y evaluar la posibilidad de abrir otras galerías a tenor de la variedad de minerales que encontraban. Poco después de iniciar la excavación de aquella nueva galería, hubo un derrumbe atrapando a media docena de hombres.

      Los trabajos de rescate se alargaron por dos jornadas, horas sin descanso y que, ante la falta de efectivos, hicieron necesaria la participación del propio dueño de la mina y de su hijo, un joven de apenas quince años que, tras un segundo temblor de las galerías, quedó sepultado ahora sí por una cantidad tan grande de escombros que hicieron imposible el rescate de ningún cuerpo.

      Fueron los mineros los que tuvieron que sacar casi a arrastras al dueño de la explotación, un hombre desesperado y que no dejaba de llorar pronunciando el nombre de su hijo. Ahora sus lamentos por no haber atendido a los ruegos que los capataces y otros mineros le hicieron llegar, solicitándole que retrasase el inicio de la explotación de aquella galería, con abundantes filtraciones de agua y que no presentaba garantías serias de seguridad, eran baldíos. El premio del valioso mineral que atesoraba aquellas galerías no le hizo reparar en tales asuntos. Tras pasar un par de días hecho un ovillo sobre uno de los catres del barracón, se levantó y abandonó aquel lugar para no volver a pisarlo nunca más. Pocas semanas después lo vendería. Así que cuentan algunos haberle visto a él colocando el cartel al marcharse.

      Aquel tablón de roble que labrase unos años antes con el nombre de la mina había sido partido por un rayo en una tormenta el mismo día del derrumbe. Toda una señal de los cielos dijeron algunos y, en cierta medida, ¿quién se lo podría rebatir? Tan solo una de las estacas sostenía una porción del letrero original En él, chamuscado y astillado por ambos lados, solo mostraba un fragmento del nombre de Pozo de la Virgen Dolorosa.

      Cuando ya hubo desaparecido monte abajo, algunos se acercaron interesados en el cartel que acababa de clavar un poco más al suelo con ayuda de un pedrusco. Quienes lo leyeron, aceptaron que aquel sería el nombre que ya para siempre había designado el destino para aquella aldea: Dolor.

      Cuando Juanón llegó a lo alto, sudoroso a pesar del frío y fatigado en extremo, pues la nieve dificultaba mucho más la ascensión, leyó aquel cartel y tuvo la ocurrencia de que aquel lugar le estaba advirtiendo de su destino.

      —¡Dolor! —exclamó intentando que su voz fuese solo un susurro, aunque sin conseguirlo.

      —Dolor —respondieron algunos más de los que le acompañaban.

      Pocos minutos después, frente a la boca de la mina, los peores presagios se hicieron realidad, al enterarse de que su padre, junto con dos compañeros, había sido sepultado. Un derrumbe que se produjo precisamente en la galería más productiva de todas, la misma en la que sucediese el fatídico accidente que hizo al primer dueño de la mina abandonar la explotación. Al caer la noche, las labores de rescate consiguieron dar con los mineros aplastados por toneladas de material, por rocas de tantos y diversos colores, como decía su padre, que nunca se habían encontrado en tal variedad en el mundo exterior. En eso pensaba Juanón. Sacaron a Juan en una camilla y, detrás de él, a sus dos compañeros en la muerte.

      «Allí abajo —le dijo al hijo la noche anterior—, allí abajo no hay niños, todo el que entra a la mina es un hombre». Y aquellas palabras se le quedaron grabadas cuando vio en el suelo dos camillas que flanqueaban a la de su padre mientras los mineros reunidos alrededor rezaban un padrenuestro. Efectivamente, allí había con Juan dos «hombres» más, uno de trece años y otro de dieciséis.

      En los corazones de los congregados, el dolor era tan inmenso como la altura de aquellas montañas que ahora, iluminadas en sus blancos mantos de nieve por la luna, se mostraban insolentemente bellas, orgullosas e indiferentes ante quienes las contemplan y quisieran comprender su naturaleza.

