Por lo demás, esa es la causa oculta de las dificultades con que tropiezan los intérpretes de Platón, en sus esfuerzos por acercar al Dios cristiano su noción de lo divino. Se han gastado tesoros de ingeniosidad en esa empresa[10]. Unas veces identifican al Demiurgo del Timeo con la idea del Bien de La República, lo cual solo conduce a hacer de ese Demiurgo el Bien y no el Ser[11], cosa que, por lo demás, el mismo Platón nunca hizo[12]. Otras veces quieren reunir en un ser único, que no existe en Platón, la suma de la divinidad, y entonces ya no se sabe qué hacer con esa divinidad difusa que se encuentra por doquier en los seres, más particularmente en las Ideas, como si, en esta doctrina, los dioses no fuesen lo más divino que hay. Pero una dificultad del mismo género espera a los intérpretes de Aristóteles y es la que ahora conviene examinar. ¿Ha tenido éxito este en la difícil operación que consiste en dar cabida, en los cuadros del politeísmo griego, al Ser único del Dios cristiano?
Ciertamente, no faltan textos para apoyar una respuesta afirmativa a esta pregunta. ¿No habla Aristóteles de una esencia soberanamente real, trascendente al orden de las cosas físicas, situada por consiguiente más allá de la naturaleza, y que sería Dios? Parece, pues, que aquí hemos de hallamos verdaderamente ante una teología natural cuyo objeto propio sería, como él mismo lo dice, el “ser en cuanto ser” Metaf., I, i, 1003 a 31), el ser por excelencia (A2, 2, 994 b 18), la substancia siempre en acto y necesaria (A, 1071 b 19 y 1072b 10), en fin, ese Dios que santo Tomás encontrará tan fácilmente en las fórmulas de Aristóteles sin tener jamás que modificarlas en nada. Y, ciertamente, si en las fórmulas de Aristóteles no se hallase nada del Dios cristiano, santo Tomás nunca lo hubiese encontrado. Pudiera decirse que en cierto sentido es difícil acercársele más sin alcanzarlo; pero no es una razón suficiente para decir que lo alcanza. La verdad es que Aristóteles ha comprendido netamente que Dios es, entre todos los seres, el que merece por excelencia el nombre de ser; pero su politeísmo le impedía concebir lo divino como algo más que el atributo de una clase de seres. En él ya no se puede decir, como en Platón, que todo lo que es es divino, pues reserva la divinidad al orden de lo necesario y de la actualidad pura; pero, si su Primer Motor inmóvil es el más divino y el más ser de los seres, entonces sigue siendo uno de los “seres en cuanto seres”. Nunca se dará el caso que su teología natural deje de tener por objeto propio una pluralidad de seres divinos; y eso bastaría para distinguirla radicalmente de la teología natural cristiana. En él, el ser necesario es siempre un colectivo; en los Cristianos, es siempre un singular[13]. Y vayamos más allá todavía. Aun cuando se concediera, contra todos los textos, que el ser de Aristóteles en cuanto ser es un ser único, aún quedaría que ese ser no sería nada más que el acto puro del pensamiento que se piensa. Sería todo eso, pero nada más que eso, y, por lo demás, ese es el motivo por el cual los atributos del Dios de Aristóteles se limitan estrictamente a los del pensamiento. En buena doctrina aristotélica, el primer nombre de Dios es pensamiento y el ser puro se reduce al pensamiento puro; en buena doctrina cristiana, el primer nombre de Dios es el ser. Y porque no se le puede rehusar al Ser ni el pensamiento, ni la voluntad, ni la potencia, es por lo que los atributos del Dios cristiano excederán en cualquier sentido a los del dios de Aristóteles. No se alcanza la noción cristiana del Ser mientras se levantan estatuas a Zeus y a Deméter.
En presencia de esos laboriosos tanteos del pensamiento filosófico, ¡cuán directa parece en su método y sorprendente en sus resultados la vía seguida por la revelación bíblica!
