Pero, por la forma de su mirada, ella vio que él sabía todo; y le habló con fría nitidez.
–El señor Ephraim Dixon, el señor Zerubbabel Hopkins, el señor Ayuda-o-muero Perkins y algunos otros piadosos clérigos, que vienen a pasar la tarde en mi casa.
Él fue hasta ella y en su rabia le pegó. Ella no levantó ni un brazo para defenderse, sino que se enrojeció un poco por el dolor y luego, corriéndose la pañoleta a un costado, miró la marca carmesí en su cuello blanco.
–Me lo merezco –dijo–. Me casé con uno de los enemigos de mi padre; uno de esos que habrían perseguido al viejo hasta matarlo. Le di al enemigo de mi padre casa y tierras, cuando vino como mendigo hasta mi puerta; seguí mi díscolo, perverso corazón en eso, en vez de hacer caso a las palabras de mi padre moribundo. ¡Pégame de nuevo y véngate de él una vez más!
Pero él no quiso, porque ella se lo pedía. Él se soltó la faja y le ató fuerte los brazos, juntos, y ella ni se resistió ni habló. Entonces, empujándola para obligarla a sentarse en el borde de la cama:
–Siéntate aquí –dijo– y escucha cómo voy a recibir a los viejos hipócritas a quienes te atreviste a invitar a mi casa: mi casa y la casa de mis ancestros, mucho antes que tu padre, un buhonero farsante, anduviera pregonando sus mercancías y estafara a hombres honestos.
Y, abriendo la ventana del aposento justo arriba de aquella escalinata de la Casa Solariega donde ella lo había esperado con su belleza de doncella tres escasos años breves antes, saludó al grupo de predicadores que entraban a caballo hasta la Casa Solariega con un lenguaje terrible tan repugnante (mi señora lo había provocado más allá de lo soportable, como ven) que los ancianos se dieron la vuelta horrorizados y regresaron lo mejor que pudieron a sus propios lugares.
Entretanto, abajo los sirvientes de sir John obedecieron las órdenes de su señor. Habían recorrido la casa, cerrado todas las ventanas, todos los postigos y todas las puertas, pero dejando todo lo demás tal como estaba: las carnes frías sobre la mesa, las carnes calientes en el asador, las jarras de plata en el aparador, todo tal como si estuviera dispuesto para un banquete; y entonces el sirviente principal de sir John, del que hablé antes, subió a decirle a su señor que estaba todo listo.
–¿Están listos el caballo y el asiento trasero? Entonces tú y yo debemos ser las criadas de mi señora. –Y aparentemente en broma para ella, pero en realidad con una profunda intención, vistieron a la indefensa mujer con sus cosas de montar todas mal puestas, y, extraño y desordenado, sir John la bajó por las escaleras; y él y su hombre la ataron al asiento trasero; y sir John se montó adelante. El hombre cerró con llave la puerta grande de la casa y los ecos del ruido metálico atravesaron la Casa Solariega vacía con un ruido ominoso–. Tira la llave –dijo sir John– bien profundo en el mero allá. Mi señora puede ir a buscarla si está así dispuesta, la próxima vez que le ponga en libertad los brazos. Hasta entonces, yo sé de quién dirán que es la Casa Solariega Morton.
–¡Sir John! Dirán que es la Casa del Diablo, y tú serás su mayordomo.
Pero la pobre señora habría hecho mejor en refrenar la lengua, pues sir John tan sólo se rio y le dijo que siguiera despotricando. Cuando pasó a través de la aldea, con su sirviente cabalgando detrás, los arrendatarios salieron y se quedaron junto a sus puertas y se compadecieron de él por tener una esposa loca, y lo elogiaron por cuidar de ella y por la oportunidad que le daba de mejorar, al llevarla a que la viera el médico del rey. Pero, en cierto modo, la Casa Solariega recibió un nombre feo; las carnes asadas y hervidas, los patos, los pollos tuvieron tiempo de reducirse a polvo, antes que algún ser humano se atreviera a entrar allí; o, de hecho, tuviera algún derecho a entrar allí, pues sir John jamás volvió a Morton; y en cuanto a mi señora, algunos dijeron que había muerto, y algunos dijeron que estaba loca y encerrada en Londres, y algunos dijeron que sir John la había llevado a un convento en el extranjero.
