Sir John había vivido en un tiempo cercano a la Restauración. Los Morton se habían puesto del lado correcto; de modo que, cuando Oliver Cromwell llegó al poder, entregó las tierras de ellos a uno de sus partidarios puritanos, un hombre que no había sido más que un buhonero escocés que rezaba y salmodiaba, hasta que estalló la guerra; y sir John había tenido que irse a vivir a Brujas con su real señor. Carr se llamaba el arribista, que vino a vivir en la Casa Solariega Morton; y, me enorgullece decirlo, nosotros –me refiero a nuestros ancestros– le mostramos una linda vida. Trabajó duro para no obtener ninguna renta en absoluto de los arrendatarios, que conocían bien sus deberes como para pagarle a un parlamentarista. Si él les iba con la justicia, los funcionarios judiciales lo pasaban tan mal, que les daba vergüenza ir hasta Morton –por todo ese camino solitario del que les conté– de nuevo. Se oían ruidos extraños alrededor de la Casa Solariega, a la que se le atribuyó que estaba embrujada; pero, como esos ruidos nunca se oyeron antes ni después de que viviera allí Richard Carr, dejo a cargo de ustedes adivinar si los espíritus malignos no sabían bien sobre quién tenían poder: sobre rebeldes cismáticos y sobre nadie más. No se atrevían a perturbar a los Morton, que eran constantes y leales, y eran fieles partidarios del rey Carlos, de palabra y de hecho. Al fin, el viejo Oliver murió; y la gente dijo que, en esa noche feroz y tormentosa, se oyó su voz alto en el aire, donde se oye el chillido de las bandadas de gansos silvestres, pidiendo a gritos que su fiel partidario Richard Carr lo acompañara en la terrible persecusión que estaban haciéndole los demonios antes de llevárselo al infierno. De todas maneras, Richard Carr murió a la semana: convocado por el muerto o no, bajó a acompañar a su señor, y al señor de su señor.
Entonces entró en posesión su hija Alice. La madre de ella estaba de algún modo relacionada con el general Monk, que alrededor de esa época empezaba a llegar al poder. De modo que, cuando Carlos II volvió al trono, y muchos de los colados puritanos tuvieron que dejar sus tierras mal habidas y dar la vuelta hacia lo correcto, a Alice Carr igual le dejaron la Casa Solariega Morton para que reinara allí. Era más alta que la mayoría de las mujeres, y una gran beldad, he oído decir. Pero, pese a toda su beldad, era una mujer adusta, difícil. Los arrendatarios ya en vida de su padre sabían que era difícil, pero ahora que era la propietaria y tenía el poder, era peor que nunca. Odiaba a los Estuardo más de cuanto los hubiera odiado alguna vez el padre; comía cabeza de novillo cada 13 de enero; y cuando llegó el primer 29 de mayo y todo hijo de madre de la aldea doró sus hojas de roble y se las puso en el sombrero, ella cerró las ventanas de la gran Casa Solariega con sus propias manos y se pasó el día sentada en la oscuridad y el duelo. A la gente no le gustaba ir en contra de ella por la fuerza, porque era una mujer hermosa y joven. Decían que el rey hizo que un primo de ella, el duque de Albemarle, la invitara a la corte, con la misma cortesía que si hubiera sido la reina de Saba y el rey Carlos, Salomón rogándole que lo visitara en Jerusalén. Pero no quiso ir; ¡ella, no! Vivía una vida muy solitaria, porque ahora que el rey se había salido de nuevo con la suya, ningún sirviente más que la nodriza de ella se quedaría a acompañarla en la Casa Solariega; y ninguno de los arrendatarios quería pagarle nada, a pesar de que el padre hubiera adquirido las tierras al Parlamento y pagado el precio en buen oro rojo.
