El desacuerdo presente que separa a los filósofos sobre el sentido de esa noción se vuelve por eso mismo más fácil de explicar. Algunos consideran a la filosofía en sí misma, en su esencia formal y haciendo abstracción de las condiciones que presiden tanto su constitución como su inteligibilidad. En este sentido, está claro que una filosofía no podría ser cristiana, ni tampoco judía o musulmana; y que la noción de filosofía cristiana no tiene mayor sentido que la de física o matemática cristiana[17].
Otros, teniendo en cuenta el hecho evidente que, para un cristiano, la fe desempeña el papel de principio regulador extrínseco, admiten la posibilidad de una filosofía cristiana; empero, cuidadosos por conservarle a la filosofía la pureza formal de su esencia, consideran como cristiana toda filosofía verdadera que presente «una concepción de la naturaleza y de la razón abierta a lo sobrenatural»[18]. No es dudoso que ese sea uno de los caracteres esenciales de la filosofía cristiana; pero no es el único, ni quizá el más profundo. Una filosofía abierta a lo sobrenatural sería seguramente una filosofía compatible con el cristianismo, y no sería necesariamente una filosofía cristiana. Para que una filosofía merezca verdaderamente ese título, es menester que lo sobrenatural descienda, a título de elemento constitutivo, no en su textura, lo que sería contradictorio, sino en la obra de su constitución. Llamo, pues, filosofía cristiana a toda filosofía que, aun cuando haga la distinción formal de los dos órdenes, considere la revelación cristiana como un auxiliar indispensable de la razón. Para quien lo entiende así, esta noción no corresponde a una esencia simple susceptible de recibir una definición abstracta; más bien corresponde a una realidad histórica cuya descripción solicita. No es más que una de las especies del género filosofía y contiene en su extensión los sistemas de filosofía que no han sido lo que fueron sino porque existió una religión cristiana y sufrieron voluntariamente su influencia[19]. En cuanto realidades históricas concretas, esos sistemas se distinguen unos de otros por sus diferencias individuales; empero, por el hecho de constituir una especie, presentan caracteres comunes que autorizan a agruparlos bajo una misma denominación.
En primer lugar, y ese es quizá el rasgo más distintivo de su actitud, el filósofo cristiano es un hombre que opera una elección entre los problemas filosóficos. En uso de su derecho, es capaz de interesarse en la totalidad de esos problemas tanto como cualquier otro filósofo; empero, de hecho, se interesa únicamente o sobre todo por aquellos cuya solución importa a la conducta de su vida religiosa. Lo demás, indiferente en sí, es objeto de lo que san Agustín, san Bernardo y san Buenaventura estigmatizan con el nombre de curiosidad: vana curiositas, turpis curiositas[20]. Aun los filósofos cristianos tales como santo Tomás, cuyo interés se extendía al conjunto de la filosofía, no han hecho obra creadora sino en un dominio relativamente restringido. Nada más natural. Puesto que la revelación cristiana no nos enseña más que las verdades necesarias para la salvación, su influencia no ha podido extenderse sino a las partes de la filosofía que conciernen a la existencia de Dios y su naturaleza, el origen de nuestra alma, su naturaleza y su destino. En el título mismo y en las primeras líneas de su tratado Del conocimiento de Dios y de sí mismo, Bossuet ha hecho entrar la enseñanza de una tradición de dieciséis siglos: «La sabiduría consiste en conocer a Dios y en conocerse a sí mismo. El conocimiento de nosotros mismos ha de llevarnos al conocimiento de Dios». No hay quien no reconozca en esas fórmulas el noverim me, noverim te de san Agustín[21]; y aunque santo Tomás no lo hiciera expresamente suyo, lo puso en práctica. No se trata de disminuir sus méritos como intérprete y comentarista de Aristóteles; sin embargo, no es en eso donde se muestra más grande, sino en los geniales puntos de mira que señala y, por los cuales, prolongando el esfuerzo de Aristóteles, lo sobrepasa. Esos puntos de mira, esas apreciaciones, las encontramos referentes a Dios, al alma o a la relación del alma con Dios. Y aun muy a menudo será necesario extraer las más profundas de entre ellas de contextos teológicos donde se hallan metidas, porque fue en el seno de problemas teológicos donde efectivamente nacieron. En una palabra: en todos los filósofos cristianos dignos de ese nombre, la fe ejerce una influencia simplificadora y su originalidad se manifiesta sobre todo en la zona directamente sometida a la influencia de la fe: doctrina de Dios, del hombre y de sus relaciones con Dios.
