Mujeres letales. Graeme Davis. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Graeme Davis
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789876286053
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tan magnífica y orgullosa como siempre a su manera, sólo que un poco más pálida y un poco más triste. La verdad fue, según me han contado, que ella y sir John se habían quedado prendados entre sí en ese parlamento que mantuvieron en la escalinata de la Casa Solariega; ella, a la manera profunda, feroz en que recibía las impresiones de su entera vida, muy profundamente, como si se le hubieran quemado dentro. Sir John era un hombre de aspecto galante, y tenía una especie de gracia y elegancia foráneas. La manera en que a él le gustaba ella era muy distinta: la manera de un hombre, según me cuentan. Ella era una mujer hermosa a la que había que domar y hacer estar a su entera disposición; y tal vez él leyera en los reblandecidos ojos de ella que era posible conquistarla, y de ese modo todos los problemas legales en torno a la posesión de la propiedad concluían de una forma fácil y agradable. Él fue a quedarse con amigos en el vecindario; se lo veía en los paseos preferidos de ella, con el sombrero emplumado en la mano, haciéndole súplicas, y ella con aspecto más reblandecido y mucho más encantador que nunca; y finalmente, a los arrendatarios se les informó de la boda entonces próxima.

      Después que se casaron, él se quedó un tiempo con ella en la Casa Solariega y luego regresó a la corte. Dicen que el rechazo obstinado de ella a acompañarlo a Londres fue el motivo de su primera pelea; pero esas voluntades empedernidas y fuertes pelearían desde el primer día de su vida de casados. Ella dijo que la corte no era lugar para una mujer honesta; pero con seguridad sir John sabía más del asunto y ella debería haber confiado en que él se ocuparía de cuidarla. No obstante, la dejó completamente sola; y al principio ella lloró con muchísima amargura, y luego se entregó a su antiguo orgullo y fue más altanera y lúgubre que nunca. Al poco tiempo descubrió conventículos ocultos; y, como sir John jamás la privó de dinero, congregó a su alrededor a los remanentes del antiguo partido puritano y trató de consolarse con largas oraciones, sorbidas a través de la nariz, por la ausencia del marido, pero no sirvió de nada. La tratara como la tratase, ella seguía amándolo con un amor terrible. Una vez, según dicen, se puso el vestido de su doncella de servicio y se fue furtivamente a Londres a averiguar qué sería lo que lo mantenía allí; y algo vio u oyó decir que la cambió por completo, pues volvió como si se le hubiera roto el corazón. Dicen que la única persona a quien amaba con toda la fuerza feroz de su corazón había resultado falsa con ella; y si era así, ¡de qué extrañarse! En la mejor de las épocas ella no era más que una criatura lúgubre, y era un gran honor para la hija de su padre haberse casado con un Morton. No debía tener demasiadas expectativas.

      Después de su desaliento vino su religión. Todo anciano predicador puritano del país era bienvenido en la Casa Solariega Morton. Con seguridad eso era suficiente para indignar a sir John. A los Morton nunca les había interesado tener mucha religión, pero lo que tenían había sido hasta el momento bueno en su especie. De modo que, cuando vino sir John esperando un saludo alegre y una tierna muestra de amor, su dama lo exhortó y rezó por él y le citó el último texto puritano que había oído; y él la maldijo, a ella y a sus predicadores; y luego hizo un juramento mortal de que ninguno de ellos encontraría refugio ni bienvenida en ninguna casa de él. Ella lo miró con desprecio y dijo que todavía le faltaba saber en qué condado de Inglaterra se podía encontrar la casa de la que hablaba, pero que en la casa que había comprado su padre, y había heredado ella, todo aquel que predicara el Evangelio sería bienvenido, cualesquiera que fuesen las leyes que los reyes dictaran y cualesquiera que fuesen los juramentos que juraran los secuaces de los reyes. Él no respondió nada, la peor señal para ella; pero tomó una determinación al respecto; y en una hora estaba cabalgando de regreso hacia la bruja francesa que lo había cautivado.

