La aparición de la “Cuestión Social”, responde a una toma de conciencia que recién se produce a partir de la Revolución Industrial y que está determinada por las transformaciones del sistema productivo y de las relaciones sociales del trabajo que ponen de relieve las necesidades y carencias generadas por las formas de explotación económica y el desplazamiento masivo de poblaciones hacia los centros fabriles y urbanos que da lugar a los fenómenos de: hacinamiento, accidentes y muertes en los procesos de trabajo. Esta nueva realidad impone a los gobiernos una problemática novedosa y en las sociedades va despertando la conciencia en torno a la idea de la “previsión social”.
El advenimiento del capitalismo industrial se manifiesta en una ruptura de lazos, costumbres y solidaridades sociales que caracterizaron durante siglos el devenir de las comunidades cimentadas sobre vínculos orgánicos y permanentes anclados en la tradición. Este proceso marcará el final de la concepción “organicista” de las sociedades, mientras que la evidencia de las fracturas que atraviesan el cuerpo social planteará, a los Estados, los nuevos problemas de reconstituir las bases de unidad y de integración en el seno de las sociedades.
Para responder a las nuevas situaciones, en el imperio prusiano, el canciller Bismark crea –1883-1889– el sistema de previsión social que incluía un seguro obligatorio contra la invalidez, y por razones de muerte y enfermedad; Inglaterra, a su vez, avanza en la legislación social, del mismo modo que otros países entre los que se cuentan Dinamarca, Suiza y Bélgica. Las diversas iniciativas que se desarrollan en el continente europeo desde mediados del siglo XIX dieron forma a las primeras políticas sociales dictadas en un contexto de protestas y rebeliones populares que se generalizaron en la mayoría de los países; éstas fueron percibidas como verdaderas amenazas por los gobiernos conservadores de la época que temían el avance del socialismo y la desestabilización del orden político; razón por la cual, resultaba imprescindible asegurar la paz social, transfiriendo al Estado la responsabilidad por la seguridad social de sus habitantes.
Entre los años veinte y el inicio de la II guerra, los regímenes liberales en el mundo occidental experimentarán procesos de crisis políticas que en algunos casos resultarán en episodios revolucionarios de alta intensidad que habrán de cambiar el mapa político, económico y social de Europa. La revolución bolchevique (1917) y la revolución en Alemania (1919) son algunos ejemplos del problemático devenir de los acontecimientos en Europa y EE.UU. que serán el epicentro de la primera gran crisis económica internacional (1929) y preludio de nuevos experimentos políticos y sociales (Fascismo y Nazismo) que cambiarán las coordenadas geopolíticas en el mundo occidental, al tiempo que determinarán el fin del orden liberal, articulado sobre el principio del equilibrio espontáneo del mercado resumido en el famoso: “laissez faire, laissez passer” y sobre la creencia de que eran suficientes las funciones de vigilancia del Estado para asegurar el crecimiento económico y el bienestar social. Las disparidades estructurales generadas por el desarrollo del capitalismo resultaron en una generalización del conflicto social y político que desencadenó la lógica implacable de la solución beligerante.
Una buena síntesis está expresada en la caracterización de los comienzos del Estado de Bienestar que hace Gloria Regonini: “Es necesario llegar a la Inglaterra de los años cuarenta para poder encontrar una afirmación explícita del principio fundamental del Estado de Bienestar: independientemente de sus ingresos, todos los ciudadanos –en cuanto tales– tienen el derecho a ser protegidos –con pagos en efectivo o con servicios– en situaciones de dependencia de largo plazo (vejez, invalidez) o de breve plazo (enfermedad, desempleo, maternidad). El eslogan de los laboristas ingleses de 1945, ‘la parte justa para todos’, resume con eficacia el concepto universal de las prestaciones del Estado de bienestar” (29).
