Dada la exitosa aparición de una nueva generación de líderes conservadores que tiende a poseer una visión realista sobre la política exterior, enfrentamos condiciones similares a las de esos tiempos. Por ejemplo, no encontramos entre ellos un deseo de ideologizar sus relaciones con el resto del mundo. Tampoco observamos la intención de exportar un determinado modelo de gobierno a otras naciones. Se diferencian, no solo de los comunistas de la Unión Soviética –especialmente al inicio de la revolución– sino también de los neoconservadores y de los liberales intervencionistas que, luego de la caída del Muro de Berlín, promovieron la exportación de la democracia liberal de los Estados Unidos. Al ser realistas tienden, por el contrario, a defender el interés nacional y respetar la lógica que impone el balance de poder, independientemente del tipo de gobierno que tenga cada Estado. En principio, estas creencias deberían evitar conflictos innecesarios y traer cierta estabilidad al sistema internacional.
Sin embargo, un orden dominado por los conservadores populares también será uno donde la colaboración internacional y el multilateralismo se volverán más difíciles. Esto es peligroso, porque el mundo actual es más complejo que el de la Europa del siglo XIX. Las naciones necesitan organismos con burocracias capaces de controlar el cumplimiento de las reglas internacionales que facilitan trabajos en conjunto, desde la lucha contra el cambio climático hasta la coordinación de políticas comerciales, monetarias y fiscales, para evitar que tenga lugar una nueva depresión global. Desde luego, el mayor nacionalismo de los conservadores populares pone en jaque el rol de muchas de estas instituciones, dejando dudas sobre la capacidad que la comunidad internacional tendrá para enfrentar una nueva generación de desafíos.
Si el orden anterior fue definido por las normas universales que promueve el liberalismo, el orden conservador probablemente vuelva a poner en el centro de la escena el principio de no interferencia en los asuntos internos de otras naciones y la defensa de los equilibrios de poder. Si las instituciones que dominaron el orden liberal fueron aquellas que buscaron tener un alto grado de autonomía, el orden conservador le dará un rol central a foros que, como es el G7 y el G20, carecen de burocracias centrales y no le demandan soberanía a sus Estados miembros.
Pero, además de conservador, el nuevo orden estará definido por la competencia estratégica que tiene lugar entre los Estados Unidos y China. Uno de los mayores riesgos en este sentido, además de que se produzca un conflicto militar a gran escala, es que la economía mundial se termine dividendo en dos grandes esferas de influencia. Esto quiere decir que algunas naciones formen parte de un bloque cercano a Beijing y otras de un bloque ligado a Washington, lo que significaría una marcha atrás en un proceso de globalización que, si bien ha tendido a incrementar las desigualdades dentro de algunas sociedades avanzadas, permitió disminuir la desigualdad a nivel global gracias a los aumentos de productividad y la generación de riqueza que tuvieron lugar en países en desarrollo como China e India.
Si bien un desacople total como el mencionado resulta poco probable debido al costo económico que esto tendría, tanto para China como para los Estados Unidos ya se ha comenzado a observar la subordinación del comercio a consideraciones de tipo estratégico. De esta manera, los Estados Unidos no solo han impuesto tarifas a productos de China sino también restricciones al ingreso de ciudadanos y de inversiones de este país. Japón, por otro lado, ha anunciado beneficios económicos para que vuelvan a instalarse en su territorio aquellas fábricas que producen en China. El propio Macron, uno de los pocos líderes que siguen defendiendo el orden liberal, ahora sostiene que Francia debería volver a implementar políticas industriales que fortalezcan la producción nacional.
En definitiva, el escenario más probable es que el surgimiento de un nuevo orden internacional no implique el fin globalización sino una nueva etapa de la globalización, en la cual la producción de ciertos bienes, considerados estratégicos, vuelva a concentrarse dentro de las fronteras. De hecho, el comercio de bienes ya había dejado de crecer luego de la crisis de 2008.
