Lo mismo sucede en lo que respecta a Aristóteles; y la afirmación no debe sorprendemos, porque el cristianismo ha penetrado tanto en la historia de la filosofía como en la filosofía misma. Ciertos pormenores de la vida de Aristóteles debieran, sin embargo, llamar la atención sobre este aspecto de su doctrina. El hombre que dispuso por testamento que la imagen de su madre fuera consagrada a Deméter y que se erigieran en Estagira, como él lo había prometido a los dioses, dos estatuas de mármol altas de cuatro codos, una a Zeus Sóter y la otra a Atenea Soteira[5], ciertamente jamás salió de los cuadros del politeísmo tradicional. Aquí también, obsérvese bien, la cuestión no está en saber si Aristóteles contribuyó en gran parte o no a preparar la noción filosófica del Dios cristiano. Lo sorprendente, al contrario, es que luego de ir tan lejos por la buena vía, no la siguiera hasta el cabo; pero es un hecho, y como tal lo consigno, que se detuvo en camino.
Cuando hablamos del dios de Aristóteles para compararlo al Dios cristiano, entendemos hablar del motor inmóvil, separado, acto puro, pensamiento del pensamiento, descrito por él en un texto célebre de la Física (VIH, 6). Más tarde hemos de volver sobre el sentido que conviene atribuirle. Por ahora solo se trata de recordar que el primer motor inmóvil está muy lejos de ocupar en el mundo de Aristóteles el lugar único reservado al Dios de la Biblia en el mundo judeo-cristiano. Volviendo al problema de la causa de los movimientos en la Metafísica (XII, 8), Aristóteles comienza evocando el recuerdo de las conclusiones anteriormente establecidas por la Física: «Según lo que se ha dicho, está claro que hay una substancia eterna, inmóvil y separada de las cosas sensibles. Se ha mostrado igualmente que esta substancia no puede tener ninguna extensión, pero que es impasible e inmutable, puesto que todas las demás especies de cambio son imposibles sin cambio de lugar. Se ve, pues, claramente, por qué el primer motor posee esos atributos». Nada mejor, al parecer. Una substancia inmaterial, separada, eterna, inmóvil, ¿no es ese exactamente el Dios del cristianismo? Quizá; pero leamos la frase siguiente: «No debemos descuidar la cuestión de saber si conviene suponer una substancia de ese género, o más de una, y, en la segunda hipótesis, cuántas hay». Luego de eso empieza sus cálculos para establecer, por razones astronómicas, que ha de haber, bajo el primer motor, cuarenta y nueve, o quizá hasta cincuenta y cinco motores todos separados, eternos e inmóviles. Así, aun cuando el primer motor inmóvil sea el único en ser primero, no es el único en ser un motor inmóvil, es decir, una divinidad. Aunque solo hubiese dos, ya sería bastante para probar que, «a pesar de la supremacía del Pensamiento primero, el politeísmo todavía impregna profundamente el espíritu del Filósofo»[6]. En una palabra: aun considerado en sus más eminentes representantes, el pensamiento griego no alcanzó esa verdad esencial que entrega de un solo golpe y sin sombra de prueba la sentencia de la Biblia: «Audi Israel, Dominus Deus noster, Dominus unus est» (Deut., VI, 4).