      Antes de irse de Morton, dispuso sus espías. Anhelaba atrapar a la esposa en sus feroces garras y castigarla por desafiarlo. Ella lo había hecho odiarla con sus maneras puritanas. Contó los días hasta que llegó el mensajero, salpicado hasta lo alto de la caña de las largas botas, para decir que la señora había invitado a los farsantes predicadores puritanos del vecindario a un encuentro de oraciones y una comida y una noche de descanso en su casa. Sir John sonrió mientras le daba al mensajero cinco piezas de oro por la molestia; y de inmediato tomó caballos de posta y cabalgó largos días hasta llegar a Morton; y justo a tiempo, pues era el día mismo del encuentro de oraciones. En el interior las comidas se hacían en ese entonces a la una. La gente importante de Londres podía trasnochar y comer a las tres de la tarde más o menos; pero los Morton siempre se habían aferrado a las buenas viejas costumbres, y, como las campanas de la iglesia estaban dando las doce cuando sir John entró cabalgando en la aldea, él supo que podía aflojar las bridas; y, echando un vistazo al humo que subía de prisa como si proviniera de un fuego recién arreglado, justo detrás del bosque, donde sabía que estaba la chimenea de la cocina de la Casa Solariega, sir John se detuvo en la herrería y fingió preguntarle al herrero sobre las herraduras de su caballo; pero prestaba poca atención a las respuestas, porque estaba más ocupado con un viejo sirviente de la Casa Solariega, que había estado entreteniéndose en torno a la herrería la mitad de la mañana, para acudir, según pensaba la gente del lugar, a alguna cita con sir John. Cuando terminaron de conversar, sir John se irguió derecho en la montura, se aclaró la garganta y dijo en alta voz:

      –Me aflige oír que su señora está tan mal.

      –¿Está enferma mi señora? –dijo el herrero, como si dudara de la palabra del remilgado viejo sirviente. Y este habría esgrimido una afirmación airada (había estado en Worcester y luchado del lado correcto), pero sir John lo cortó en seco.

      –Mi señora está muy enferma, buen señor Fox. Tiene afectado acá –continuó él, señalándose la cabeza–. Vine a llevarla a Londres, donde el médico del rey va a atenderla. –Y cabalgó despacio hasta la Casa Solariega.

      La señora estaba mejor que nunca en su vida, y más feliz de lo que había estado muchas veces, pues en unos minutos algunas de las personas a quienes más estimaba estarían con ella, algunas de las que habían conocido y valorado a su padre, su difunto padre, a quien su corazón apenado se volvía en la aflicción, como el único verdadero enamorado y amigo que ella había tenido en la tierra. Muchos de los predicadores habrían llegado cabalgando desde lejos: ¿estaba todo en orden en sus habitaciones y sobre la mesa del inmenso salón comedor? Ella había entrado últimamente en hábitos agitados y presurosos. Se dio una vuelta por abajo y luego subió la enorme escalera de roble para ver si en el aposento de la torre estaba todo en orden para el señor Hilton, el más anciano de los predicadores. Entretanto, abajo las doncellas traían tremendas tajadas de carne sazonada fría, cuartos de cordero, pasteles de pollo y todas provisiones semejantes, cuando, de repente, no supieron cómo, se encontraron todas aferradas por brazos fuertes, sus delantales echados sobre sus cabezas a manera de mordaza y ellas mismas llevadas fuera de la casa al prado trasero de las aves de corral, donde, con amenazas de qué cosas peores podrían sucederles, fueron enviadas con muchas palabras vergonzosas (sir John no siempre lograba dominar a sus hombres, muchos de los cuales habían sido soldados en las guerras francesas) de vuelta a la aldea. Se fueron corriendo como liebres asustadas. La señora estaba esparciendo lavanda del año anterior en la habitación del predicador peliblanco y agitando el tarro aromático en el tocador cuando oyó pasos en las escaleras resonantes. No era el paso medido de un puritano; era el estruendo de un hombre de guerra que se acercaba cada vez más, con rápidas zancadas sonoras. Ella conocía esos pasos; el corazón cesó de latirle, no por miedo, sino porque todavía amaba a sir John; y dio un paso adelante para salirle al encuentro, y luego se quedó quieta y tembló, pues se le presentó delante el falso pensamiento halagador de que él podría haber venido todavía en un veloz impulso de revivir el amor y que ese paso apresurado podría estar motivado por la ternura apasionada de un marido. Pero cuando él llegó a la puerta, ella parecía tan calma e indiferente como siempre.

      –Mi