Considerado desde el primer punto de vista, el ser puro está dotado de una suficiencia absoluta, en virtud de su actualidad misma. La idea de que lo que es el ser por definición pueda recibir cualquier cosa de afuera es contradictoria, pues lo que tuviera que recibir faltaría a su actualidad. Así, decir que Dios es el ser equivale a sentar su aseidad. Aun hay que entenderse sobre el sentido de esta expresión. Dios es por sí en un sentido absoluto, es decir, que a título de Ser goza de completa independencia tanto desde adentro como desde afuera. Así como no extrae su existencia sino de sí, no puede depender en su ser de no sabemos qué esencia interna que tendría en sí el poder de engendrarse en la existencia. Si él es essentia, es porque ese vocablo significa el acto positivo mismo por el cual el Ser es, como si esse pudiera engendrar el participio presente activo essens, de donde derivaríase la essentia[20]. Cuando san Jerónimo dice que Dios es su propio origen y la causa de su propia substancia, no quiere decir, como lo hará Descartes, que Dios se pone en cierto modo en el ser por su omnipotencia como por una causa, sino que no hay que buscar fuera de Dios ninguna causa de la existencia de Dios[21]. Ahora bien: esta aseidad completa de Dios trae como corolario inmediato su absoluta perfección.
Puesto que, en efecto, Dios es el ser por sí, y puesto que la noción que de él tenemos excluye radicalmente el no-ser con la dependencia que de ellos se deriva, es menester que la plenitud de la existencia se halle en él completamente realizada. Dios es, pues, el ser puro en su estado de completo acabamiento, como puede serlo aquello a lo cual nada puede agregarse ni desde adentro, ni desde afuera. Aún más: no es perfecto de una perfección recibida, sino de una perfección, si decirse puede, existida, y es por donde la filosofía cristiana se distinguirá siempre del platonismo, por más que se esfuercen en identificarlos. Aun cuando se admitiera que el verdadero dios de Platón es la Idea del Bien, tal como la describe en La República (509 B), no se alcanzaría todavía como término supremo sino un inteligible, fuente de todo el ser, por el hecho de ser fuente de toda inteligibilidad. Ahora bien: la primacía del Bien, tal como la concibió el pensamiento griego, obliga a subordinarle la existencia; en tanto que la primacía del ser, tal como la ha concebido el pensamiento cristiano bajo la inspiración del Éxodo, obliga a subordinarle el bien[22]. La perfección del Dios cristiano es, pues, la que conviene al ser en cuanto ser y que el ser asienta al asentarse; no es porque es perfecto, sino que es perfecto porque es, y justamente esta diferencia fundamental, casi imperceptible en su origen, es la que va a brillar en sus consecuencias, cuando haga salir de la perfección misma de Dios su ausencia total de límites y su infinitud.
Lo que es por sí y no hecho se ofrece, en efecto, al pensamiento como el tipo mismo de lo inmóvil y de lo acabado. El ser divino es necesariamente eterno, puesto que la existencia es su esencia misma; no es menos necesariamente inmutable, puesto que nada podría agregársele o quitársele sin destruir su esencia al mismo tiempo que su perfección; es, en fin, reposo, como un océano de substancia íntegramente presente a sí y para quien la noción misma de acontecimiento estaría desprovista de sentido[23]. Pero al mismo tiempo, porque es del ser de quien Dios es la perfección, no es solo su cumplimiento y acabamiento, es también su expansión absoluta, es decir, la infinidad. En tanto que nos atenemos al primado del bien, la noción de perfección implica la de límite, y por eso los griegos anteriores a la era cristiana nunca concibieron la infinidad sino como una imperfección. Cuando, por el contrario, se asienta la primacía del ser, es bien verdad que nada puede faltar al Ser y que, por consiguiente, es perfecto, pero puesto que desde ese momento se trata de perfección en el orden del ser, las exigencias internas de la noción de bien se subordinan a las de la noción de ser, de la que no es sino un aspecto. La perfección del ser no solo exige todos los acabamientos, excluye todos los límites, engendrando por lo mismo una infinidad positiva que niega toda determinación.