Podría muy bien ocurrir que estas palabras no hayan tenido inmediatamente, en el espíritu de quienes las oían, el sentido pleno y neto que ofrecen hoy a un filósofo cristiano. El pueblo de Israel quizá no haya alcanzado sino progresivamente la clara conciencia del monoteísmo y de su verdad profunda[7]; empero, lo que no deja lugar a ninguna duda es que, si hubo algún progreso del pensamiento judío sobre ese punto, ese progreso estaba terminado desde hacía mucho cuando el cristianismo heredó la Biblia. A quien le pregunta cuál es el mayor mandamiento de la Ley, Jesús responde inmediatamente por la afirmación fundamental del monoteísmo bíblico, como si todo lo demás siguiera de ahí: «El primero de todos los mandamientos es este: Escucha, Israel; el Señor tu Dios es el Dios único» (Marcos, XII, 29). Ahora bien: ese Credo in unum Deum de los cristianos, artículo primero de su fe, apareció al mismo tiempo como una evidencia racional irrefragable. Que, si hay un Dios, ese Dios es único, he ahí lo que a partir del siglo XVII nadie se tomará siquiera el trabajo de demostrar, como si se tratase de un principio inmediatamente evidente. Sin embargo, los griegos no pensaron en ello. Lo que los Padres jamás dejaron de afirmar como una creencia fundamental, porque Dios mismo se lo dijo, es una de esas verdades racionales, y la primera de todas en importancia, que no han entrado en la filosofía por el conducto de la razón. Quizá lograríamos hacer comprender mejor la naturaleza de ese fenómeno, cuya influencia sobre el desarrollo de la especulación filosófica fue decisiva, si uniéramos el problema de la esencia de Dios al de su unicidad.
Las dos cuestiones son, en efecto, conexas. Si los filósofos griegos nunca saben exactamente cuántos dioses hay, es porque no tienen de Dios esa idea precisa que hace imposible admitir más de uno. Los mejores de ellos se libran, por un esfuerzo admirable, del materialismo que el politeísmo griego acarreaba consigo; hasta los vemos jerarquizar a los dioses y subordinar los de la fábula a dioses metafísicos, que a su vez se ordenan bajo un dios supremo; pero ¿por qué no le reservan a ese dios supremo la divinidad en propiedad y de modo exclusivo? La respuesta a esa pregunta hay que buscarla en el concepto que se forman de su esencia.
Verdad es que la interpretación de la teología natural de Platón plantea problemas difíciles. Excelentes helenistas, y que al mismo tiempo son filósofos, han sostenido con energía que el platonismo se elevó a una idea de Dios prácticamente indiscernible de la del cristianismo. Según el más firme defensor de esta tesis, el verdadero pensamiento de Platón es que «el grado de divinidad es proporcional al grado de ser; el ser más divino es, pues, el ser más ser; luego el ser más ser es el Ser universal o el Todo del ser». Después de eso, ¿cómo no comprender que τδχαντελώςov en Platón, es el ser universal, es decir, Dios, ese mismo Dios del que Fenelón dirá en su Tratado de la existencia de Dios (II, 52) que encierra en sí «la plenitud y la totalidad del ser», y del que Malebranche, en su Investigación de la Verdad (IV, 11), dirá que su idea es «la idea del ser en general, del ser sin restricción, del ser infinito»?
Nada más literalmente exacto que establecer semejante relación de textos; pero tampoco hay nada más engañoso. El χαντελώς δν de El sofista (248 E), es, en efecto, la totalidad del ser en lo que tiene de inteligible y, por consiguiente, de real; empero lo que quiere significar, es la negativa de seguir a Parménides de Elea en su esfuerzo por negar la realidad del movimiento, del devenir y de la vida. En ese sentido, es muy cierto decir que Platón restituye al ser todo lo que, al poseer un grado cualquiera de inteligibilidad, posee un grado cualquiera de realidad[8]. Pero desde luego Platón ni siquiera nos dice que su “ser universal” sea Dios[9]; y aun suponiendo que se le identifique a Dios, a pesar del silencio de Platón sobre ese punto, todo lo que se puede extraer de esa fórmula es que el dios platónico reúne en sí la totalidad de lo divino como reúne en sí la totalidad del ser. Basta relacionar los dos pensamientos que estamos comparando para ver estallar una profunda divergencia de sentido bajo la comunidad de las fórmulas. Según Platón, «el grado de divinidad es proporcional al grado de ser»; pero no hay grado de divinidad para un cristiano, pues solo Dios la posee. Para Platón,