Nada más categórico y definitivo, a primera vista, que semejantes declaraciones, puesto que parecen eliminar pura y simplemente la filosofía griega en beneficio de la nueva fe. Por eso, desde luego, no se yerra al resumir el pensamiento de san Pablo sobre este punto central diciendo que, según él, el Evangelio es una salvación, no una sabiduría[2].
Sin embargo, es menester agregar que en otro sentido esa interpretación no es completamente exacta, pues en el momento mismo en que san Pablo proclama la bancarrota de la sabiduría griega, propone substituirla por otra, que es la persona misma de Jesucristo. Lo que él entiende hacer es eliminar la aparente sabiduría griega, que en realidad no es sino locura, en nombre de la aparente locura cristiana, que, en realidad, es sabiduría. En vez de decir que, según san Pablo, el Evangelio es una salvación, no una sabiduría, más valdría decir, pues, que la salvación que él predica es a sus ojos la verdadera sabiduría, y eso precisamente porque es una salvación.
Si se admite esta interpretación, y parece bien inserta en el propio texto, claro aparece que, resuelto en su principio, el problema de la filosofía cristiana queda enteramente abierto en cuanto a las consecuencias que de ello se derivan. Lo que san Pablo llegó a afirmar, y que nadie había de discutir jamás en el interior del cristianismo, es que poseer la fe en Jesucristo, es con mayor razón poseer la sabiduría, por lo menos en el sentido de que, desde el punto de vista de la salvación, la fe nos dispensa real y totalmente de la filosofía. Aun pudiéramos decir que san Pablo define una posición cuya antítesis exacta será formulada en el 136.º Proverbio de Goethe:
Wer Wissenschaft und Kunst besitzt
Hat auch Religion;
Wer jene beide nicht besitzt
Der habe Religion.
Aquí, lo cierto es exactamente lo contrario, pues quien posee la religión posee también, en su verdad esencial, la ciencia, el arte y la filosofía, disciplinas estimables, pero que no pueden servir más que de menguado consuelo a quien no posee la religión. Solo que, si es cierto que poseer la religión es tener todo lo demás, hay que demostrarlo. Un apóstol como san Pablo puede conformarse con predicarlo; un filósofo querrá asegurarse de ello. No basta con decir que el creyente puede pasar sin filosofía porque todo el contenido de la filosofía, y aun más, está implícitamente dado en su creencia: es necesario presentar la prueba de ello. Ahora bien: probarlo es seguramente cierto modo de suprimir la filosofía; pero, si la empresa tiene éxito, puede decirse que en otro sentido es quizá la mejor manera de filosofar. ¿Qué ventajas filosóficas hallaban, pues, en convertirse los más antiguos testigos que se convirtieron al cristianismo?
Aquel cuyo testimonio resulta a la vez el más antiguo y el más típico es san Justino, cuyo Diálogo con Trifón nos refiere la conversión en forma viva y pintoresca. Tal como lo concibe desde el comienzo, el objeto de la filosofía es conducirnos hacia Dios y unimos a Él. El primer sistema ensayado por Justino fue el estoicismo; pero parece que dio con un estoico más cuidadoso de práctica moral que de teoría, pues este profesor reconoció que no tenía por necesaria la ciencia de Dios. El peripatético que le sucedió insistió muy pronto en que convinieran el precio de sus lecciones, lo que Justino estimó poco filosófico. Su tercer profesor fue un pitagórico, que, a su vez, lo despidió porque aún no había aprendido la música, la astronomía y la geometría, ciencias indispensables para el estudio de la filosofía. Un platónico, que vino después, fue más afortunado: «Le frecuenté cuanto más a menudo pude —escribe Justino—, y de ese modo hice progresos; cada día adelantaba lo más posible. La inteligencia de las cosas corporales me cautivaba en grado sumo; la contemplación de las ideas daba alas a mi espíritu, tanto que luego de corto tiempo creí haber llegado a ser sabio; hasta fui bastante necio para esperar que llegaría a ver a Dios, pues tal es el fin de la filosofía de Platón»[3]. Todo iba, pues, a medida de su deseo, cuando Justino se encontró con un anciano que, interrogándolo sobre Dios y el alma, le probó que se hallaba metido en extrañas contradicciones; y como Justino le preguntara dónde había adquirido sus conocimientos en aquellas materias, el anciano contestó: «Hubo en tiempos remotos, y más antiguos que todos esos supuestos filósofos, hombres felices, justos y queridos de Dios, que hablaban por el Espíritu Santo y daban sobre lo porvenir oráculos que ahora se han cumplido: se les llama profetas... Sus escritos subsisten aún hoy, y quienes los leen pueden, si tienen fe en ellos, sacar toda clase de provechos, tanto sobre los principios como sobre el fin, acerca de todo lo que debe conocer el filósofo. No han hablado por medio de demostraciones; por encima de toda demostración, eran los dignos testigos de la verdad»[4]. Al escuchar estas palabras, un fuego súbito se encendió en el corazón de Justino, y dice, «reflexionando a solas en esas palabras, encontré que esa filosofía era la única segura y provechosa. He ahí cómo y por qué soy filósofo»[5].
