De muy poco sirve explicar este proceso de cambio aditivo y plural como un sincretismo porque va más allá de una simple mezcla: los elementos cristianos y occidentales son reinterpretados a la luz de los elementos nativos y viceversa. Menos útil aún es sostener que se llevó a cabo una aculturación irreversible de los indígenas, como hacen tantos autores que insisten en su progresivo e inevitable sometimiento a la cultura occidental, supuestamente superior, y en la disolución igualmente inevitable de sus anteriores identidades culturales y étnicas en el camino de su integración a la verdadera religión, a la civilización, al progreso, a la Historia con mayúscula, y aquí la lista puede prolongarse. Ambas posturas escamotean a los indígenas su capacidad de acción y de pensamiento, lo que significa volver a conquistarlos retrospectivamente. Si dejamos de lado estos prejuicios colonialistas no parece descabellado reconocer que pudo pasar lo contrario, al menos en parte: que por medio de sus regalos y sus alianzas, de sus intercambios y alimentos, los indígenas domesticaron efectivamente a los españoles, los humanizaron y los mesoamericanizaron.
Para los mesoamericanos, en efecto, las personas son seres en constante devenir que logran adquirir y desarrollar su humanidad sólo por medio de grandes esfuerzos propios y de sus semejantes. En la actualidad, por ejemplo, los nahuas de la sierra norte de Puebla brindan a la salud de sus comensales y amigos con una expresión: “xitlacachihua”, que significa a la letra “hagámonos humanos juntos”. Este brindis quiere decir que la humanidad es siempre una relación, los seres sólo se pueden hacer humanos interactuando entre sí y de manera repetida en un proceso colectivo de intercambio y colaboración. En cada brindis los nahuas reafirman su compromiso con este proceso colectivo y constante de humanizarse juntos, viéndose los rostros, como dice otra frase frecuente en su poesía y en sus cantos. No olvidemos que Malinche era el rostro humano, indígena, de Hernán Cortés, de ese ser dual que también incluye a Cortés. Por ello podemos imaginar que, al convidar a los españoles de su comida, al vestirlos con su ropa, al entregarle a sus mujeres, los diferentes pueblos indígenas buscaban hacerlos humanos a su manera y a su conveniencia.
Antes de desechar estos esfuerzos como irreales o ilusorios, vale la pena detenernos a pensar. Quizá lo verdaderamente sorprendente de las alianzas y encuentros de la Conquista no sea la ignorancia, el fatalismo o la credulidad que los europeos atribuyen a los indígenas, sino por el contrario, es la arrogancia, la insensibilidad y la prepotencia de las actitudes españolas y de la visión colonialista hasta el día de hoy. Ya hemos visto la manera en que ignoraron o menospreciaron la importancia y la influencia de las mujeres sobre ellos, y las posibles razones para esta negación. En las descripciones que hicieron de los regalos que recibieron, lo único que les llamó la atención fue el valor material de los presentes, en términos de su contenido de piedras y metales preciosos, seguido muy de lejos por un posible mérito artístico siempre juzgado en términos estéticos occidentales. Igualmente, en la interpretación que hace Hernán Cortés, y que han repetido sus seguidores, de las negociaciones diplomáticas con los diferentes gobernantes indígenas, sólo han sido capaces de percibir y comprender su aceptación o no de la soberanía española, un concepto que era muy difícil o casi imposible de comprender para los mesoamericanos. No han sido capaces de concebir siquiera la posibilidad de que los indígenas planteaban formas de relación e intercambio menos verticales y menos autoritarias y que no giraban alrededor de la supremacía española.
En pocas palabras, los conquistadores no estaban dispuestos a aceptar obligaciones de intercambio recíproco, vínculos políticos equilibrados con los indígenas, tal vez incluso eran incapaces de concebir relaciones humanas de este tipo. Sólo podían concebir los obsequios como tributos y como parte de un botín que iban acumulando en sus viajes. Sólo podían aceptar las ofertas de amistad como actos de sumisión o vasallaje que en todo caso debían ser recompensados por el señor, pero nunca reconocidos como una relación de igualdad. Lo que llama la atención es que la mayoría de los historiadores siguen siendo incapaces de hacerlo hasta el presente. A la fecha se podría decir de la visión colonialista que no ha podido entender que no entiende.
