Para apartarse de ese peligro, ciertos neoescolásticos han creído deber adoptar parcialmente la posición de sus adversarios. Concediendo el principio, intentan probar que en la Edad Media nunca hubo otra filosofía digna de ese nombre que la de santo Tomás[7]. San Anselmo y san Buenaventura parten de la fe, de modo que se encierran en la teología. Los averroístas se encierran en la razón, pero renuncian a tener por verdaderas las más necesarias conclusiones racionales; así, pues, se excluyen de la filosofía. Solo el tomismo se da como un sistema cuyas conclusiones filosóficas son deducidas de premisas puramente racionales. En él está la teología en su lugar, es decir, en la cúspide de la escala de las ciencias; fundada en la revelación divina, que le provee sus principios, es una ciencia distinta, que parte de la fe y solo emplea la razón para exponer su contenido o protegerla contra el error. En cuanto a la filosofía, si bien es cierto que se subordina a la teología, sin embargo como tal no depende sino del método que le es propio: fundada en la razón humana, al no deber su verdad sino a la evidencia de sus principios y a la exactitud de sus deducciones, realiza espontáneamente su acuerdo con la fe sin tener que deformarse; si concierta con la fe es simplemente porque es verdadera, y la verdad no puede contradecir a la verdad[8].
Entre un neoescolástico semejante y un puro racionalista queda, sin duda, una diferencia fundamental. Para el neoescolástico, la fe subsiste, y todo desacuerdo entre su fe y su filosofía es signo cierto de error filosófico. En ese caso, tiene que volver al examen de sus conclusiones y de sus principios, hasta que descubra el error que los vicia. Sin embargo, aun entonces, si no se entiende con el racionalista, no es porque no hablen el mismo lenguaje. No será él quien cometa el error imperdonable de un san Agustín o de un san Anselmo, y cuando se le pida que pruebe a Dios, primero nos invitará a creer en él. Si su filosofía es verdadera, a su sola evidencia racional se lo debe; si no consiguiera convencer a su adversario, no sería juego limpio de su parte acudir a la fe para justificarse, no solo porque esa fe no la admiten sus adversarios, sino además porque la verdad de su filosofía no se apoya de ningún modo en la de su fe.
Cuando se tira como desde el extremo de un hilo la filosofía de santo Tomás de Aquino en ese sentido, no tardan en aparecer consecuencias tan sorprendentes como ineluctables. En primer lugar, recordamos las vehementes protestas de los agustinianos de todos los tiempos contra la paganización del cristianismo por el tomismo. Si ciertos tomistas modernos niegan que el agustinianismo sea una filosofía, los agustinianos de la Edad Media les tomaron la delantera negando que el tomismo sea fiel a la tradición cristiana. Cada vez que hubieron de luchar contra alguna tesis tomista cuya verdad les parecía contestable, reforzaron su crítica dialéctica con objeciones de orden mucho más general y que creen alcanzar a herir el propio espíritu de la doctrina. Si el tomismo se equivocó sobre el problema de la iluminación, de las razones seminales o de la eternidad del mundo, ¿no es porque primero se había equivocado sobre el problema fundamental de las relaciones entre la razón y la fe? Porque, desde el momento en que uno se niega a seguir a san Agustín, el cual hace profesión de seguir la fe, para seguir en cambio los principios de algún filósofo pagano o de sus comentaristas árabes, la razón se vuelve incapaz de discernir la verdad del error; reducida a su propia luz, se deja cegar por doctrinas cuya falsedad le escapa debido a su propia ceguera[9].