Οίΐτωςδή καί διά ταυτα φιλόσοφος έγώ. Casi no es posible exagerar la importancia de estas palabras; y si hemos referido con algunos pormenores la experiencia personal de Justino es porque, desde el siglo ii, ponen en evidencia todos los elementos sin los cuales no hay solución para el problema de la filosofía cristiana. Un hombre busca la verdad valiéndose únicamente de la razón, y fracasa; la fe le ofrece la verdad, la acepta, y, luego de aceptarla, la halla satisfactoria para la razón. Pero la experiencia de Justino no es menos instructiva en otro aspecto, pues promueve un problema al que Justino mismo no ha podido dejar de prestar atención. Lo que él encuentra en el cristianismo, junto con otras muchas cosas, es la llegada de verdades filosóficas por vías no filosóficas. Donde reina el desorden de la razón, la revelación hace reinar el orden; pero precisamente por haberlo ensayado todo sin temor de contradecirse, los filósofos habían dicho, conjuntamente con muchas cosas falsas, gran número de cosas ciertas. ¿Cómo explicar, entonces, que llegaran a tener conocimiento de esas verdades, aun en la forma fragmentaria en que las conocieron?
Una primera solución de ese problema, propuesta por Filón el Judío, tentó inmediatamente la imaginación de los cristianos y la sedujo durante mucho tiempo. Era una solución poco dificultosa, cuyo éxito radicó en su propia facilidad. ¿Por qué no prevalerse de la anterioridad cronológica de la Biblia con relación a los sistemas filosóficos? Se sostuvo, pues, primero con cierta timidez, pero con más decisión a partir de Taciano, que los filósofos griegos se habían aprovechado, más o menos directamente, de los libros revelados y les debían las pocas verdades que habían enseñado, no sin mezclarlas, por lo demás, con bastantes errores. Sin embargo, la ausencia de toda prueba directa de que los habían utilizado debía oponerse al éxito completo de esta solución simplista; y aun cuando tuvo larga vida, a tal punto que probablemente aún no esté muerta, debió ir apartándose progresivamente ante otra, mucho más profunda y además casi tan antigua como ella, puesto que ya la encontramos en san Justino.
Digamos que hasta en san Pablo la encontramos ya, por lo menos en germen y como preformada. A pesar de su despreciativa condenación de la falsa sabiduría de los filósofos griegos, el apóstol no condena la razón, pues quiere reconocerles a los gentiles cierto conocimiento natural de Dios. Al afirmar en la Epístola a los romanos (I, 19-20) que el poder eterno y la divinidad de Dios pueden ser directamente conocidos por el espectáculo de la creación, san Pablo afirmaba implícitamente la posibilidad de un conocimiento puramente racional de Dios en los griegos y al mismo tiempo echaba el fundamento de todas las teologías naturales que más tarde habían de constituirse en el seno del