Al autor le preocupa distinguir esta segunda configuración que, a diferencia de la primera, no está inscripta en la problemática de la lucha de clases, determinante para el surgimiento de los fascismos europeos durante la primera mitad del siglo XX. Por el contrario, el “corporatismo” (37) responde más bien a una necesidad funcional de las democracias de bienestar que amplían el espectro de la representación a los intereses socioeconómicos y sectoriales; la participación de los sindicatos y otros grupos de presión configura este fenómeno que en el caso de América Latina se complementa con el espectro de representación que incluye a los nuevos movimientos de participación social, portadores de intereses crecientemente diferenciados.
En este marco y en la medida en que el funcionamiento del Estado democrático experimenta las consecuencias sociales y económicas de la globalización capitalista, se ponen de relieve dos dimensiones críticas; por una parte, lo que podríamos caracterizar como “crisis de legitimidad”, que afecta a los modos de la representación política donde los partidos han pedido centralidad en esa función y compiten con otras formas organizativas para agregar preferencias de la ciudadanía; por otra parte, una “crisis de racionalidad”, en cuanto los partidos han perdido capacidad relativa para incidir y negociar con los gobiernos las agendas de políticas públicas en función de las preferencias ciudadanos y de objetivos consensuados en el largo plazo.
Sistemas de partidos
Un sistema de partidos se caracteriza por el modo en que se estructuran y articulan entre sí los diferentes partidos políticos que lo conforman. Las dimensiones que lo constituyen son: la cantidad de estructuras, el modo de relacionamiento recíproco, el tamaño relativo, las ubicaciones respectivas en función de las variables ideológicas y estratégicas, las relaciones con el contexto socioeconómico y el sistema político.
Respecto de la cantidad, se distinguen: sistemas de partido único, bipartidismo, multipartidismo –pluralismo–; considerando los regímenes electorales en cada caso, pueden darse regímenes para la distribución de cargos por “mayoría simple” o de “representación proporcional” (38).
Giovanni Sartori (39), en función de criterios de competición para una tipología más dinámica, distingue entre: sistemas de partido único (la Ex-Unión Soviética, China, Cuba); Sistemas de Partido Hegemónico (PRI –México– hasta fines de los años 90); Sistemas de Partido Dominante (India –Congress Party–); Sistemas Bipartidistas (Estados Unidos, Gran Bretaña); Sistemas Pluralistas, distinguiendo entre: Pluralismo Moderado y Pluralismo Polarizado.
Las diferentes situaciones de bipartidismo o multipartidismo pueden configurar extremos, sea “bipartidismos” con riesgos de polarización o en su contrario de fragmentación electoral para casos de multipartidismo, ambos con efectos críticos sobre la estabilidad democrática (40). En este sentido, se puede mencionar las conexiones entre los procesos de fragmentación que dan lugar al multipartidismo y los correspondientes a la dinámica de polarización, pudiendo configurarse situaciones de crisis o inestabilidad democráticas.
Esta tipología establece la mayoría de las combinaciones posibles aplicado a regímenes democráticos durante el siglo XX, sin embargo, en la actualidad asistimos a situaciones de mayor complejidad que requieren nuevas tipologías para el análisis.
Otros autores (41) introdujeron el criterio de competitividad (competitivo/no competitivo) e ideológico (ideológico/pragmático). Tipología aplicada para distinguir entre la propensión a la alternancia o a la hegemonía, tendencias que pueden ser cruzadas por la variable ideológica en términos de mayor o menor identidad ideológica requerida.
A pesar de ello, la tipología de Sartori mantiene su vigencia para analizar la dinámica de la competencia entre partidos, distinguiendo entre la competencia centrípeta, característica de los pluralismos moderados de la competencia centrífuga que afecta a los pluralismos extremos.
Con referencia a América Latina, los procesos de fragmentación y polarización ideológica constituyen rasgos presentes en los sistemas de partidos. Estos fenómenos son el resultado de las rupturas democráticas del siglo XX y sus efectos a nivel del sistema político que se reflejan en el bajo nivel de institucionalización, la volatilidad de las lealtades partidarias, la propensión al presidencialismo y el desencanto ciudadano por la ineficacia en las gestiones de gobierno.
Sin embargo, desde principios del siglo XXI se observan tendencias a pluralismos moderados que posibilitan la formación de mayorías parlamentarias en apoyo de los gobiernos. Esto ha redundado en mayor estabilidad de los gobiernos y los procesos democráticos, aunque con tensiones y conflictos que no han superado los límites de la competencia partidista. Por otra parte, la creciente participación de las organizaciones sociales y poblacionales está modificando los modos de formular e implementar las políticas públicas vinculadas a la integración de sectores sociales más afectados por la crisis del modelo neoliberal a fines de los años noventa.
Finalmente, cabe señalar que los procesos de transformación en los sistemas de partidos están asociados a la expansión de la ciudadanía y la participación de los movimientos sociales que disputan el monopolio de la mediación política a cargo de los partidos; por otra parte, a la relevancia de liderazgos personalistas que conspiran contra el fortalecimiento de las instituciones representativas; al rol determinante de los medios de comunicación masivos y al papel de las redes sociales que crea la posibilidad de la participación virtual de la ciudadanía, en el sentido de una apelación más directa a las autoridades.
Legitimidad
Cuando nos referimos al concepto de legitimidad podemos distinguir, en principio, dos acepciones; una que aborda la noción desde una perspectiva más general que la comprende como legalidad, en el sentido de la norma racional que asiste a la decisión política; desde otro lado, definimos a la legitimidad como el atributo esperado en el ejercicio del poder político y mensurable por el grado de consenso que la sociedad presta a las decisiones de orden político.
Nos interesa, en especial, la “legitimidad política” en tanto constituye el modo de gestionar lo político generando reconocimiento y obediencia a las decisiones y mandatos que emanan del poder político institucionalizado, en un contexto donde éste se abstiene de recurrir a la amenaza de la coerción. Una referencia ineludible está determinada por los Tipos Ideales formulados por Max Weber en cuanto a las fuentes de Legitimidad; la que está fundada en un Orden –Norma– Racional Legal, la debida a la Tradición y la legitimidad que deviene del Carisma, atributos extraordinarios del jefe o gobernante.
Llegamos a la política como la capacidad de brindar seguridad frente a la arbitrariedad de la violencia desatada por el conflicto. La política no sería otra cosa que el intento por convertir la lucha anárquica en combate regulado, a través de la dominación legítima. “Legitimidad –dice Pasquino– como atributo del Estado que consiste en la existencia en una parte relevante de la población de un grado de consenso tal que asegure la obediencia sin que sea necesario, salvo en casos marginales, recurrir a la fuerza” (42).
En este marco, también se puede referir al concepto de legitimidad aplicado a los regímenes políticos a través de una doble caracterización; por una parte, la que tiene que ver con el modo de elección de los gobernantes;