La problemática planteada por la relación “Estado y Sociedad”, se manifiesta en una dinámica permanente de tensiones que están destinadas a resolverse en el terreno de la política en su doble dimensión: institucional y como práctica de relaciones sociales en torno al fenómeno del poder. La dicotomía responde a la vieja contraposición entre el país real, para algunos el “estado de naturaleza”, y el país donde rigen las normas y las reglas. En este marco, podemos afirmar que sin el presupuesto que representa la potencia de una legalidad que obliga a todos por igual, la sociedad civil es inconcebible. Como sostiene Habermas: “…después de asegurarse una legitimidad como sujeto moral, la sociedad civil adquiere progresivamente un rol de sujeto público: con su articulación en partidos y grupos de interés activos para condicionar la voluntad general, se coloca como constitución material de la esfera pública” (13). Es importante prestar atención a la dinámica de las relaciones entre el Estado y la sociedad, atendiendo al proceso de constante reconfiguración de ambas realidades. Lejos estamos de una visión estática, determinada por las funciones que puedan ser atribuidas a una y otra, como lugares específicos donde se construye la institucionalidad y de otra parte, el proceso de socialización, en términos de integración de individuos, comportamientos y expectativas. En efecto, la aparición del Estado moderno en el siglo XVII determina la configuración de una sociedad civil que se define al mismo tiempo como contraposición y complemento; contraposición porque la sociedad civil planteará una limitación a la potencia del Estado absoluto y complemento porque ambas realidades adquieren sentido a partir de su reciprocidad. “Después de la ruptura revolucionaria –que supuso la “gloriosa revolución” inglesa en el siglo XVII y la revolución francesa en el siglo XVIII– será la sociedad civil quien funcionará como motor de la innovación y el Estado como elemento de estabilización” (14).
En nuestros días, la sociedad civil se define como la esfera de las relaciones individuales, grupos, clases, fuera de las relaciones de poder que caracterizan al Estado. También, como el espacio donde se activan las demandas sociales y la movilización de las fuerzas sociales que disputan e influyen en la toma de decisiones del poder político. Norberto Bobbio sostenía: “En una primera aproximación se puede decir que la sociedad civil es el lugar donde surgen y se desarrollan los conflictos económicos, sociales, ideológicos, religiosos, que las instituciones estatales tienen la misión de resolver mediándolos, previniéndolos o reprimiéndolos” (15).
Se trata de realidades definidas teóricamente que oscilan entre modos de cooperación y de conflicto. Un modelo de cooperación se define por una perspectiva funcionalista que atribuye a cada esfera, características específicas que sin embargo se complementan en el funcionamiento de un todo, de una unidad comprensiva, donde la cooperación surgirá de la división de funciones y el cumplimiento específico de las mismas. Es una visión de complementación aunque esconde una dinámica dialéctica de mutua imbricación y crecimiento.
Hay básicamente dos miradas, una que atribuye cierta preponderancia al Estado, a lo normativo, a lo institucional como ordenador de lo que fluye en la sociedad, impulsado por las pasiones, intereses y expectativas de la gente. Es la necesidad de imponer el orden al desorden que caracteriza a la sociedad civil como deriva de la naturaleza. En esta línea, aparece como necesaria una potencia absoluta que opere como fundamento de la ley.
Para la sociología evolutiva, de raigambre liberal, la sociedad es resultado de un proceso de complejización creciente de las interacciones entre los individuos que a su vez se orientan recíprocamente en función de sus expectativas. La visión opuesta considera a la sociedad como el resultado de un proceso de sociabilidad determinado por la realidad del poder; en este caso, es la materialización del poder determinado socialmente. No olvidamos que toda sociedad se reconoce en el modo histórico de ejercicio del poder y en las determinaciones que este ordena.
En los últimos tiempos, la distinción entre lo privado y lo público se hace cada vez más difícil, en la medida que los procesos de urbanización y globalización, en el contexto de la creciente dominancia comunicacional, sitúa al individuo en un complejo de interacciones que van restringiendo la dimensión de lo privado en función de una creciente participación en lo público. Aquella dinámica de tensiones y contradicciones entre la instancia del poder político y la acción colectiva, se expresa por una expansión de lo social, como terreno de libertades y derechos al tiempo que este proceso va incorporando de modo creciente a la esfera de lo público necesidades e intereses que antes eran considerados propios de la órbita privada.
De esta manera, la sociedad civil disputa, cada vez más, la legitimidad que exhibe el poder político con el ánimo de recuperar cuotas de ese poder para ampliar la capacidad de intervención de la sociedad civil sobre sí misma, en términos de nuevos consensos que expanden la práctica democrática. En este sentido, el Estado como espacio institucionalizado del poder político es objeto de impugnaciones en tanto sistema de dominación, a la vez que se le reclama más eficacia y efectividad en la coordinación y fortalecimiento de las políticas públicas que además son reclamadas como objetos de evaluación por parte de la sociedad civil.
Como bien asegura el politólogo español Juan Linz (16), las condiciones estructurales, de naturaleza socioeconómica, no explican, por sí mismas, las crisis de los regímenes políticos. Estas tienen determinantes y causas propias que responden, al menos, a tres factores: la Legitimidad, percibida por la sociedad y que los gobiernos pueden erosionar con sus propios comportamientos al confundir aceptación social con legitimidad. En segundo lugar, la Eficacia, medida en términos de la capacidad del gobierno para formular decisiones oportunas sustentadas en consensos mínimos. Por último, la Efectividad, que está en relación con la capacidad del gobierno para alinear los organismos administrativos en función de la aplicación de las políticas.
La evolución del Estado Moderno
“Todos los estados, todas las dominaciones que ejercieron y ejercen imperio sobre los hombres, fueron y son repúblicas o principados.” (17)
En torno al concepto de “Estado”
En una perspectiva histórica cabe una mirada extendida en cuanto a la trayectoria del Estado como forma política específica que abarca desde la Antigüedad hasta nuestros días. En la antigüedad, los imperios egipcio y persa, junto a la demos griega, son casos representativos de un concepto amplio de Estado, en la medida que se trata de procesos y realidades cuya característica central ha sido la gestión del poder respecto de una población específica y en un territorio determinado.
En tal sentido, es aplicable el concepto a las diversas realidades sociopolíticas que se sucedieron a lo largo de la evolución histórica, aunque una definición más específica nace para caracterizar la aparición del Estado Nación que surge en la modernidad como resultado de la finalización de las guerras de religión que tuvieron lugar en Europa durante el siglo XVI y XVII. Aquel proceso determinará un cambio profundo, de dimensión civilizatoria, que con sucesivas transformaciones se extiende hasta nuestros días.
Tal como lo señalamos en las páginas precedentes, de un modo genérico podemos decir que el Estado surge para garantizar las normas mínimas de convivencia y de cooperación básica que permitan cierta previsibilidad para la vida en sociedad. En este marco, el Estado moderno ha evolucionado como una institución de carácter político que integra un cuadro administrativo encargado de conservar la pretensión del monopolio legítimo de la coerción física para el mantenimiento del orden vigente.
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