Para saber qué es Dios, es a Dios mismo a quien Moisés se dirige. Queriendo conocer su nombre, se lo pregunta, y esta es la contestación: Ego sum qui sum. Ait: sic dices filiis Israel: qui est misit me ad vos (Éxodo, III, 14). Aquí también, ni una palabra de metafísica, pero Dios ha hablado, la causa se entiende, y el Éxodo es el que sienta el principio del cual quedará suspendida en lo sucesivo toda la filosofía religiosa. A partir de ese momento queda entendido de una vez por todas que el ser es el nombre propio de Dios y que, según la palabra de san Efrén repetida más tarde por san Buenaventura, ese nombre designa su esencia misma[14]. Ahora bien: es decir que el vocablo ser designa la esencia de Dios y que Dios es el único de quien esa palabra designa la esencia, es decir que en Dios la esencia es idéntica a la existencia y que es el único en quien la esencia y la existencia sean idénticas. Por eso, refiriéndose expresamente al texto del Éxodo, santo Tomás de Aquino declarará que entre todos los nombres divinos hay uno que es eminentemente propio de Dios, y este es Qui est, justamente porque no significa nada más que el ser mismo: non enim significat forman aliquam, sed ipsum esse[15]. Principio de inagotable fecundidad metafísica del que todos los estudios que seguirán no harán sino considerar las consecuencias. No hay más que un Dios y ese Dios es el ser: tal es la piedra angular de toda la filosofía cristiana, y no fue Platón, no fue Aristóteles, fue Moisés quien la sentó.
Para darse cuenta de su importancia, la vía más corta es quizá la de leer las primeras líneas del De primo rerum omnium principio de Duns Escoto: «Señor, Dios nuestro, cuando Moisés te preguntó, como al Doctor muy verídico, qué nombre te habría de dar delante de los hijos de Israel; sabiendo lo que de Ti puede concebir el entendimiento de los mortales y develándole tu bendito nombre, le respondiste: Ego sum qui sum: eres, pues, el Ser verdadero; eres el Ser total. Eso lo creo; pero eso es también, si me fuera posible, lo que yo quisiera saber. Ayúdame, Señor, a buscar qué conocimiento del verdadero ser que eres alcanzará mi razón natural, empezando por el ser que tú mismo te has atribuido»[16]. Nadie puede superar la plenitud de semejante texto, puesto que nos entrega a un tiempo el método de la filosofía cristiana y la verdad primera de la que todas las demás derivan. Aplicando el principio agustiniano y anselmiano del Credo ut intelligam, Duns Escoto coloca en el comienzo de su especulación metafísica un acto de fe en la verdad de la palabra divina; como Atenágoras, es al lado de Dios donde quiere instruirse respecto de Dios. No se invoca a ningún filósofo como intermediario entre la razón y el supremo Maestro; pero inmediatamente después de la fe empieza la filosofía. El que cree que Dios es el ser ve en seguida por la razón que no puede ser sino el ser total y el ser verdadero. Veamos, a nuestra vez, cómo esas circunstancias están implicadas en ese principio.
Cuando Dios dice que es el ser, si lo que él dice tiene para nosotros un sentido racional cualquiera, estriba en primer lugar en que el nombre que se ha dado significa el acto puro de existir. Ahora bien: ese acto puro excluye a priori todo no-ser. Así como el no-ser no posee absolutamente nada del ser ni de sus condiciones, así también el Ser no está afectado de ningún no-ser, ni actualmente, ni virtualmente, ni en sí, ni desde nuestro punto de vista[17]. Aun cuando lleve en nuestro lenguaje el mismo nombre que el más general y el más abstracto de nuestros conceptos, la idea del Ser significa, pues, algo radicalmente diferente. Puede ocurrir, y este es un punto sobre el que pronto volveremos, que nuestra aptitud para concebir el ser abstracto no deje de tener conexión con la relación ontológica que nos suspende a Dios; pero Dios no nos invita a plantearlo como un concepto, ni siquiera como un ser cuyo contenido sería el de un concepto. Más allá de todas las imágenes sensibles y de todas las determinaciones conceptuales, Dios se asienta como el acto absoluto del ser en su pura actualidad. El concepto que de él tenemos, débil análogo de una realidad que le excede por todos lados, no puede enunciarse explícitamente sino en este juicio: el Ser es el Ser, posición absoluta de lo que, estando más allá de todo objeto, contiene en sí la razón suficiente de los objetos. Por eso puede decirse con razón que el exceso mismo de positividad que oculta a nuestros ojos al ser divino es sin embargo la luz que ilumina todo lo demás: ipsa caligo summa est mentis illuminatio[18].
A partir de ese punto, en efecto, nuestro pensamiento conceptual va a moverse alrededor de la simplicidad divina para imitar su inagotable riqueza por una multiplicidad de interpretaciones complementarias. Mientras tratamos de expresar a Dios tal cual es en sí, no podemos sino repetir con san Agustín el nombre divino que Dios mismo nos ha enseñado: non aliquo modo est, sed est, est[19].