NOTA PARA LA SEGUNDA EDICIÓN FRANCESA
El conjunto de la obra reproduce el texto de la edición de 1932, pero los dos volúmenes han sido reunidos en uno solo. Las notas, que se habían puesto al final, figuran ahora al pie de las páginas del texto. Y las notas bibliográficas, que se han dejado como antes al final del tomo, han sido completadas.
París, 7 de abril de 1943.
I.
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA CRISTIANA
NO HAY EXPRESIÓN QUE ACUDA más naturalmente al pensamiento de un historiador de la filosofía medieval como la de “filosofía cristiana”[1]. Ninguna, al parecer, pudiera provocar menos dificultades, y por consiguiente no debe extrañarnos verla empleada con tanta frecuencia. Sin embargo, pocas expresiones hay que, si bien se reflexiona, sean ciertamente más obscuras y de más difícil definición. La cuestión no es, en efecto, saber si un historiador del pensamiento medieval tiene el derecho de considerar las filosofías elaboradas por cristianos, en el transcurso de la Edad Media, separadamente de las que fueron concebidas por judíos o musulmanes. Planteado en esta forma, el problema es de orden puramente histórico y puede ser fácilmente resuelto. En justicia, no podemos aislar en la historia lo que estuvo unido en la realidad. Y dado que sabemos que el pensamiento cristiano, el pensamiento judío y el pensamiento musulmán han obrado unos en otros, mal método sería estudiarlos como otros tantos sistemas cerrados y aislados. De hecho, la investigación histórica vive de abstracciones, y cada uno de nosotros se labra en ella un dominio cuyas fronteras son las de su competencia; lo importante es no creer que las limitaciones de nuestro método sean límites de la realidad.
El verdadero problema no está ahí; es de orden filosófico, y mucho más grave. Reducido a su más simple fórmula, consiste en preguntarse si la noción misma de filosofía cristiana tiene un sentido y, subsidiariamente, si corresponde a una realidad. Naturalmente, no se trata de saber si ha habido cristianos filósofos, sino de saber si puede haber filósofos cristianos. En este sentido, el problema se plantearía del mismo modo respecto de los musulmanes y de los judíos. Todos sabemos que la civilización medieval se caracteriza por la extraordinaria importancia que en ella toma el elemento religioso. Tampoco ignoramos que el judaísmo, el islamismo y el cristianismo produjeron entonces cuerpos de doctrinas en los que la filosofía se combinaba más o menos felizmente con el dogma religioso, y que se designa con el nombre, por lo demás bastante vago, de escolástica. La cuestión está precisamente en saber si esas escolásticas, ya sean judías, musulmanas, o más especialmente cristianas, merecen el nombre de filosofías. Ahora bien: en cuanto se plantea el problema en estos términos, lejos de aparecer como evidente, la existencia y aun la posibilidad de una filosofía cristiana se vuelve problemática, a punto tal que hoy parecen concordar los partidos filosóficos más opuestos para rehusarle a esta expresión todo significado positivo.
En primer lugar, tropieza con la crítica de los historiadores, que, sin discutir a priori la cuestión de saber si puede o no haber una “filosofía cristiana”, comprueban como un hecho que, aun en la Edad Media, jamás la hubo[2]. Fragmentos de doctrinas griegas más o menos torpemente cosidos a una teología, es casi todo lo que nos han dejado los pensadores cristianos. Ora acuden a Platón, ora a Aristóteles, a menos que, aún peor, no intenten unirlos en una imposible síntesis y, como ya lo decía Juan de Salisbury en el siglo XVII, traten de reconciliar muertos que no cesaron de disputarse mientras vivieron. Nunca vemos alzar el vuelo a un pensamiento que sea a la vez profundamente cristiano y verdaderamente creador; el cristianismo, pues, no ha contribuido en nada a enriquecer el patrimonio filosófico de la humanidad.