Las razones de los tlaxcaltecas
Frente a esta cerrazón irreductible, las ideas planteadas permiten comprender las acciones de los conquistadores indígenas bajo una luz más compleja y completa, como veremos en el caso de los tlaxcaltecas.
En primer lugar, es importante tomar en cuenta que los gobernantes de esta confederación de altepetl no se entregaron a los españoles. Al principio consideraron a los recién llegados como una amenaza a su independencia, que habían mantenido durante más de medio siglo frente a constantes ataques mexicas, pese a una prolongada y cruenta relación de guerra florida y al bloqueo comercial que los privaba de importantes bienes de consumo y alimentos. A la vez, los reconocieron como una oportunidad de romper este asedio asfixiante y de debilitar o incluso vencer a sus enemigos de México-Tenochtitlan. Debido a esta ambigüedad, los tlaxcaltecas optaron por una estrategia dual. Por un lado midieron la fuerza de los desconocidos y probaron si era posible vencerlos por las armas, haciendo que los vasallos otomíes, que se contaban entre los guerreros más fieros de Mesoamérica, atacaran a los españoles en una batalla que duró varios días y que casi acabó con ellos. Al mismo tiempo abrieron canales de negociación diplomática con ellos, enviando embajadores a ofrecerles alimentos y armas.
La solución final a este dilema no se debió a ninguna victoria española, producto de una supuesta superioridad tecnológica o cultural, sino a la disposición reiterada de los invasores a recurrir a la violencia más extrema. Al cabo de varios días de combates, cuando la situación se volvía insostenible para su tropa, Hernán Cortés realizó una serie de incursiones nocturnas contra los habitantes civiles de las poblaciones cercanas. Al día siguiente del más cruento de estos ataques, los gobernantes tlaxcaltecas se presentaron en el campamento español a ofrecer una alianza con los recién llegados. Como ninguna historia de Tlaxcala menciona la batalla, tampoco contiene una explicación de esta decisión crucial. Podemos suponer, sin embargo, que cuando los españoles rompieron las reglas de la guerra mesoamericana, al realizar ataques nocturnos a mansalva contra una población civil indefensa, los dirigentes concluyeron que eran demasiado violentos y peligrosos, por lo que era mejor pactar con ellos para evitar nuevos ataques y, sobre todo, para dirigir esa violencia incontrolable contra sus enemigos. El pacto no significó que los de Tlaxcala se subordinaran a los invasores y a su programa político militar; por el contrario, aprendieron rápidamente a manipular las ambiciones y los miedos españoles para lograr que Hernán Cortés y sus hombres cumplieran sus propios objetivos estratégicos.
Fue así como los orillaron a realizar la atroz masacre de civiles desarmados en octubre de 1519 en el importante santuario de Quetzalcóatl en Cholula, la enemiga acérrima de su altepetl. La noticia de este acto de violencia sin precedentes, un verdadero golpe de terrorismo religioso, benefició a los españoles al sembrar el miedo entre la población de Mesoamérica, y confirmar la violencia y el poder de sus dioses, particularmente Santiago Matamoros. Otra posible consecuencia es que invalidó cualquier identificación entre los españoles y Quetzalcóatl. Esto fue aprovechado por los tlaxcaltecas pues el violento santo español se consagró también como su protector y aliado. Seguramente, los otros pueblos indígenas aprendieron pronto que el poderío de los tlaxcaltecas residía asimismo en su relación con esta deidad temible, y en su capacidad más inmediata de dirigir la fuerza española contra sus enemigos y librar de ella a sus amigos.
A partir de fines de 1520 y hasta agosto de 1521, los tlaxcaltecas acompañaron y dirigieron a los españoles en la prolongada campaña contra sus rivales y enemigos principales, los mexicas, desmantelando sistemáticamente la compleja red de alianzas y conquistas que sustentaba su dominio. Esta larga campaña siguió en gran medida los protocolos mesoamericanos de la guerra y la política. Los españoles enfilaban sus fuerzas siempre contra los pueblos que sus aliados les indicaban y les daban la tradicional alternativa,