Encarado bajo este aspecto, el Ser divino desafía más que nunca la estrechez de nuestros conceptos. No hay una sola de las nociones de que disponemos que no cruja, en cierto modo, cuando intentamos aplicársela. Toda denominación es limitación; ahora bien: Dios está más allá de toda limitación, luego está más allá de toda denominación, por alta que sea. En otros términos: una expresión adecuada de Dios sería Dios: por eso cuando la teología cristiana asienta una, no asienta más que una, que es el Verbo; pero nuestros verbos, por más amplios y extensivos que sean, no dicen sino una parte de lo que no tiene partes y se esfuerzan por hacer entrar en una esencia lo que, según la palabra de Dionisio, es súper esencial. Aun las ideas divinas no expresan a Dios sino quatenus, como otras tantas participaciones posibles, por consiguiente parciales y limitadas, de lo que no participa nada y excede todo límite. En ese sentido, la infinidad es uno de los caracteres principales del Dios cristiano y, después del Ser, el que le distingue de la manera más neta de todas las demás concepciones.
Nada más notable que el acuerdo de los pensadores de la Edad Media sobre ese punto. En la doctrina de Duns Escoto es quizá donde este aspecto del Dios cristiano es más fácilmente reconocible. Para él, en efecto, es una sola y misma cosa probar la existencia de Dios y probar la existencia de un ser infinito, lo que significa sin ninguna duda que, mientras no se ha establecido la existencia de un ser infinito, lo que se ha probado no es la existencia de Dios. Duns Escoto se pregunta, pues: utrum in entibus sit aliquid actu existens infinitum, en lo cual no se halla nada que no concierte con el pensamiento de santo Tomás de Aquino y de los demás filósofos cristianos de la Edad Media, aun cuando esta manera muy especial de formular el problema da al aspecto que estudiamos un carácter de evidencia bastante llamativo. Parte, en efecto, de la idea de ser para probar que se debe necesariamente establecer un ser primero; de su cualidad de primero, deduce que ese ser es incausable; de que es incausable, deduce que ese primer ser existe necesariamente. Pasando luego a las propiedades del ser primero y necesario, Duns Escoto prueba que es causa eficiente, está dotado de inteligencia y de voluntad, que su inteligencia abarca lo infinito y que, dado que se confunde con su esencia, su esencia envuelve lo infinito: Primum est infinitum in cognoscibilitate, sic ergo et in entitate. Demostrar semejante conclusión es, según el Doctor franciscano, establecer el concepto más perfecto que para nosotros sea concebible, es decir, el más perfecto que nos sea posible tener respecto de Dios: conceptum perfectissimum conce ptibilem, vel possibilem a nobis haberi, de Deo[24].
Sin embargo, conviene agregar que san Buenaventura y santo Tomás se entienden perfectamente con Duns Escoto, para afirmar la subsistencia de un ser respecto del cual el eleatismo y el heraclitismo absolutos son igualmente vanos, porque aquel trasciende simultáneamente el más intenso dinamismo actual y el más acabado estatismo formal. Aun en aquellos cuyo pensamiento parece complacerse con el aspecto de acabamiento y de perfección que caracteriza al Ser puro, se descubre fácilmente la presencia del elemento “energía”, que sabemos es inseparable de la noción de acto. En este sentido, santo Tomás mismo, que habla de Dios en el puro lenguaje de Aristóteles, está sin embargo muy lejos del pensamiento de Aristóteles. El “acto puro” del peripatetismo lo es solo en el orden del pensamiento; el de santo Tomás lo es en el orden del ser, y por eso hemos visto que es a la vez infinito y perfecto. Ya sea, en efecto, que no se quiera hacer retroceder más allá de todo límite la realidad de un acto tal, ya sea que no se quiera encerrar sobre sí misma la perfección de su acabamiento, se reintroduce en él la virtualidad y se destruye del mismo golpe su esencia. «Lo infinito —dice Aristóteles— no es aquello fuera de lo cual no hay nada, sino, al contrario, aquello fuera de lo cual siempre hay algo»[25]. Lo infinito del Dios tomista es precisamente aquello fuera de lo cual no hay nada, y por eso después de habernos dicho que el verdadero nombre de Dios es ser, porque ese nombre no significa ninguna forma determinada —non significat formam aliquam—, santo Tomás escribe tranquilamente en fórmulas aristotélicas esta declaración, de la que podemos preguntarnos si Aristóteles la habría comprendido: porque Dios es forma, es el ser infinito —cum igitur Deus ex hoc infinitus sit, quod tantum forma vel actus est[26]—. Santo Tomás no ignora que la forma en cuanto tal es principio de perfección y acabamiento: perfectio autem omnis ex forma est, y precisamente por eso