–¿Y qué se hizo de ella? –preguntamos nosotras, acercándonos con sigilo a la señora Dawson.
–¿Y cómo podría saberlo yo?
–Pero ¿qué piensa usted? –preguntamos con pertinacia.
–No sé decir. He oído que después de que murió sir John en la batalla del Boyne ella se liberó y volvió vagabundeando hasta Morton, a la casa de su vieja nodriza; pero, de hecho, estaba loca entonces, totalmente, y no me cabe duda de que sir John se la había visto venir. Ella solía tener visiones y sueños; y había quienes la creían una profetisa, y quienes la creían bastante chiflada. Lo que ella dijo sobre los Morton fue horrible. Los condenó a morir fuera de su tierra y a que su casa fuera arrasada, mientras buhoneros y vendedores ambulantes, como había sido la familia de ella, el padre de ella, habitaban donde antaño habían vivido los caballerescos Morton. Una noche de invierno ella salió a vagar sin rumbo y a la mañana siguiente encontraron a la pobre chiflada muerta por congelamiento en el patio del local de culto de Drumble; y el señor Morton que había sucedido a sir John la hizo enterrar decentemente donde la encontraron, al lado de la tumba de su padre.
Nos quedamos un rato calladas.
–¿Y cuándo abrieron la vieja Casa Solariega, señora Dawson? Cuéntenos, por favor.
–¡Ah!, cuando el señor Morton, el abuelo de nuestro escudero Morton, entró en posesión. Era primo lejano de sir John, un hombre mucho más tranquilo. Hizo abrir bien todas las antiguas habitaciones, y las hizo airear y fumigar; y los extraños fragmentos de comida rancia fueron recogidos y quemados en el patio; pero de algún modo aquel antiguo salón comedor tuvo siempre un olor a osario, y a nadie le gustó jamás divertirse allí, pensando en los viejos predicadores cenicientos, cuyos fantasmas podían incluso estar olfateando las carnes a lo lejos y marchando espontáneamente en tropel a un banquete, que no era aquel del cual los habían rechazado. Yo me alegré, por ejemplo, cuando el padre del escudero construyó otro comedor; y ningún sirviente de la casa quiere ir a hacer un mandado al antiguo salón comedor después del anochecer, les puedo asegurar.
–Me pregunto si la manera en que el último señor Morton tuvo que vender su tierra a la gente de Drumble tuvo algo que ver con la profecía de la antigua señora Morton –dijo mi madre, pensativa.
–En lo más mínimo –dijo la señora Dawson, cortante–. Mi señora estaba chiflada y no hay que hacer caso a sus palabras. Me gustaría ver a los hilanderos de algodón de Drumble ofreciendo comprar la tierra al escudero. Además, ahora hay un vínculo estricto. No podrían comprar la tierra si quisieran. ¡Qué pandilla de buhoneros comerciantes, la verdad!
Recuerdo a Ethelinda y miré a todas ante esa palabra “buhoneros”, que era la misma que ella había puesto en boca de sir John cuando se mofó de su esposa por el bajo nacimiento y profesión del padre. Pensamos: “Ya veremos”.
¡Ay!, ya hemos visto.
Poco después de aquella nochecita nuestra buena vieja amiga la señora Dawson murió. Lo recuerdo bien, porque Ethelinda y yo estuvimos de luto por primera vez en nuestras vidas. Un querido hermanito nuestro había muerto apenas un año antes, y entonces mi padre y mi madre habían decidido que éramos demasiado chicas, que no había ninguna necesidad de que incurrieran en gastos en trajes negros. Estuvimos de luto en el corazón por nuestro delicado queridito, ya lo sé; y hasta el día de hoy muchas veces me pregunto cómo habría sido haber tenido un hermano. Pero cuando murió la señora Dawson, se convirtió en una especie de deber que teníamos con la familia del escudero el ir vestidas de negro, y muy orgullosas y contentas estuvimos Ethelinda y yo con nuestros trajes nuevos. Recuerdo haber soñado con que la señora Dawson estaba de nuevo viva y haber llorado, porque pensé que me quitarían mi traje nuevo. Pero todo eso no tiene nada que ver con la Casa Solariega Morton.
La primera vez que cobré conciencia de la grandeza de la posición del escudero en la vida, su familia consistía en él, la esposa (una señora frágil, delicada), su único hijo, “el señorito”, como se le permitía llamarlo a la señora Dawson, “el joven