La madurez repetitiva acogedora abunda con dulzura en la monstruosa y cruel ironía de llamarle Palacio a un refugio para menesterosas, una ironía en apariencia inocente pero lúcida, sobre todo por aquello de que “en la ironía casi siempre hay duplicidad (no hay ironía sin fingimiento, sin una parte de mala fe” y de que “la lucidez nos enseña que todo lo que no es trágico es irrisorio” pero no la ironía (amarga por naturaleza) sino sólo “el humor añade, con una sonrisa, que no es ninguna tragedia” (André Comte-Sponville en su imprescindible Pequeño tratado de las grandes virtudes), convirtiendo sin embargo en semifantasía solidaria algunos efectos (jamás estragos) de la desigualdad social y la precariedad económica, mientras de seguro en otra realidad más apremiante otro grupo de 17 mujeres se enfrenta sin preparación alguna al acre universo de la necesidad y la inconciencia: la libertad para vender su ínfima y menospreciada fuerza de trabajo, creyendo que la conciencia es innecesaria.
La madurez repetitiva acogedora recibe con suavidad pero maliciosamente en su seno al teatro del Trabajo, ilustra acerca de la manera de convertirse en niñera o empleada doméstica o enfermera a domicilio ya en la práctica hoy en México, escenifica tanto la falta de ética y de valores como el engaño profundo y el simulacro a veces ingenioso que subyacen y presiden el adiestramiento y la consecución de un empleo en esos campos, y así no es azaroso que Sonia Rangel, especialista filosófica en el cine de Pereda, se refiera a El palacio como la acción de “una microfísica del poder, que expone la situación de las empleadas domésticas, haciendo visibles las relaciones de dominación que han sido normalizadas alrededor de esta forma de trabajo”, y por añadidura “el palacio es una casa a la cual las señoras van en busca de servidumbre, realizando una serie de entrevistas de trabajo a las empleadas, en una especie de casting que nos recuerda el ejercicio de Matar extraños”, allí donde “la entrevista se convierte en un dispositivo para dar voz a esas mujeres anónimas, en imágenes que operan como ecos silenciosos que denuncian la desigualdad y la opresión liberando la potencia del anonimato” (en Ensayos imaginarios. Aproximaciones estéticas al cine de David Lynch, David Cronenberg y Béla Tarr, seguido de Nicolás Pereda o la repetición, 2015), item más, una entrevista siempre basada en pequeñas grandes violencias convenidas, puesto que se encuentran fincadas en la simulación de capacidades y en la conquista del empleo, o sea, puesto que no hay conquista sin violencia ni abuso ni usurpación de autoridad, esa conquista significa también alienación y enajenamiento o toma por asalto: la apropiación de un puesto de trabajo a como dé lugar.
Y la madurez repetitiva acogedora entronca con el cine precedente de Pereda, a la vez extendiéndolo y depurando tanto sus enfoques descriptivos como sus recursos expresivos siempre carentes de cualquier énfasis o explicitud temática, se permite un dejo colateral y casi por accidente de cierto onirismo, en la figura de ese burro (ese emblema universal de la servidumbre y el manso aguante del peor maltrato) que anda suelto por los patios y hurga con su hocico en las plantas de unas macetas o deambula en las habitaciones de las féminas, cual hallazgo de un paraguas en una máquina de coser (Lautréamont) o la aparición de un asno destripado sobre un piano de cola (Buñuel), y al modo del borrico-encarnación de la colérica gracia divina de Robert Bresson (en Al azar Baltazar, 1966), con la mayor indolencia casi indiferente, pues esa bestia pre y postsurrealista a la vez habrá de servir sólo para ser desechado finalmente y que el flujo fílmico pueda enfocarse más bien en las consabidas repeticiones eternas que siguen constituyendo tanto el Perpetuum mobile (2009) como el móvil perpetuo de Los mejores temas (2012), y a las que hoy se abandonan con gusto nuestras novísimas habitantes del mundo de Pereda, sin saberlo, medio automatizadas, para acabar renunciando a todo “ritornello motriz” (Rangel dixit) para volcarse en esos dimórficos cuestionarios verbales a los que acepta someterse desde un fuera de campo acusmático una quasi empleada doméstica rezongona hasta lo desafiante llamada Eli (Elizabeth Tinoco), así como su todoaquiescente homóloga Rossy (Rosa María Lara) y hasta una vetusta doña sexagenaria aún en activo por necesidad hogareña, ajustando sobre la marcha sus problemas de horario y ambiciones monetarias, destacando sus disposiciones para aprender aquello que aún no saben de la práctica doméstica y fundamentando sus urgencias, para poder seguir laborando a cualquier edad avanzada y sobre todo para autovalorarse y hacerse valorar en un mismo impulso, ese sí nada abstracto, y ganarse el respeto que merecen, nada más y que caiga la guillotina sobre una ya lacónica pantalla, hacia un espacio en negro contundente, tajante, elocuente y en burbujeantes puntos suspensivos finales.
