La colaboración editorial es quizá menos frecuente en el ámbito de la literatura que en el del libro ilustrado, aunque, sin lugar a dudas, existe. Permite a cada uno (editor o campo nacional) economizar, enriquecer su catálogo, reforzar su visibilidad. Como la traducción conduce sobre todo a «“recuperar” el tiempo (literario)»163, y lo hace aún con mayor rapidez, a tal punto podemos preguntarnos si llegando eventualmente a generalizarse no invalidaría los modelos de análisis en los cuales la distinción entre los dominantes y los dominados se da en función de un capital literario acumulado a lo largo del tiempo. En esta caso, modelos menos rígidos, como la teoría de los actores-redes, por ejemplo, que les da más lugar a la indeterminación y a los fenómenos de hibridismo resultantes de las transformaciones e intercambios incesantes podrían resultar más adecuados164.
Finalmente, aunque la coedición no se convierta en la norma en el ámbito de la edición de libros de texto, los proyectos desarrollados por editores literarios que resultan a veces en fracasos no son menos ricos en enseñanzas. El estudio de Hervé Serry sobre el fracaso relativo del proyecto Faire l’Europe (una colección de libros de historia concebida por Seuil en colaboración con varios socios europeos) es un excelente ejemplo. En la edición de los libros de texto, el desafío parece no residir tanto en los costos de impresión como en la distribución, en la difusión, en otras palabras, en la mercadotecnia. Cada vez más, explica Gaston Bellemare, los coeditores prefieren recibir los archivos electrónicos165. Esto permite evitar los costos de transporte, pero también (podemos imaginar) adaptar el título a un mercado, una línea editorial, una lengua, una marca locales. Nos acercamos aquí a la acepción inglesa según la cual la coedición, por otro desplazamiento semántico, se relaciona con la venta de derechos y de archivos ya finalizados, listos para ser reciclados y, de ser necesario, localizados.
Como tantas traducciones de un mismo texto, estas diferentes concepciones de coedición son parciales, incompletas y efímeras. Al mismo tiempo, todas ponen de relieve una realidad más profunda que trasciende las diferencias contextuales. La primera, que proviene de un espacio editorial y literario relativamente débil y en búsqueda de reconocimiento, pone el acento en la finalidad (exportar, emanciparse, ampliar las fronteras) y la ganancia simbólica que procura. En este contexto, tal representación es más prospectiva que descriptiva, la idea de «imponer» la literatura quebequesa en Francia es claramente cuestión de «deseo» (en los términos de la Anel). Las representaciones que surgen de los otros dos contextos no niegan esta dimensión política e identitaria, pero la opacan, probablemente porque el reconocimiento en cuestión ya está allí adquirido.
La coedición se aborda entonces desde una perspectiva más pragmática. Con toda la autoridad que confieren la experiencia y el peso de la historia, los discursos que surgen de Francia ofrecen una definición que pone el acento en la asociación económica y la dimensión asociativa (o sea, la puesta en común) que implica. Considero que el valor de esta definición reside en su valor histórico. Al relacionar coedición con coimpresión, traducción entre lenguas y con el ámbito del libro ilustrado, esta representación reflejaría muy bien el pasado de la coedición (no solo en Francia sino en Europa y quizá más allá) y una parte de su presente, pero solo una parte. Lo que la percepción francesa tiende a ocultar vuelve a emerger con fuerza en la literatura estadounidense. Mientras que los escritos de Philippe Schuwer hablaban de proyectos comunes, de colaboración, de acuerdos de coimpresión y de planes financieros complejos, los de Nat G. Bodian insisten en las dimensiones jurídica y de mercadotecnia, que son inherentes a cualquier forma de coedición. En los albores de la edición electrónica está permitido creer que esta percepción, que minimiza las dimensiones simbólicas y asociativas, sin que con ello se nieguen, es quizá la que tiene más oportunidades de imponerse. En consecuencia, convendría interrogar, como lo hicimos en el caso de Francia, los límites de esta nueva definición, develando, por medio del estudio de las prácticas, lo que ella busca ocultar: la naturaleza precisa de estas asociaciones, los asuntos simbólicos que las motivan y las lógicas de dominación que las sustentan.