Por otra parte, también es posible que el comercio de servicios continúe incrementándose en virtud del surgimiento de la economía digital. Entre 2005 y 2017 el intercambio de datos entre países creció 148 veces y no encontramos motivos por los cuales esto debería detenerse. Es probable que, debido a los peligros que implican para las empresas y los Estados tener cadenas de producción demasiado diversificadas en lo geográfico, el comercio se vuelva menos global y más regional.
Quizás el mayor riesgo que enfrenta la comunidad internacional es que, en vez de ser conservador, el nuevo orden internacional puede terminar mutando en algo diferente. Si bien el conservadurismo difiere profundamente de movimientos nacionalistas como el fascismo, es posible que el primero termine convirtiéndose en algo más peligroso.
Es necesario enumerar algunas de las diferencias que existen entre el conservadurismo y el fascismo. Mientras que el primero defiende el rol de la religión y de las tradiciones, el segundo tiende a ser vanguardista e, incluso, revolucionario. Mientras el conservadurismo tiene una visión realista sobre la política exterior, los movimientos nacionalistas han celebrado el conflicto y han promovido políticas de tipo expansionistas. Mientras que para los neofascistas el Estado, el líder y el pueblo son prácticamente sinónimos, los conservadores desconfían de la concentración del poder en una burocracia estatal.
Sin embargo, puede suceder que los temores a ciertos enemigos externos e internos lleven a los conservadores a creer que la solución se encuentra en la concentración del poder en un líder fuerte, algo que ocurrió en la Europa de principios de siglo XX, y hoy, en el conservadurismo popular, ya encontramos algunas tendencias que deben preocuparnos, como son su búsqueda por una democracia más directa y con menos instituciones representativas.
La Argentina después de la tormenta
Dado el panorama que he descripto hasta aquí, podemos asumir que, en los próximos años, la Argentina enfrentará un escenario más incierto que en el pasado cercano. Por lo tanto, su margen para cometer errores será menor de lo que fue durante un orden liberal que la encontró alejada de los grandes conflictos internacionales. En efecto, quizás el mayor desafío que enfrentará, tanto la Argentina como el resto de los Estados sudamericanos, sea evitar que la disputa entre China y los Estados Unidos se traslade, de manera violenta, a nuestra región.
Imaginemos por un momento que Brasil termina aliándose con los Estados Unidos y la Argentina con China (o viceversa). De suceder esto, podríamos transformarnos en algunos de los Estados por medio de los cuales Beijing y Washington podrían resolver sus disputas a una distancia segura de sus fronteras. Este sería un escenario novedoso para nuestra región, dado que durante la Guerra Fría la presencia soviética en Sudamérica fue poco relevante. Sin embargo, este no es el caso de China, que no solo tiene presencia económica considerable en los países del Cono Sur gracias a sus inversiones y compatibilidad económica, sino porque no despierta el rechazo que generó la Unión Soviética. La subsistencia de instituciones como la Iglesia católica o el mismo sector privado no depende de la presencia de China, como sí ocurrió en el caso de los soviéticos.
¿Cuál debería ser, entonces, la estrategia de un país como la Argentina ante este escenario? En principio, debería intentar mantener buenas relaciones con la mayor cantidad de países posible, pero especialmente con las dos grandes potencias. Somos un país en vías de desarrollo que necesita incrementar su comercio y recibir inversiones desde el exterior. Formamos parte del hemisferio occidental, lo cual significa que durante varias décadas más estaremos en la zona de influencia de la mayor potencia militar del planeta: Estados Unidos. Existen, por lo tanto, motivos políticos y económicos por los cuales resulta fundamental mantener una buena relación con Washington y Beijing.
Aunque la estrategia parece clara, su implementación no lo es. Y esto es, en parte, porque mantener un equilibrio entre los Estados Unidos y China dependerá de que estos acepten que la Argentina mantenga lazos cercanos con ambos. Si el nivel de conflictividad entre estos dos Estados se incrementa, llegará el momento en que tomar partido por alguno se volverá inevitable.
Si bien enfrentamos incertidumbres respecto a la evolución del sistema internacional y nuestro lugar en este, creo