¿Qué debería ser, en efecto, una filosofía cristiana digna de ese nombre? Primero y ante todo la exaltación de la gloria y del poder de Dios. Él es el Ser y el Eficaz, en el sentido de que todo cuanto es no es sino por Él y que todo cuanto se hace lo hace Él. ¿Qué son, al contrario, el aristotelismo y el tomismo? Son filosofías de la naturaleza, es decir, sistemas en los cuales se supone que existen formas substanciales, o naturalezas, que son como entidades dotadas de eficacia y productoras de todos los efectos que atribuimos a la actividad de los cuerpos. Es muy natural que una filosofía pagana, como la de Aristóteles, atribuya a los seres finitos esa substancia, esa independencia y esa eficacia. Es también natural que haga depender de la existencia y de la acción de los cuerpos sobre nuestra alma el conocimiento que de ella tenemos. Pero un cristiano debiera estar mejor inspirado. Sabiendo que causar es crear, y que crear es la operación propia del ser divino, santo Tomás hubiera debido negar la existencia de las naturalezas o de las formas substanciales; relacionar a Dios solo toda la eficacia y, por la misma razón, situar en él tanto el origen de nuestros conocimientos cuanto el de nuestros actos. En una palabra: Malebranche mantiene la verdad del ocasionalismo y de la visión en Dios como piezas esenciales de una filosofía verdaderamente cristiana y fundada en la idea de la omnipotencia.
Fácilmente pudieran multiplicarse los ejemplos y mostrar qué verdadera obsesión ejerció sobre la imaginación de los metafísicos clásicos el Dios creador de la Biblia. Citar a Pascal sería facilitarse demasiado el partido, puesto que en gran parte sería citar a san Agustín; pero quizá olvidemos demasiado el preguntarnos qué quedaría del sistema de Leibniz, si por la imaginación le suprimiésemos los elementos propiamente cristianos. Ni siquiera quedaría la posición de su problema fundamental, el del origen radical de las cosas y de la creación del universo por un Dios perfecto y libre. Por esa noción del ser perfecto se inicia el Discurso de metafísica; y con una justificación de la providencia divina, y hasta con una invocación al Evangelio, concluye ese tratado cuya importancia capital en la obra de Leibniz no puede ser contestada: «Los antiguos filósofos conocieron muy poco esas verdades importantes; solo Jesucristo las expresó divinamente bien, y de manera tan clara y familiar, que los espíritus más toscos las concibieron; por eso su Evangelio cambió enteramente la faz de las cosas humanas»[15]. Esas no son palabras de un hombre que cree colocarse después de los griegos como si nada hubiese existido entre ellos y él. Otro tanto pudiera decirse de Kant, si no olvidáramos tan a menudo de completar su Crítica de la razón pura con su Crítica de la razón práctica. Y aun pudiera decirse lo mismo de alguno de nuestros contemporáneos[16].
Pues un hecho curioso y muy digno de observación es que, aun cuando han dejado de reconocer su parentesco con La ciudad de Dios y el Evangelio, como Leibniz no vacilaba en hacerlo, nuestros contemporáneos no han dejado de sufrir su influencia. Muchos de ellos viven de lo que ya no conocen. Como ejemplo no citaré más que un solo caso, pero característico entre todos: el de Mr. W. P. Montague, cuyo Belief Unbound acaba de ser publicado[17]. Luego de haber notado el hecho de que en la conciencia de los hombres en las épocas primitivas de la historia surgen espontáneamente hipótesis groseras, Mr. W. P. Montague agrega que entonces vemos producirse un fenómeno extraño, «el más extraño quizá y el más retrógrado en toda la cultura humana, que consiste en trastrocar esas hipótesis groseras de nuestros ignorantes antepasados en dogmas proclamados por la omnisciencia divina». Así es como la Biblia cristiana, que se presenta y pretende imponerse como una revelación divina, no es más que un cuerpo de creencias populares, una muestra de folklore indebidamente divinizado. He ahí la creencia reducida a la esclavitud que Mr. Montague se esfuerza por liberar y nos pide que colaboremos en su liberación. Necesita un nuevo Dios prometeico, como él le llama, «y lo que esta concepción prometeica de Dios significa, es que el santo espíritu de Dios, si a alguno fuese dado sentirlo, no sería solo coraje para fortificamos en nuestra debilidad y consolación para confortamos en la tristeza... sino fuerza y luz, y gloria más allá de la que teníamos y de cuanta hayamos tenido».
