Tales son los argumentos por los que Empédocles, Demócrito y, puede decirse, todos los demás se han sometido a semejantes opiniones. Empédocles afirma que un cambio en nuestra manera de ser varía igualmente nuestro pensamiento:
El pensamiento existe en los hombres como consecuencia de la impresión del momento.
Y en otro pasaje dice:
Siempre tiene lugar en razón de los cambios que se operan en los hombres, el cambio en su pensamiento.
Parménides se expresa de idéntica forma:
Como es en cada hombre la organización de sus miembros flexibles, tal es igualmente la inteligencia de cada hombre; porque es la naturaleza de los miembros la que forma el pensamiento de los hombres en todos y en cada uno: cada grado de la sensación es un grado del pensamiento.
Se refiere también de Anaxágoras, que enviaba esta sentencia a algunos de sus amigos: “Los seres son para ustedes tales como los conciban”. También se quiere que Homero, al parecer, tenía una opinión análoga, porque representa a Héctor delirando por efecto de su herida, tendido en tierra, obnubilada su razón; como si creyese que los hombres en delirio poseen también razón, pero que esta razón no es ya la misma. Está claro que, si el delirio y la razón son ambos la razón, los seres a su vez son a la par lo que son y lo que no son.
La consecuencia que se infiere de semejante principio es ciertamente desconsoladora. Si son estas, efectivamente, las opiniones de los hombres que mejor han visto toda la verdad posible, y son estos hombres los que la buscan con pasión y que la aman; si tales son las doctrinas que profesan sobre la verdad, ¿cómo emprender sin desaliento los problemas filosóficos? Buscar la verdad, ¿no sería ir en busca de sombras que desaparecen?
Lo que promueve la opinión de estos filósofos es que, al considerar la verdad en los seres, no han admitido como seres más que las cosas sensibles. Y bien, lo que se encuentra en ellas es principalmente lo indeterminado y aquella especie de ser al que nos hemos referido antes. Además, la opinión que profesan es verosímil, pero no verdadera. Esta apreciación es más equilibrada que la crítica que Epicarmo hizo de Jenófanes. Finalmente, como ven que toda la naturaleza sensible está en constante movimiento, y que no se puede juzgar de la verdad de lo que cambia, pensaron que no se puede determinar nada verdadero sobre lo que cambia sin cesar y en todos sentidos. De estas consideraciones nacieron otras doctrinas llevadas más lejos todavía. Por ejemplo, la de los filósofos que se dicen de la escuela de Heráclito; la de Cratilo, que llegaba hasta creer que no es necesario decir nada. Se contentaba con mover un dedo y consideraba como reo de un crimen a Heráclito, por haber dicho que no se puede pasar dos veces un mismo río; en su opinión no se puede ni una sola vez.
Convendremos con los partidarios de este sistema, en que el objeto que cambia les da en el acto mismo de cambiar un justo motivo para no creer en su existencia. Todavía es posible discutir este punto. La cosa que cesa de ser participa todavía de lo que ha dejado de ser, y necesariamente participa ya de aquello que nace o se hace. En general, si un ser perece, habrá aún en él ser; y si nace, es indispensable que aquello de donde sale y aquello que le hace nacer tengan una existencia, y que esto no siga así hasta el infinito.
Pero dejemos aparte estas consideraciones y hagamos notar que cambiar bajo la relación de la cantidad y cambiar bajo la relación de la cualidad no son una misma cosa. Admitimos que los seres, bajo la relación de la cantidad no persisten; pero es por la forma como conocemos lo que es. Podemos dirigir otra objeción a los defensores de esta doctrina. Observando estos hechos por ellos escrutados solo en el corto número de los objetos sensibles, ¿por qué entonces han aplicado su sistema a todo el orbe? Este espacio que nos envuelve, el lugar de los objetos sensibles, único que está sometido a las leyes de la destrucción y de la producción, no es más que una porción no válida, por decirlo así, del Universo. De forma que hubiera sido más justo absolver a este bajo mundo en favor del mundo celeste, que no condenar el mundo celeste a causa del primero. Por último, como se observa, podemos repetir aquí una observación que ya hemos realizado. Para refutar a estos filósofos no hay más que demostrarles que existe una naturaleza inmóvil, y convencerles de su existencia.