Todo ese tiempo, sir John estuvo en alguna parte de las plantaciones de Virginia; y los barcos zarpaban desde allí tan sólo dos veces al año; pero su real señor lo había mandado buscar para que regresara, y regresó, aquel segundo verano después de la restauración. Nadie sabía si la señora Alice se había enterado o no de su desembarco en Inglaterra; todos los aldeanos y los arrendatarios sabían, y no se sorprendieron, y salieron con sus mejores galas y con grandes ramas de roble4 a recibirlo cuando entró en la aldea una mañana de julio, con muchos caballeros de aspecto alegre a su lado, riendo y conversando y divirtiéndose y hablando alegre y amablemente con la gente de la aldea. Entraron por el lado contrario al camino de Drumble; de hecho, Drumble en ese entonces no era para nada un lugar, como ya les conté. Entre la última cabaña de la aldea y los portones de la antigua Casa Solariega había una parte sombreada del camino, donde las ramas casi se encontraban en lo alto y formaban una penumbra verde. Si se fijan bien, cuando mucha gente está conversando contenta afuera bajo el sol, va a parar de hablar por un instante cuando entra bajo la fresca sombra verde y, o bien se queda un rato callada, o bien habla más seria y más despacio y más bajo. Y eso dicen los ancianos que hicieron aquellos alegres caballeros; porque mucha gente los siguió para ver derribar el orgullo de Alice Carr. Se contaba que los caballeros realistas tuvieron que inclinar sus sombreros emplumados al pasar bajo las ramas no cortadas e inclinadas. Me figuro que sir Johan se esperaba que la dama hubiera reunido a sus amigos y estuviera dispuesta a una especie de batalla en defensa de la entrada a la casa; pero ella no tenía amigos. No tenía ninguna relación más cercana que la del duque de Albemarle, y él estaba enojado con ella porque se había negado a ir a la corte para salvar de ese modo su propiedad, según él le aconsejaba.
Bueno, sir John siguió cabalgando en silencio; las pisadas de los cascos de los muchos caballos y el ruido fuerte de los chanclos de los aldeanos era todo lo que se oía. Por más pesado que fuera el gran portón, lo abrieron por completo sobre sus goznes y siguieron cabalgando hasta la escalinata de la Casa Solariega, donde estaba la dama, con su cerrado, sencillo atuendo puritano, las mejillas un único arrebato carmesí, los grandes ojos destellando fuego y nadie detrás de ella, ni con ella, ni cerca de ella, ni a la vista, más que la anciana nodriza temblorosa, agarrada a su vestido con terror suplicante. Sir John se quedó desconcertado; no podía salir con espadas y armas bélicas contra una mujer; sus mismísimos preparativos para forzar una entrada lo volvían ridículo a sus propios ojos y, bien lo sabía, también a ojos de sus alegres, desdeñosos camaradas; de modo que se dio la vuelta y les pidió que permanecieran donde estaban, mientras él se acercaba con su caballo hasta la escalinata y hablaba con la joven dama; y allí lo vieron, sombrero en mano, hablar con ella; y ella, altiva e impasible, sosteniendo lo suyo como si hubiera sido una reina soberana con un ejército a sus espaldas. Lo que hablaron nadie lo oyó; pero él volvió con su caballo, muy serio y con una expresión muy cambiada, aunque sus ojos grises se mostraban más halconados que nunca, como si estuvieran viendo el camino a su fin, aunque todavía muy lejano. No era alguien a quien hacerle bromas en la cara; de modo que, cuando declaró que había cambiado de opinión y no deseaba molestar a una dama tan hermosa en sus posesiones, él y sus caballeros realistas volvieron cabalgando hasta la posada de la aldea y se pasaron allí de jarana todo el día y agasajaron a los arrendatarios, cortando las ramas que los habían incomodado en la cabalgata matinal, para hacer con ellas una fogata en el parque de la aldea, en la cual quemaron una figura, que algunos llamaron Old Noll5 y otros Richard Carr; y podía servir para cualquiera de los dos, decía la gente, pues si no le hubieran dado el nombre de un hombre, la mayoría de las personas lo habría tomado por un leño bifurcado. Pero la nodriza de la dama les contó después a los aldeanos que la señora Alice entró de la soleada escalinata de la Casa Solariega en la gélida sombra de la casa y se sentó y lloró como su pobre fiel sirvienta jamás la había visto llorar antes, ni podría haber imaginado que su orgullosa joven dama lloraría alguna vez. A lo largo de todo aquel día de verano lloró; y si por puro cansancio cesaba por un momento y sólo suspiraba como si se le estuviera rompiendo el corazón, oían a través de las ventanas de arriba –que estaban abiertas a causa del calor– las campanas de la aldea repicar con alegría a través de los árboles, y estallidos de coros a las canciones de los alegres caballeros realistas, todas a favor de los Estuardo. Todo lo que dijo la joven dama fue una o dos veces: “¡Ay, Dios! ¡Estoy muy falta de amigos!”, y la anciana nodriza sabía que era cierto y no podía contradecirla; y siempre pensaba, como dijo mucho después, que tanto llanto de cansancio mostraba que se acercaba alguna pena grande.
Supongo que fue la pena más amarga que haya sufrido alguna vez una mujer orgullosa; pero llegó en la forma de una alegre boda. Cómo, la aldea nunca lo supo. El alegre caballero se fue de Morton a caballo al día siguiente tan ligero