Aunque los mercados de la edición se mundializan, el presente trabajo ha intentado mostrar que los saberes relativos a este objeto no escapan, sin embargo, de los efectos de cierre generadores de esos «formidables malentendidos»166 que, según Pierre Bourdieu, caracterizan a menudo la vida intelectual y la circulación internacional de las ideas. Este estudio también tiene sus sesgos167. Según su anclaje institucional (investigación universitaria), académico (la traductología) y cultural (Quebec), la perspectiva adoptada aquí resulta triplemente marginal y excéntrica: en relación con la esfera profesional de la edición, en relación con el ámbito o el campo de saber del que forma parte (en el que dominan las tradiciones sociológicas e históricas), y en relación con los sectores que dominan este ámbito a escala internacional. Esta distancia quizá haya facilitado la revisión de algunos principios considerados preconcebidos, pero tiene otros riesgos, como el de ocultar los puntos de encuentro o de alimentar diferencias que tal vez sean superficiales. Para determinar el alcance real de estas diferencias perceptuales, habría que volver a ubicar cada uno de los discursos considerados no solo en un espacio nacional sino en la trayectoria profesional de sus autores.
Por último, valdría la pena considerar otros contextos, por ejemplo, cómo los editores y sociólogos de la edición en Alemania conciben la coedición. Tal empresa permitiría analizar mejor la manera como se estructuran los saberes sobre la edición, el lugar que ocupa este campo de investigación en el conjunto de las ciencias sociales y humanas, y el peso que las divisiones disciplinarias o nacionales tienen sobre la materia. Por ahora, el objetivo era simplemente recordar la necesidad de reconocer toda la complejidad, la importancia, pero también los límites de los mecanismos de traducción que condicionan a la vez nuestra comprensión de las realidades que nos rodean y nuestra aptitud para integrar allí realidades más ajenas.
Para favorecer la internacionalización de la vida intelectual o analizar la dinámica de los intercambios literarios, es necesario entonces, como lo sugerían Pierre Bourdieu, Johan Heilbron y Gisèle Sapiro en la introducción de dos números de las Actes de la recherche en sciences sociales, mencionados al inicio de esta contribución, interrogarse por las condiciones de acceso, de selección, de producción, de recepción, de promoción de los textos (literarios o académicos) extranjeros. Se requiere conocer a los agentes que participan en estos intercambios y las relaciones que mantienen. Pero para esto también debemos, como lo afirmaba Daniel Simeoni, y como ha intentado recordarlo esta contribución, estudiar las prácticas de traducción en el sentido primario; es decir, las modalidades de transferencias cognitivas y lingüísticas a las cuales se entregan estos agentes, comenzando por los investigadores, aceptando todo lo que tal empresa tiene de riesgoso e incierto:
En definitiva, parece que la traducción es problemática para las disciplinas más establecidas, en particular para las ciencias sociales. ¿Estará esto vinculado con el hecho de que la traducción —como las lenguas en general— no es un objeto como los otros y ciertamente no es un objeto fácil de «objetivar»? ¿Dónde habría que situarse para transformarla en objeto y delimitar sus contornos? La traducción es, además, un «operador» cognitivo, un mecanismo que nos permite interpretar el mundo social en un doble sentido: en primer lugar, condiciona nuestras interacciones cotidianas con los otros y entonces nuestra comprensión del mundo social que nos rodea; en segundo lugar, informa la visión científica del mundo social, incluida la manera como construimos nuestros argumentos y el uso que hacemos del «método». Nuestros relatos científicos recurren sin cesar a la traducción. […] Ahora bien, la traducción «estricta», como ha sido ampliamente demostrado en el campo restringido de la traductología desde hace unos veinte años, nunca es una réplica. Una buena dosis de «fricción», que no sea ni demasiado ignorante del otro ni demasiado agresiva, es inevitable, lo que da lugar a malentendidos que constituyen una solución ingeniosa a las discordias anodinas, pero potencialmente devastadoras de la vida social. Y esto, por supuesto, nos conduce por un camino incierto168.
Bibliografía
Altbach, Philip y Edith Hoshino (dir.). International Book Publishing. Nueva York y Londres: Garland Pub., 1995.