Lado B: La madurez repetitiva duplicada
En la coproducción con España y Francia Los ausentes (Tornasol - Eficine 226 / 189 - Cine Sud, 80 minutos, 2014), sexto largometraje de Nicolás Pereda de nuevo en plan de inasible realizador heterogéneo (su primer film largo en solitario desde Verano de Goliat, 2010, y Los mejores temas, 2012) aunque en esta ocasión adaptando por vez primera en un guión ajeno escrito por Alejandro Mendoza (a causa de él galardonado con el premio “Julio Alejandro” de la Sociedad General de Autores y Editores), el esquelético anciano curtido y solitario Guadalupe (Guadalupe Cardona) habita desde hace un titipuchal de años, al lado de su vaca rejega que se hace arrear y arrear y jalar y jalar por una reata, en precario jacal dentro de una parcela de tres hectáreas, materialmente sobre la paradisiaca playa oaxaqueña de Aragón, en Santa María Tonameca, distrito de Pochutla, muy apreciada y frecuentada por los surfistas adolescentes, pero en contrastante soledad, sólo dedicado a guisar sus alimentos en un sartén perpetuamente humeante, engullirlos, efectuar su aseo matinal, lavar su ropa, nadar en shorts de boxeo verdes, sentarse sobre su cama para esperar a nadie por la noche, armar y desarmar una pistola destinada al uso exclusivo del Ejército, hasta que un día deja encargado su ejemplar bovino en casa de la amable vecina Doña Asela (Asela Manzano) y se dirige a la cabecera municipal en plena expansión mobiliaria, donde el impersonal notario del pueblo (Aurelio Santos Díaz) dará ante él solemne lectura a un acta en la que, al cabo de un largo litigio y de acuerdo con el articulado de la Ley Agraria en vigor, se resuelve y reitera que la fracción de terreno en donde vive no le pertenece, por ser de propiedad comunal inalienable, imprescindible e inembargable, por lo que debe desalojarla, cosa que acomete casi de inmediato, antes de sentarse en la playa, ahuyentar con su arma a un intruso apenas distinguible (Eduardo Fernández), contemplar la fogata de sus pertenencias intransportables ardiendo y, mientras su antigua casa es demolida y devorada por la garra de un bulldozer, perderse en la niebla, lanzarse por la brecha de tierra colorada hacia el monte en busca de cobijo, posar sin expresión dolorosa alguna con su nariz afilada y sus ojos llameantes, reencontrarse con su vaca en la espesura y reaparecer jugando cartas con un par de amigos de su avanzada edad (Bernardino Martínez, Dionisio Claudio Martínez), si bien, en paralelo, acaso en otra dimensión de la realidad, el exsoldado Gabino (Gabino Rodríguez) viene a instalarse con oreja herida, uniforme militar (camisola, botas, pantalón holgado caqui), mochilón oficial y bermudas de poliéster en la misma casa del viejo Guadalupe, al