No es posible predicar mejor, con su causa y razón. Si eso es lo que nos reserva la nueva fe por fin liberada del folklore de la Biblia cristiana, la Universidad de Yale bien hubiera podido substituir por una lectura pública de san Juan y de san Pablo las D. H. Terry Lectures; y si, como cree Mr. W. P. Montague, el nuevo Dios difiere del antiguo en que afirma la vida en vez de negarla, nos vemos constreñidos a preguntamos qué sentido puede haber conservado la noción de cristianismo en el espíritu de nuestros contemporáneos. En realidad, la nueva religión de Mr. Montague es un caso bastante bonito de folklore bíblico complicado con folklore griego; toma por ideas filosóficas nuevas ciertos vagos recuerdos del Evangelio, leído en la infancia y que algo en él se rehúsa a olvidarlo sin que se dé cuenta de ello.
Hay, pues, algunas razones históricas para poner en duda la separación radical de la filosofía y de la religión en los siglos posteriores a la Edad Media; en todo caso es muy justo preguntarse si la metafísica clásica no se ha nutrido de la substancia de la revelación cristiana mucho más profundamente de lo que se dice. Plantear la cuestión en esta forma, es sencillamente plantear en otro terreno el mismo problema de la filosofía cristiana. Si por la revelación cristiana se han introducido ideas filosóficas en la filosofía pura; si algo de la Biblia y del Evangelio ha pasado a la metafísica; en una palabra: si no es posible concebir que los sistemas de Descartes, de Malebranche o de Leibniz hubieran podido constituirse tales cuales son si la influencia de la religión cristiana no hubiese obrado en ellos, es infinitamente probable que la noción de filosofía cristiana tiene un sentido, porque la influencia del cristianismo sobre la filosofía es una realidad.
Quien se convence de esta realidad puede adoptar dos actitudes acerca de ella. Puede admitir con A. Comte que la metafísica caerá en desuso como las teologías de las que no es sino la sombra. O puede comprobar que, como la teología ha sobrevivido a su oración fúnebre, la metafísica seguirá por mucho tiempo inspirándose en ella. Esta es, según creemos, una perspectiva más verdadera, porque concierta mejor con la vitalidad persistente del cristianismo, y no vemos en qué pudiera contristar a quienes creen en el porvenir de la metafísica. Sea lo que fuere en lo porvenir, esa es la lección que se desprende del pasado. «Sin duda —decía profundamente Lessing—, cuando fueron reveladas, las verdades religiosas no eran racionales, pero fueron reveladas para que llegaran a serlo»[18]. No todas, quizá, pero al menos algunas, y ese es el sentido de la cuestión a la cual las lecciones siguientes intentarán hallar la respuesta. Al comienzo de esa investigación, nuestro primer deber será interrogar a los filósofos cristianos mismos sobre el sentido de la filosofía cristiana; es lo que vamos a hacer preguntándoles qué beneficio hallaba su razón inspirándose en la Biblia y en el Evangelio.
[1] Sobre la noción de “filosofía cristiana” y su historia, véanse, al final de este tomo, las Notas bibliográficas para servir a la historia de la noción de “filosofía cristiana”.
[2] Véase Bibliografía. Textos de M. Scheler, y de Ê. Bréhier.
[3] Véase Bibliografía, L. Feuerbach.
[4] Véase Bibliografía, P. Mandonnet, y M.-D. Chenu.
[5] El teologismo puro de san Pedro Damián equivale a una negación radical de la filosofía cristiana, puesto que su esencia es eliminar la filosofía en beneficio de la teología. La vida del cristiano no tiene sino un fin: lograr su salvación. La salvación se