Por el hecho mismo que elimina la vana curiosidad, la influencia de la revelación sobre la filosofía le permite darse un fin y remate. Considerado desde el punto de vista cristiano, el curioso se ha metido en una empresa interminable. De hecho, todo conocimiento racional de cualquier realidad, sea cual fuere, depende de su competencia; de derecho, no hay ninguno del que esté autorizado a decir que, si lo tuviera, este no transformaría completamente el conocimiento que tiene de todo lo demás. Ahora bien: lo real es inagotable y por consiguiente la tentativa de sintetizarlo en forma de principios es una empresa prácticamente imposible. Hasta puede darse, como lo hará observar Comte más tarde, que la realidad natural no sea sintética y que no sea posible encontrarle una unidad sino considerándola desde el punto de vista de un sujeto[22]. Al elegir al hombre en su relación con Dios como centro de perspectiva, el filósofo cristiano se da un centro de referencia fijo, que le permite introducir en su pensamiento el orden y la unidad. Por eso la tendencia sistemática es siempre fuerte en una filosofía cristiana: tiene menos que sistematizar de lo que tendría otra; y tiene con qué sistematizarlo.
También tiene con qué completarlo, y en primer lugar en el terreno mismo de la filosofía natural. A veces parece suponerse que solo los agustinianos estuvieron convencidos de ello. De hecho, en la Suma Contra Gentiles, lib. I, cap. IV, santo Tomás nos ha dejado un luminoso resumen de toda la enseñanza de los Padres de la Iglesia sobre esta cuestión fundamental. Luego de preguntarse si conviene que Dios revele a los hombres verdades filosóficas accesibles a la razón, responde que sí, con tal que esas verdades sean de aquellas cuyo conocimiento es necesario a la salvación. Si fuera de otro modo, esas verdades y la salvación que de ellas depende estarían reservadas a un pequeño número de hombres, quedando los demás privados de ellas por falta de luz intelectual, o de tiempo para la investigación, o de ánimo para el estudio. Agrega que aun los que fueran capaces de alcanzar esas verdades solo llegarían hasta ellas apenas, luego de haber largamente pensado y pasado la mayor parte de su vida en una ignorancia peligrosa sobre el particular. ¿En qué estado, pues, se hallaría el género humano, según santo Tomás, si solo dispusiera de la razón pura para conocer a Dios? In maximis ignorantiae tenebris. Y lo confirma con una tercera razón, no menos grave que las otras dos.
La debilidad del entendimiento humano, en su condición presente es tal que, sin la fe, lo que a unos parecería evidentemente demostrado sería considerado como dudoso por los otros; por lo demás, el espectáculo de esas contradicciones entre filósofos contribuye no poco a engendrar el escepticismo en el espíritu de los que consideran esas cuestiones desde afuera[23]. Para remediar esa debilitas rationis el hombre tiene, pues, necesidad de una ayuda divina; y es la fe quien se la ofrece. Como san Agustín y san Anselmo, santo Tomás ve la razón del filósofo cristiano entre la fe, que guía sus primeros pasos, y el conocimiento pleno de la visión beatífica por venir[24]; como Atenágoras, piensa que el hombre no puede aspirar al perfecto conocimiento de Dios sin ingresar en la escuela