Cuando se reflexiona en el sentido de esa noción, aparece claro que había de engendrar, tarde o temprano, una nueva prueba de la existencia de Dios: la que se designa desde Kant con el nombre de argumento ontológico, de la cual a san Anselmo corresponde el honor de haber sido el primero en dar una fórmula definida. Aun los que rehúsan al pensamiento cristiano toda originalidad creadora hacen en general algunas reservas en favor del argumento de san Anselmo, que, desde la Edad Media, no ha dejado de reaparecer bajo las formas más diversas en los sistemas de Descartes, Malebranche, Leibniz, Spinoza, y aun en el de Hegel. Nadie discute que no haya huellas de él en los griegos, pero nadie parece haberse preguntado por qué los griegos nunca pensaron en ello[28], ni por qué, al contrario, es muy natural que fueran los cristianos quienes primero lo concibieran.
La respuesta a esta pregunta aparece con evidencia en seguida de planteada. Para filósofos tales como Platón y Aristóteles, que no identifican a Dios y el ser, resulta inconcebible que de la idea de Dios se pueda deducir la prueba de su ser; para un filósofo cristiano como san Anselmo, preguntarse si Dios es, es preguntarse si el Ser existe, y negar que sea es afirmar que el Ser no existe. He ahí por qué su pensamiento estuvo mucho tiempo asediado por el deseo de encontrar una prueba directa de la existencia de Dios, que se fundara en el solo principio de contradicción. El argumento es bastante conocido para eximimos de relatarlo en detalle, pero su sentido no siempre es claro en el espíritu de los mismos que lo refieren: la inconcebilidad de la no-existencia de Dios no tiene sentido sino en la perspectiva cristiana en que Dios se identifica con el ser y donde, por consiguiente, es contradictorio pretender que se le piensa y que se le piensa como no existiendo.
Si, en efecto, dejamos a un lado el mecanismo técnico de la prueba del Proslogion, por el cual no profeso excesiva admiración, veremos que aquella se reduce esencialmente a lo siguiente: que existe un ser cuya necesidad intrínseca es tal que se refleja en la idea misma que de él tenemos. Dios existe en sí tan necesariamente que, aun en nuestro pensamiento, no puede no existir: quod qui bene intelligit, utique intelligit idipsum sic essey ut nec cogitatione queat non esse[29]. El yerro de san Anselmo, y sus sucesores lo han visto bien, fue no darse cuenta de que la necesidad de afirmar a Dios, en lugar de constituir en sí una prueba definitiva de su existencia, no es sino un punto de apoyo que permite inducirlo. En otros términos: el desarrollo analítico por el cual hace salir de la idea de Dios la necesidad de su existencia no es la prueba de que Dios existe, pero puede ser el dato inicial de esa prueba, pues puede intentarse demostrar que la necesidad misma de afirmar a Dios postula, como su única razón suficiente, la existencia de Dios. Lo que san Anselmo no hizo sino presentir, otros debían necesariamente llegar a manifestarlo. San Buenaventura, por ejemplo, vio muy bien que la necesidad del ser de Dios quoad se es la única razón suficiente concebible de la necesidad de su existencia quoad nos. Que quien quiera contemplar la unidad de la esencia divina —dice— fije primero la mirada en el ser mismo: in ipsum esse, y vea que el ser mismo es en sí tan absolutamente cierto que no puede ser pensado como no siendo: et videat ipsum esse adeo in se certissimum, quod non potest cogitari non esse[30]. Toda la metafísica buenaventuriana de la iluminación se halla tras ese texto, dispuesta a explicar por una irradiación del ser divino sobre nuestro pensamiento la certidumbre que tenemos de su existencia. Otra teoría del conocimiento, pero no menos cuidadosamente elaborada, es también la que justifica la misma conclusión en Duns Escoto. Según este, el objeto propio del intelecto es el ser; ¿cómo, pues, podríamos dudar de lo que el intelecto afirma del ser con evidencia plenaria, es decir, la infinidad y la existencia?[31]. En fin, si salimos de la Edad Media para llegar al origen de la filosofía moderna, con Descartes y Malebranche, se comprueba que el descubrimiento de san Anselmo sigue manifestando su fecundidad. En Descartes particularmente se puede observar con interés que las dos maneras posibles de probar a Dios a partir de su idea se encuentran sucesivamente intentadas. En la V Meditación, intenta de nuevo, después de san Anselmo, el paso directo de la idea de Dios a la afirmación de su existencia, pero ya en la III Meditación había tratado de probar la existencia de Dios como causa necesaria de la idea que de Él tenemos. Y es también la vía que sigue Malebranche, para quien la idea de Dios está en nosotros como una señal dejada por Dios mismo en nuestra alma. En los notables textos donde el filósofo del Oratorio, al analizar nuestra idea general, abstracta y confusa del ser, muestra que ella es la marca de la presencia del Ser mismo en nuestro pensamiento, prolonga auténticamente una de las vías seguidas por la tradición filosófica cristiana por alcanzar a Dios: si Dios es posible, es real; si se piensa en Dios, menester es que sea[32].
