Mujeres letales. Graeme Davis. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Graeme Davis
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789876286053
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de diana en las montañas y los chicos de la aldea batieran tambores: su única idea de gozo y felicidad era el ruido. Puso a trabajar a todo el cantón en la reparación del puente, pagando doble salario a los trabajadores; y él, que nunca antes había entrado en una iglesia, iba a ver casi todos los días cómo avanzaban los obreros. Hablaba y se reía mucho de sí mismo; y en el júbilo de su corazón, ponía a pelear a los mastines y hacía excursiones fuera de la casa, sin que nosotros supiéramos adónde iba. Finalmente, Amelie fue convocada ante su presencia, y él la sacudió y le gritó, luego la besó; y con la esperanza de que ella fuera una buena chica, le contó que le había provisto un marido. Amelie lloró y rogó; y el señor brincó y cantó. Ella se desmayó, finalmente; y, sacando provecho de esa inconsciencia, él la trasladó a la capilla; y allí junto al altar se hallaba el novio, que no era otro que Charles Le Maitre.

      ”Vivieron juntos muchos años felices; y cuando monsieur fue en todos los respectos un hombre mejor, aunque todavía extraño, “La Femme Noir” se le apareció de nuevo, una vez. Lo hizo con aires apacibles, una noche de verano, con el brazo extendido hacia el cielo.

      ”Al día siguiente, la sorda campana le contó al valle que el tormentoso, orgulloso anciano señor de Rohean había cesado de vivir.

      1 Francés: “pastor” (N. del T.).

      LA CASA SOLARIEGA MORTON

       Elizabeth Gaskell 1853

      Al igual que Mary Shelley, Elizabeth Cleghorn Stevenson nunca conoció a su madre, que murió cuando ella tenía poco más de un año de edad. A diferencia de Mary, sin embargo, su crianza fue muy convencional. Al igual que a una heroína de Austen, la mandaron a casa de una tía y creció sin riqueza propia y sin ninguna garantía de un hogar permanente. Recibió la típica educación de una joven dama de la época, centrada en las artes, los clásicos y la etiqueta. En su tiempo libre, vagaba por los bosques y los claros de los alrededores de la casa de su tía, juntando flores silvestres y observando a los pájaros. A los veintiún años de edad, se casó con un clérigo unitarista llamado William Gaskell: su primer hijo nació muerto y el segundo murió en la infancia, pero otras tres hijas sobrevivieron.

      “La casa solariega Morton” es uno de sus cuentos menos frecuentemente incluidos en antologías. Menos abiertamente gótico que la obra de Mary Shelley, incorpora sin embargo una cantidad de tropos que eran populares en la narrativa gótica y sensacionalista de la época: la casa solariega en ruinas, el casamiento inadecuado y la maldición o profecía finalmente cumplida. Muchos de esos elementos se encuentran también, menos célebremente, en El sabueso de los Baskerville, que Conan Doyle empezó como un cuento de terror liso y llano antes de decidirse a incluir a Sherlock Holmes, puesto de nuevo en pie a pedido del público después de su aparente muerte tiempo antes en “El problema final”.

      “La Casa Solariega Morton” se publicó por primera vez en Household Words, semanario dirigido por Charles Dickens entre 1850 y 1859.

       Capítulo I

      Nuestra vieja Casa Solariega está por ser demolida, y van a construir calles en ese terreno. Le dije a mi hermana: “¡Ethelinda!, si de veras demuelen la Casa Solariega Morton, va a ser una obra peor que la Derogación de las Leyes de los Cereales”. Y, después de reflexionar un poco, ella contestó que si tuviera que decir lo que le pasaba por la cabeza, admitiría que pensaba que los papistas tenían algo que ver con el asunto; que ellos nunca habían perdonado al Morton que estuvo con lord Monteagle cuando descubrió la Conspiración de la Pólvora, pues sabía que, en algún lugar de Roma, llevaban un libro, que venían llevando durante generaciones, donde se hacía un informe sobre la historia privada secreta de todas las familias inglesas de nota y estaban registrados los nombres de aquellos a quienes los papistas les guardaban rencores o gratitud.

      Nos quedamos un rato en silencio; pero estoy segura de que el mismo pensamiento estaba en la cabeza de ambas; nuestro antepasado, un Sidebotham, había sido partidario del Morton de aquella época; siempre se había dicho en la familia que había estado con su señor cuando con lord Monteagle descubrió a Guy Fawkes y su linterna sorda bajo la Casa del Parlamento; y nos pasó por la cabeza como un rayo la pregunta de si los Sidebotham no estarían señalados con una marca negra en ese terrible libro misterioso que guardaban bajo siete llaves el papa y los cardenales en Roma. Era terrible, aunque, en cierto modo, más bien agradable pensar eso. Tantas de las desgracias que nos habían ocurrido a lo largo de la vida, y que llamábamos “designios misteriosos”, pero que algunos de nuestros vecinos habían atribuido a nuestra falta de prudencia y previsión, quedaban explicadas en el acto, si éramos objeto de odio letal de una orden tan poderosa como los jesuitas, a quienes vivíamos teniéndoles terror desde que leyéramos La jesuita. Si esta última idea sugirió lo que dijo mi hermana a continuación no sé decirlo; sí conocíamos a la prima segunda de la jesuita, de modo que podría decirse que había relaciones literarias, y de allí podía surgir un pensamiento sorprendente como ese en la cabeza de mi hermana, porque dijo: “¡Biddy! (me llamo Bridget y nadie más que mi hermana me dice Biddy), supongamos que escribes un informe sobre la Casa Solariega Morton; en nuestra época conocimos mucho de los Morton, y sería una pena que eso desapareciera por completo de la memoria de los hombres mientras nosotras podamos hablar o escribir”. Me gustó la idea, lo confieso; pero me sentí avergonzada por estar de acuerdo en el acto, aunque, incluso mientras ponía reparos en honor a la modestia, me vino a la mente cuánto había oído contar yo sobre el viejo lugar en tiempos antiguos y que eso era, tal vez, todo lo que podía hacer ahora por los Morton, bajo cuyo señorío nuestros antepasados habían vivido como arrendatarios durante más de trescientos años. De modo que al fin estuve de acuerdo; y, por temor a cometer errores, se lo mostré al señor Swinton, nuestro joven cura, que me lo ha puesto bien en orden.