El poder tiene una tendencia innata a concentrarse y a crecer hasta el riesgo de la hipertrofia, cuando tiende a hacerse menos benéfico y más dañino y corruptor. Es conocida la máxima: “todo poder corrompe; el poder absoluto corrompe absolutamente” (Lord J. Acton, “Essays on freedom and power”). El ejercicio del poder se materializa a través de la persuasión y la intimidación. La dinámica de estas acciones permite la configuración de un proceso de manifestación del poder que va desde la máxima concentración hasta la mayor dispersión, determinando diferentes formas de jerarquía. Desde una perspectiva sistémica, la concentración de poder, a su vez, presenta ciertas características: la concentración en un ámbito tiende a desplazarse hacia otros ámbitos de potencial competencia; una elevada concentración del poder aumenta la vulnerabilidad del sistema en su conjunto; la distribución del poder está en relación con la red de comunicación desde la cual se ejerce el poder.
El Gobierno
En términos generales entendemos al gobierno como una dimensión del Estado, como el conjunto de personas que ejercen el poder en el seno del Estado, que gobiernan el Estado (gobernantes). La evolución histórica del Estado y las formas de gestión del poder público, nos lleva a señalar que, en la actualidad, más que personas se trata de órganos, siendo el gobierno un conjunto de órganos a los que se les confiere el ejercicio del poder público. Recuerda el politólogo italiano Lucio Levi: “…en toda comunidad política es posible encontrar un conjunto de funciones estables y coordinadas, ligadas al uso del monopolio de la fuerza, en los que descansa el poder de decidir de manera determinante la orientación política” (46).
El término “gobierno” tiene diferentes acepciones en la cultura política de origen latino y en la anglosajona. En la primera, el gobierno se entiende de modo amplio como “régimen político”, es decir, el conjunto de instituciones que regulan la lucha por el poder y el ejercicio del poder, en el marco de las instituciones que regulan esas actividades; mientras en la tradición inglesa, el gobierno es concebido como “administración” y funciones propias del gabinete o secretarías de estado.
Cuando nos referimos al gobierno, apelamos a la función de la sociedad que ordena y reglamenta el ejercicio del poder, por lo tanto, la función de gobernar es anterior incluso a la forma del Estado que conocemos a partir del siglo XVI; la idea del gobierno está asociada a la jefatura necesaria que posibilita la gestión de los conflictos en la sociedad, imponer reglas y tomar decisiones para mantener la cohesión del grupo, imprimiendo una direccionalidad a los procesos sociales, y fundamentalmente, de acuerdo con J. Bodin, tiene la capacidad de ejercer la soberanía cuya titularidad reside en el Estado. Al respecto, afirma Lucio Levi: “…el gobierno se define como el órgano en que se manifiesta el poder estatal en toda su plenitud … (aunque) desde el punto de vista sociológico se comprueba que en los estados modernos …los centros de poder a los que de ordinario está subordinado el gobierno, en última instancia, son el partido o la coalición de partidos de gobierno” (47).
Por lo tanto, el ejercicio del poder y la formación de consensos, constituyen los momentos dialécticos que hacen al funcionamiento del gobierno en el marco de la institucionalidad provista por el Estado. El gobierno es la expresión de la racionalización del poder, el gobierno reglamenta y organiza el ejercicio del poder y, en tal sentido, se despersonaliza y se transforma en una función del Estado.
El gobierno tiene funciones políticas, en calidad de poder ejecutivo y funciones de administración que se desarrollan a través de las agencias gubernamentales. Nos referimos aquí a las dimensiones de la “decisión” política que corresponde al órgano ejecutivo en el marco de la formulación de las políticas públicas y también, a la implementación de las mismas a cargo del aparato administrativo. En los últimos años, la creciente complejidad que asume el desarrollo de las sociedades, exige mayor especialidad y aun racionalidad técnica de parte de las estructuras de gobierno. Si bien existe una jerarquía entre la función política y administrativa del gobierno, se observa una mayor interrelación y concurrencia entre ambas, lo que genera una complementación entre las lógicas política y técnica.
El creciente desarrollo y expansión de las políticas públicas está llevando a mayor comunicación entre la esfera política que fija prioridades, toma decisiones y diseña las políticas públicas y, a su vez, la administración burocrática encargada de la ejecución de las mismas. Este fenómeno fue abordado de un modo sistemático por el economista y planificador chileno Carlos Matus, a través de la vinculación dinámica entre los tres aspectos fundamentales de la problemática del gobierno: el “proyecto de gobierno”, la “capacidad del gobierno” y la “gobernabilidad del sistema”. Gobernar, dice el autor, exige articular estas variables como si se tratara de una conexión triangular donde se produce un circuito de constante retroalimentación y reproducción de un proceso de equilibrio dinámico y sistémico.
En ese caso, el proyecto de Gobierno se refiere al contenido de los planes de Acción, cuyo contenido propositivo es producto no sólo de las circunstancias e intereses del actor que gobierna sino además de su capacidad de gobernar, incluida su capacidad para comunicar a la ciudadanía la problemática que trasunta la realidad, y proponer de un modo eficaz las respuestas y anticipaciones para alcanzar los objetivos, atendiendo a las condiciones de gobernabilidad del sistema (48).
Gobernabilidad y Gobernanza en la democracia del siglo XXI
En los últimos años asistimos al uso frecuente del término “Gobernabilidad” para caracterizar las tensiones que experimentan los regímenes democráticos, sometidos a crecientes y novedosos desafíos del contexto social. Sin embargo, no escapa cierta diversidad de acepciones que se le atribuyen desde los foros políticos, hasta el punto de volverlo demasiado equívoco y hasta ambiguo, en virtud de lo cual algunos autores han caracterizado a este concepto como un “cajón de sastre”, respecto del cual se puede decir de todo y al mismo tiempo tener la sensación de un vacío de significado.
Desde una perspectiva histórica podemos ubicar el surgimiento de dicho concepto a mediados de la década de los años setenta, más precisamente, en el texto del I Informe de la “Trilateral Commission” en 1975; en este documento, el término “gobernabilidad” es utilizado para caracterizar la crisis de las democracias industriales, debido a los cambios ocasionados por la combinación de las crisis financiera y energética que tienen lugar durante la primera mitad de la década.
En aquel contexto, la preocupación de los gobiernos occidentales y Japón está enfocada en los impactos socioeconómicos y las amenazas que constituyen los procesos inflacionarios y sus efectos, en términos de recesión económica, crecimiento del desempleo y la necesidad de imponer restricciones fiscales, todo lo cual habría de afectar a los niveles de bienestar alcanzados en esos países desde la II posguerra. Sonaba el final para los “felices 25” y la emergencia de una problemática novedosa, de carácter estructural, que iba a comprometer el desarrollo futuro del capitalismo industrial al tiempo que se esperaban cambios drásticos en los procesos de producción y de distribución de la riqueza en el mundo desarrollado.
El nuevo escenario determinaba la necesidad de repensar y más aun, de sustituir las categorías de análisis con las cuales se había pensado el modelo democrático, asociado al crecimiento de las economías y a niveles de bienestar que parecían no tener fin y constituían un modelo eficiente de desarrollo e integración social, contrastando con las limitaciones que presentaban los regímenes del “Socialismo Real”. El desencadenamiento de la crisis financiera en 1971 con motivo de la devaluación intempestiva del dólar, asociada a la crisis energética, derivada del aumento del precio del crudo por decisión unánime de la OPEP, ponía de relieve la volatilidad de los mercados de capital y la dependencia de las economías industriales respecto de los productores de materias primas.
El equilibrio económico y social que hizo posible el desarrollo democrático