Además, la consecuencia de este sistema es que, pretender que el ser y el no-ser existen a la vez, es admitir el eterno reposo más bien que el movimiento eterno. No existe, en efecto, cosa alguna en que puedan transformarse los seres, puesto que todo existe en todo.
Respecto a la verdad, muchas razones evidencian que no todas las apariencias son verdaderas. De inmediato, la sensación misma no nos engaña sobre su objeto propio; pero la idea sensible no es igual que la sensación. Además, con razón debemos extrañar que esos mismos de quienes hablamos continúen en la duda frente a interrogantes como las siguientes: ¿Las magnitudes, así como los colores, son realmente tales como se muestran a los hombres que están lejos de ellas, o como los ven los que están cerca? ¿Son tales como se muestran a los hombres sanos o como se muestran a los enfermos? ¿La pesantez es tal como parece por su peso a los de débil complexión o bien lo que parece a los hombres robustos? ¿La verdad es lo que se ve durmiendo o lo que se ve durante la vigilia? Nadie, por cierto, cree que sobre todos estos puntos quepa la menor incertidumbre. ¿Hay alguno, que soñando que está en Atenas, en el acto de hallarse en África, se vaya a la mañana, dando crédito al sueño, al Odeón? Por otra parte, y Platón es quien realiza la observación, la opinión del ignorante no tiene, en verdad, igual autoridad que la del médico, cuando se trata de saber, por ejemplo, si el enfermo recobrará o no la salud. Finalmente, el testimonio de un sentido respecto de un objeto que le es extraño, y aunque se aproxime a su objeto propio, no posee un valor igual a su testimonio respecto de su objeto propio, del objeto que es realmente el suyo. La vista es la que juzga de los colores y no el gusto; el gusto el que juzga de los sabores y no la vista. Ninguno de estos sentidos, cuando se le aplica a un tiempo al mismo objeto, deja nunca de decirnos que este objeto posee o no a la vez tal propiedad. Voy más lejos todavía. No puede rechazarse el testimonio de un sentido porque en distintos tiempos esté en desacuerdo consigo mismo; el cargo debe dirigirse al ser que recibe la sensación. El mismo vino, por ejemplo, sea porque él haya cambiado, sea porque nuestro cuerpo haya cambiado, nos parecerá en verdad dulce en un instante y lo contrario en otro. Pero no es lo dulce lo que deja de ser lo que es; nunca se despoja de su propiedad esencial; siempre es verdad que un sabor dulce es dulce, y lo que tenga un sabor dulce tendrá obviamente para nosotros este carácter esencial.
Ahora bien, esta necesidad es la que destruye estos sistemas de que se trata; así como niegan toda esencia, niegan asimismo que exista nada de necesario, puesto que lo que es necesario no puede ser a la vez de una manera y otra. De manera que si hay algo necesario, los opuestos no podrían existir a la vez en el mismo ser. En general, si solo existiese lo sensible, no habría nada, porque nada puede haber sin la existencia de los seres animados que puedan percibir lo sensible; y acaso entonces sería cierto decir que no existen objetos sensibles ni sensaciones, porque todo esto es en la hipótesis una modificación del ser sensible. Pero que los objetos que causan la sensación no existen, ni aun independientemente de toda sensación, es una cosa imposible. La sensación no es sensación por sí misma, sino que hay otro objeto fuera de la sensación y cuya existencia precede necesariamente a la sensación. Porque el motor es, por su naturaleza, anterior al objeto en movimiento; incluso admitiendo que en el caso de que se trata la existencia de los dos términos es correlativa, nuestra proposición no es por eso menos cierta.
Parte VI
Analicemos una dificultad que proponen la mayoría de estos filósofos, unos de buena fe y otros por el solo gusto de disputar. Preguntan quién juzgará de la salud y, en general, quién es el que juzgará con acierto en todo caso. Ahora bien, formularse semejante pregunta equivale a preguntarse si en el mismo momento que uno la hace