Sea lo que fuere de sus prolongaciones modernas, el pensamiento cristiano y medieval debe ser considerado como uno en su afirmación del primado metafísico del ser y en la afirmación de la identidad de la esencia y de la existencia de Dios que de ello se deriva. Esta unidad, cuya importancia es capital, no se afirma solo sobre el principio sino también sobre todas las consecuencias que de ahí se siguen necesariamente en el dominio de la ontología. Pronto veremos desarrollarse algunas de las más importantes, especialmente en lo que concierne las relaciones del mundo con Dios. Al contrario, el acuerdo nunca se hizo hasta hoy sobre la legitimidad de una prueba del Ser por la idea que de él tenemos. Entre los filósofos cristianos, los que siguen la tradición de san Anselmo tienden siempre a considerar esta prueba como la mejor, o aun a veces como la única posible. Pero ellos mismos parecen asediados por una doble preocupación y, por decirlo así, solicitados por una doble virtualidad: o bien asentarse sobre el valor ontológico de la evidencia racional, y entonces se sostiene, como lo hacen el san Anselmo del Proslogion o el Descartes de la V Meditación, que una existencia real corresponde necesariamente a la afirmación necesaria de una existencia; o bien construir una ontología sobre el contenido objetivo de las ideas, y entonces se induce la existencia de Dios como única causa concebible de su idea, vía que abrieron san Agustín y el san Anselmo del De veritate y en la que entraron tras ellos san Buenaventura, Descartes y Malebranche. No es este el lugar de discutir el valor respectivo de esos dos métodos, tanto más cuanto que pronto habremos de compararlos con un tercero; pero quizá se me permita indicar que, por razones que más tarde se verán con mayor claridad, la vía de san Agustín y de san Buenaventura es la que en mucho me parece la mejor. Probar que la afirmación de la existencia está analíticamente implicada en la idea de Dios es, según la observación de Gaunilon, probar que Dios es necesario, si existe, pero no es probar que existe[33]. Al contrario, la cuestión de saber cuál es la razón suficiente de un ser capaz de concebir la idea de ser y de leer en ella la inclusión necesaria de la existencia en la esencia es un interrogante que permanece abierto en cualquier epistemología sea cual fuere. Construir una metafísica sobre la base de la presencia en nosotros de la idea de Dios sigue siendo, pues, una empresa siempre legítima, con tal que no se plantee como una deducción a priori a partir de Dios, sino como una inducción a posteriori a partir del contenido de la idea que de él tenemos. Quizá no fuera imposible mostrar que en ese sentido el método tomista es necesario para traer el método agustiniano a la plena conciencia de su carácter propio y de las condiciones legítimas de su ejercicio; pero es este un punto que se desprenderá de sí mismo cuando hayamos considerado aparte la vía hacia Dios seguida por santo Tomás de Aquino.
[1] CONDORCET, Tableau historique des progrès de Vesprit humain. París, G. Steinheil, 1900, p. 87.
[2] H. DIELS, Die Fragmente der Vorsokratiker, 3.ª ed. Berlín, 1912, t. I, p. 62, fr. 23, y p. 63, fr. 25.
[3] P. DECHARME, La critique des traditions religieuses chez les Grecs. París, 1904, p. 47.
[4] P. DECHARME, op. cit., p. 217.