      Y puede que algo de ellas germine en el carácter de esas gentes, pues al igual que el paisaje, son silenciosas. Muchas veces parece que no están y, cuando están, se funden y confunden con el entorno, tan cotidianos como los chopos que bordean los arroyos o los piornos que ascienden por las laderas de los montes.

      Pero si hoy día, un viajero curioso cruzase por aquellos valles y preguntase a cualquier lugareño por el camino a Dolor, responderá mirando con ojos tristes a lo alto de una montaña y, quizá, si el forastero le despierta confianza, le responda que allí ya no hay nada que ver, que el monte se tragó la mina y luego el camino y que, aunque más despacio, lo hace también con los recuerdos. O también puede que simplemente chasquee los dientes y siga con sus cosas, ignorando el interés del extraño, confundiéndose de nuevo con el paisaje. Así nació Dolor, y aunque quizá nunca fuese un pueblo, pudo ser un estado del alma.

      Esta es su leyenda.

      1895-1905

      2. Elisa y Andrés

      Años después de haberse casado con un hombre quince años mayor que ella, Elisa se preguntaba por qué lo había hecho si nunca le había amado, ni él le mostró gesto alguno de afabilidad. Durante mucho tiempo esquivó cuestionárselo, pues no le agradaba reconocer que fue exclusivamente por salir de la miseria. Ahora aquel «porqué» le arrojaba dudas si fue suficiente motivo sacrificar el corazón por el estómago.

      Huérfana de madre cuando era muy pequeña, Elisa era hija única y llevaba los últimos años al cuidado de un padre en un permanente estado de ahogo, atorados sus pulmones de un polvo negro que, entremezclado en los esputos sanguinolentos, la amedrentaban cada vez que aparecían en pañuelos hechos un ovillo con la ropa sucia para lavar. Pañuelos con mocos y escupitajos resecos, acartonados en una especie de bola de papel y que parecían resquebrajarse al despegarlos antes de sumergirlos en el lavadero.

      No hacía mucho que había cumplido los quince años y no pensó su padre en una mejor perspectiva de futuro para su hija, consciente de que estaba a punto de perder la batalla contra su enfermedad, que buscarle un marido y lo hizo en Andrés, un antiguo compañero de galería que trabajó poco tiempo en los pozos para después dedicarse al pastoreo y cultivar una pequeña huerta con la que lograba sobrevivir sin apreturas.

      Una mañana que amaneció amable y soleada, se acercó hasta Villanueva de la Cueva para, en la misma jornada, proponer y cerrar el trato.

      Ni siquiera preguntó Andrés por el aspecto o la edad de quien sería su esposa. Nunca se le habían conocido tratos con las mozas como a cualquier otro, pero tal cuestión nunca despertó entre sus vecinos la duda de si no sería porque le gustase más la compañía masculina. Andrés era un hombre que simplemente no trataba con nadie, que nunca mostraba sus sentimientos u opiniones. Nadie le escuchó jamás queja alguna o le contempló regocijarse. Andrés, simplemente, era un elemento más del paisaje.

      El padre de Elisa sabía que un hombre como aquel, con el mismo entusiasmo que un cesto de patatas, no podría hacer feliz a nadie, pero le bastó con que su hija tuviese un hogar en el que poder vivir. Ella, por su parte, recibió la propuesta de boda muy apesadumbrada, pasando varios días sin dirigir la palabra al padre, pero frente a los incesantes argumentos de este, que le pronosticaban una segura miseria tras su próximo e inevitable fallecimiento, se rindió a su destino pactado. Habiendo pasado dos semanas desde que cerrasen el trato de la boda, Andrés aún no se había acercado a conocer a la que sería su esposa. El padre de Elisa, temeroso de que el compromiso se rompiese, invitó a Andrés nuevamente a comer un domingo, proponiendo una fecha definitiva para el casamiento. Andrés respondió a la carta confirmando la fecha para dentro de cuatro semanas, pero excusándose de visitarles en base a una supuesta incapacidad de abandonar sus tareas. Al tiempo, les comunicaba