Los filósofos nos explican la razón del hecho que los historiadores creen comprobar. Si nunca hubo una filosofía cristiana históricamente observable, es porque la noción misma es contradictoria e imposible. En la primera fila de los que comparten esta opinión debemos colocar a los que podríamos llamar racionalistas puros. Tan conocida es la opinión de estos, que apenas sería útil describirla, si su influencia no se hubiese extendido mucho más allá de lo que comúnmente se supone. Para ellos, entre la religión y la filosofía hay una diferencia de esencia, que ulteriormente hace imposible cualquier otra colaboración entre sí. No todos concuerdan sobre la esencia de la religión, lejos de ello; pero todos están acordes en afirmar que no es del orden de la razón, y que a su vez la razón no podría depender del orden de la religión. Ahora bien: el orden de la razón es precisamente el de la filosofía. Hay, pues, una independencia esencial de la filosofía respecto de todo lo que no es ella, y particularmente con relación a ese irracional que es la Revelación. Nadie pensaría hoy en hablar de una matemática cristiana, o de una biología cristiana, o de una medicina cristiana. ¿Por qué? Porque la matemática, la biología y la medicina son ciencias, y la ciencia es radicalmente independiente de la religión, tanto en sus conclusiones como en sus principios. La expresión “filosofía cristiana” no es, sin embargo, menos absurda[3], y lo único que debe hacerse es abandonarla.
Naturalmente, en nuestros días no encontraríamos un solo neoescolástico que admitiera que no hay ninguna relación entre la filosofía y la religión; sin embargo, nos equivocaríamos si creyésemos que una oposición absoluta los separa a todos del racionalismo tal cual acaba de ser descrito. Al contrario: aun cuando en otro plano mantienen expresamente relaciones necesarias, algunos admiten las premisas de la argumentación racionalista, y otros hasta tienen el valor de aceptar la conclusión. Lo que esos neoescolásticos niegan es que ningún pensador cristiano haya conseguido constituir una filosofía, pues sostienen que santo Tomás de Aquino fundó una; pero no sería menester apremiarlos mucho para que reconocieran que es la única[4], y que, si es la única, es justamente porque se constituyó en un plano puramente racional. Lo que los separa de los racionalistas es, pues, un desacuerdo sobre los hechos más que una discordancia acerca de los principios, o si entre ellos hay desacuerdo sobre los principios, no se refiere a la noción misma de la filosofía, sino al lugar que le corresponde en la jerarquía de las ciencias. Mientras el racionalista puro coloca a la filosofía en la cima y la identifica con la sabiduría, el neoescolástico la subordina a la teología, única que merece plenamente el nombre de sabiduría; pero ¿por qué ciertos neoescolásticos piensan que, aun subordinada a la teología, su filosofía permanece esencialmente idéntica a la que no reconoce ninguna Sabiduría por encima de ella? ¿Cómo explicar semejante actitud?
Si pudiéramos preguntar a los pensadores de la Edad Media qué derechos se reconocen al título de filósofos, obtendríamos respuestas muy diferentes. En primer lugar, algunos responderían sin duda que es un título del que no se preocupan de ningún modo, porque tienen otro, el de cristianos, que les dispensa de ello. Pudieran citarse, para apoyarlo, adversarios resueltos de la dialéctica, como san Bernardo o san Pedro Damián[5]; pero aun fuera de esos casos extremos, casi no encontraríamos más que a los averroístas para admitir la legitimidad de un ejercicio de la razón que fuese puramente filosófico y sistemáticamente sustraído a la influencia de la fe. Tal como se manifestó en los siglos XII y XIII, por ejemplo, la opinión media está bastante bien representada por san Anselmo y san Buenaventura, que, con razón además, declaran seguir a san Agustín. El ejercicio de la razón pura les parece seguramente posible; y ¿cómo dudar de ello después de Platón y Aristóteles? Pero se mantienen siempre en el plano de las condiciones de hecho en que se ejercita la razón, no en el de la definición. Ahora bien: lo cierto es que entre los filósofos griegos y nosotros ha habido la Revelación cristiana y que esta ha modificado profundamente las condiciones en que se ejercita la razón. ¿Cómo los que poseen esta revelación podrían filosofar cual si no la tuvieran? Los errores de Platón y de Aristóteles son precisamente los de la razón pura; toda filosofía que pretenda bastarse a sí misma volverá a caer en los