Pero lo más curioso no está en eso. Así como ciertos agustinianos le reprochan al tomismo de ser una filosofía falsa, porque no es cristiana, ciertos tomistas replican que si esta filosofía es verdadera, no puede ser en modo alguno porque es cristiana. De hecho, no pueden dejar de adoptar esta posición, porque desde el momento en que se separa la razón de la fe en su ejercicio, toda relación intrínseca entre el cristianismo y la filosofía se toma contradictoria. Si una filosofía es verdadera, no puede serlo sino en cuanto racional; pero si merece el título de racional, no puede serlo en cuanto cristiana. Hay que elegir, pues. Un tomista no admitirá jamás que en la doctrina de santo Tomás haya la menor cosa contraria al espíritu o a la letra de la fe, pues profesa expresamente el acuerdo de la revelación y de la razón como no siendo otra cosa sino el acuerdo de la verdad consigo misma; pero no deberá sorprendemos demasiado si vemos a algunos de ellos aceptar sin pestañear el clásico reproche de los agustinianos: vuestra filosofía deja de tener carácter intrínsecamente cristiano. ¿Y cómo podría tener ese carácter sin dejar de ser? Los principios filosóficos de santo Tomás son los de Aristóteles, es decir, los de un hombre para quien no existían ni la revelación cristiana, ni aun la revelación judía; si el tomismo precisó, completó, depuró al aristotelismo, nunca lo hizo apelando a la fe, sino deduciendo más correctamente o más completamente de cuanto lo hizo Aristóteles las consecuencias implicadas en sus propios principios. En suma: mientras nos mantenemos en el plano de la especulación filosófica, el tomismo no es más que un aristotelismo racionalmente corregido y juiciosamente completado; pero santo Tomás no tenía por qué bautizar al aristotelismo para hacerlo verdadero, como no hubiera tenido que bautizar a Aristóteles para entenderse con él: las conversaciones filosóficas se mantienen de hombre a hombre, no de hombre a cristiano.
El resultado lógico de semejante actitud es la negación pura y simple de la noción de filosofía cristiana, y, por sorprendente que sea, lo cierto es que hasta eso se llegó. No solo hubo historiadores que negaron que el cristianismo haya afectado seriamente el curso de la especulación filosófica[10], sino que ciertos filósofos neoescolásticos llegaron a afirmar como evidencia indiscutible que la noción de filosofía cristiana carece de sentido[11]. En efecto: o se utiliza la filosofía para facilitar la aceptación de los dogmas religiosos, y se confundirá a la filosofía con la apologética; o bien se subordinará el valor de las conclusiones obtenidas por la razón a su acuerdo con el dogma, y se caerá en la teología; o bien, para evitar esas dificultades, habrá que decidirse resueltamente a decir que “filosofía cristiana” significa pura y simplemente “filosofía verdadera”, y entonces no se verá por qué esta filosofía habría de ser descubierta y profesada por cristianos más bien que por incrédulos o adversarios del cristianismo; o, por último, se agregará que, para ser cristiana, basta con que esta filosofía verdadera sea compatible con el cristianismo; pero si esa compatibilidad no es más que un estado de hecho, debido al desarrollo puramente racional de sus principios primeros, la relación de la filosofía al cristianismo permanece no menos extrínseca que en el caso precedente, y si esa compatibilidad resulta de un esfuerzo especial para obtenerla, volvemos a la teología o a la apologética. Estamos en el torno. Todo se desarrolla como si intentásemos definir en términos claros una noción contradictoria: la de una filosofía, es decir, de una disciplina racional, pero que al mismo tiempo sería religiosa, esto es, cuya esencia o ejercicio dependería de condiciones no racionales. ¿Por qué no renunciar a una noción que a nadie satisface? El agustinianismo admite una filosofía cristiana, con tal que se conforme con ser cristiana y renuncie a ser una filosofía; el neotomismo acepta una filosofía cristiana, siempre que se conforme con ser una filosofía y renuncie a ser cristiana; ¿no sería más sencillo disociar completamente las dos nociones y, dejando la filosofía a la razón, restituir el cristianismo a la religión?
Ante semejante concordancia de la observación de los hechos y del análisis de las nociones, parecería absurdo querer ir más allá, si no recordáramos oportunamente la complejidad de las relaciones que unen las ideas a los hechos. Es muy cierto que, simple colección de hechos, la historia nunca resuelve ninguna cuestión de derecho, pues la decisión pertenece siempre a las ideas; pero es igualmente cierto que los conceptos se inducen a partir de los hechos, de quienes se convertirán en jueces una vez inducidos. Ahora bien: es un hecho cierto que, si bien se ha deducido mucho, se ha inducido muy poco al tratar de definir la noción de filosofía cristiana; y agreguemos que se ha inducido muy poco colocándose en el punto de vista cristiano. ¿Cómo han concebido sus relaciones el pensamiento filosófico y la fe cristiana? ¿Qué conciencia tenían respectivamente de lo que daban y recibían en los cambios que se establecían entre ellos? Cuestiones inmensas, a las que no faltan respuestas tajantes, cuya investigación metódica desafía las fuerzas del pensamiento, no solo a causa de la multiplicidad de los problemas particulares que sería necesario resolver