De modo progresivo, en la medida que se va afianzando el capitalismo industrial y se expande la nueva clase del proletariado, especialmente concentrado en los asentamientos urbanos, habrá una necesidad creciente de que los estados generalicen el control de los riesgos en sus poblaciones y atiendan a las demandas de los movimientos sindicales, fortaleciendo al mismo tiempo sus estructuras de imposición fiscal para financiar la asistencia a las nuevas demandas de integración y promoción de los colectivos sociales. Los períodos de la post 1 y 2 guerras mundiales, serán particularmente prolíficos en materia de legislación y políticas sociales orientadas a generar mayores niveles de bienestar de las poblaciones en Europa y también en los denominados “países en vías de desarrollo” que experimentarán complejos procesos de descolonización y democratización desde la segunda posguerra hasta mediados de la década de los años setenta del siglo XX.
Este Estado de Bienestar ha sido juzgado por unos como la racionalización del capitalismo para perfeccionar el dominio de la burguesía; para otros, este Estado corroe las bases de la sociedad libre desarrollando una peligrosa tendencia hacia la burocratización de la vida colectiva mediante la reglamentación estatalista; es la opinión de los clásicos del liberalismo económico (F. Hayek, Von Mises) (30).
En América Latina, las condiciones para el surgimiento de una institucionalidad política orientada a responder a la “cuestión social”, aunque diferencialmente según los países, se hicieron relevantes con posterioridad a la crisis económica de 1929 y como contracara de la ampliación de los mercados de exportación y en algunos casos, junto al desarrollo industrial generado por la sustitución de importaciones. Los efectos sociales, debido a la ampliación del mercado de trabajo y la conformación del proletariado industrial, se tradujeron en nuevas demandas socioeconómicas y movilizaciones protagonizadas por actores colectivos de reciente formación. El desarrollo organizativo de las masas de trabajadores catapultó cambios en los sistemas políticos del continente que fueron de diferente naturaleza e intensidad. Sin embargo, el desarrollo del Estado Nación, con una mayor proyección sobre la problemática social, fue dando lugar a la institucionalización de nuevos derechos y actores colectivos que redefinieron el sentido de los procesos democráticos en el contexto de crecientes conflictos con los núcleos hegemónicos del poder económico y político.
Durante los años cincuenta y sesenta, las sociedades latinoamericanas experimentaron procesos intensos de modernización que presionaron por adecuaciones estructurales y de las instituciones estatales comenzando a prefigurarse diversas expresiones del Estado de Bienestar. Niveles crecientes de empleo, surgimiento de una clase media que hizo posible la expansión del sistema educativo y servicios sociales universales, al tiempo que se facilitó el acceso a la vivienda y al consumo de bienes durables, constituyeron las principales dimensiones de un sistema de bienestar amparado por regímenes políticos que promovían la integración de su población por la vía de la democracia de masas.
Los países latinoamericanos experimentaron el impulso del desarrollo económico y, también, las expectativas por la continuidad y el perfeccionamiento de un modelo que seguía los patrones de crecimiento occidental, a través de los flujos de inversiones directas del capital externo y de las transferencias de tecnología que permitieron, en varios países, la conformación de un empresariado industrial de escala mediana y la progresiva expansión del consumo interno. En ese contexto, los estados, en términos generales, efectivizaron su cobertura territorial y social, desarrollaron nuevos servicios y más especializados para atender demandas sociales diversas, perfeccionaron sus modos de intervención y de negociación con los colectivos de intereses sectoriales y se plantearon, en diverso grado, el perfeccionamiento de la representación política ampliada.
La crisis internacional de mediados de la década de los años setenta se tradujo en una sucesión de golpes de estado y dictaduras en América Latina que marcaron el punto final en el fortalecimiento de los estados orientados al crecimiento de las potencialidades productivas de sus economías nacionales y al bienestar de la población. El debilitamiento de los estados como actores estratégicos en la definición autónoma de sus modelos de crecimiento, en un contexto de creciente internacionalización de las relaciones económicas, imprimirá una direccionalidad regresiva a las democracias del continente hasta finales del siglo XX, impidiendo que se realicen las transformaciones estructurales necesarias para un desarrollo económico integrado y autónomo.