La madurez exasperada ha sido filmada en las calles y en casas pintorescas de Xalapa con el objeto de que el itinerario humano que recorre la pesquisa reporteril semeje estar bien contextualizada y sea aún más ominosa, apareciendo así, por turno de ignominia abstinente, esa paranoide prejuiciosa homofóbica Doña Graciela (Elda Rojas) que no se atrevió a llamar a la policía para no verse involucrada, ese compasivo personaje prepotente que de inmediato telefoneó a la fuerza pública (“Le llamo para reportar un ataque”) aunque por acto instintivo enseguida le subió el volumen a su música para contrarrestar los gritos de la ultrajada, ese paseante con perro que ante el hecho consumado sólo pudo pensar en proteger a su animal si bien permitiéndole que lamiera un poco de la sangre derramada por la fémina, o esa Daniela (Betania Benítez) que se percató de todo lo sucedido mientras copulaba con un abominable hombre de las nieves greñudas en el hotel de enfrente optando por el silencio para evitar autodelatarse como copuladora, y todos los personajes-opúsculo o criaturas-plasta del planeta de El principito de Saint-Exupéry acabarán de esfumarse perpetua y perversamente entre dos abismos, la mezquindad y la autojustificación extrema, para dar cabida a una discreta pausa capitular, marcada por una larga disolvencia en negro para cada caso, hasta que ya no queden sino la posibilidad de dos apariciones insólitas, esas sí intrigantes, la aparición de esa vieja provecta que se cuelga cual hiedra a los hombros del frustradazo héroe amargado que mira hacia un puente favorito de los suicidas anónimos (“De ahí se avientan muchos”) en los episodios de sus sospechas de responsabilidad como promotor de ellos dentro de su propia familia nuclear ya deshecha, y la aparición de esa visitante de tumbas que acepta venderle unas cuantas flores rojas al mismo gimoteante héroe conflictuado con el objeto de no presentarse con las manos vacías en su culposa confrontación con el más acá del más allá, sintiéndose así mágicamente casi a la altura de sus propios yerros inconscientes.
La madurez exasperada se somete de manera maniática e innecesaria, cuando no definitivamente masoquista, a eternas parrafadas e interminables discusiones circulares (“Los quemaría a todos en la plaza pública” / “O.K., te indigna que asesinen a una mujer cruelmente, pero estás dispuesto a condenar a 38 testigos a la hoguera”), largos exabruptos, sentencias (“La sangre de Kitty es la sangre del cordero”), aforismos, sumarias acusaciones condenatorias o tendientes a curarse en salud (“Eres más misógina que muchos hombres que conozco, y mira que conozco misóginos”), citas citables fuera de lugar y órbita (“En fin, si el mundo ha de terminar en fuego o en agua, no lo sé” / “Eres una plagiaria”), y meros diálogos presuntamente sesudos, aunque de antemano indigestos, pomposos o grandilocuentes, equivalentes al gran espejo de piso en que gusta de reflejarse la desventurada Kitty en su último día y luego hallará mancillado con huellas de sangre sucia el reportero, en cualquier sitio, rotativa, redacción, antro, sala de formación, antiguo cuarto oscuro para revelado, umbral de puerta que nadie abre, como sal y ácido, formando una costra en la cuesta de la ola cual verdadera esencia de la demostración sobre el caso Kitty visto muy a posteriori (cuando ya ha inspirado numerosos artículos especulativos, filmes ficcionales, investigaciones documentales, relatos literarios a granel, piezas teatrales, historietas, canciones, estudios psicosociológicos y capítulos de TVseries), hasta conformar una esencia paralela, seudoliteraria y bastarda que se sueña contundente, irrefutable, omnicuestionante, hipercrítica, universalista y final.
La madurez exasperada en perpetuo work in progress, jamás lograda del todo, permite y admite que las imágenes heterodoxas de una fotografía desenfrenada de Gerardo Ruffinelli surjan de emplazamientos caprichosos en contrapicado y en picado cenital, de variaciones arbitrarias de altura y orientación, de modificaciones de color que incluyan una amplia gama de cromatismos artificiales (esa caracterización distintiva del pasado con una gama infinita de tonalidades ocres), de acercamientos súbitos con enormes profundidades de campo apenas presentidas y en planos todoabrarcadores, de entradas y salidas a campo que se reciben como verdaderas irrupciones o expulsiones de él, de movilidades forzadas del tomavistas o de los elementos que ahora registra, de combinaciones insólitas en el empleo de grandes angulares deformantes y de lentes casi normales o teleobjetivos, de elipsis internas ad nauseam y cortes en el transcurso del plano, de panoramas desde el alcantarillado o desde la alta ventana iluminada, de acosos con body camera que trastornan a su paso y con su ímpetu la realidad visual en su conjunto, de ramplones dispositivos rampantes o rastreadores siempre tan campantes, pero, y esto es lo crucial y lo más desconcertante o provocador, esto no sucede en el conjunto de secuencias y resoluciones en su totalidad, sino estricta e inesperadamente en cada secuencia (de acción o inacción por igual) y de cada resolución práctica (descabellada o dislocada sin distingo) por parte del realizador y su fotógrafo, hallando variaciones infinitas a lo que habitualmente se da por sentado, lo que es rutinario o ajustado a normas de comprensión tanto en el cine convencional como en el llamado cine de arte, tanto en el cine innovador como en el cine bruto, con todo lo cual, aunado a una música-excipiente de Juan Carlos Ortega, y a una edición decidida a armar lo inarmable como si nada, de Ana Laura Calderón, habrá de producirse a cada momento una extraña sensación de inseguridad y desconcierto, o materialmente de vértigo constante, pues el ojo, a cada cambio de planos, no sólo debe reubicarse en el espacio y en el tiempo sino en el seguimiento de la acción misma, incluso la más sencilla, escénica o anecdótica, en la inestabilidad y la sorpresa indeseable aunque ya temida, en el énfasis bárbaro y la inelegancia valemadrista, como si aquella obra maestra acaso fundacional de Oliver Stone ya veinteañera (Asesinos por naturaleza, 1994) hubiese instaurado otro lenguaje fílmico e impuesto un nuevo código narrativo ¡prismático y desmañado!, determinando algo que ya ocurría y concurría en los seguimientos y planteos anómalos de la cámara desatada y sin alivianadora posibilidad alguna de corte en el inagotable golpe-escopetazo temprano (y un tanto irresponsable) del Tiempo real de un Fabrizio Prada inasible, antes y hoy, sin temor al esperpento instantáneo o a la grotecidad del guiñolazo con elementos abruptos, cuyas intemperancias mismas convierten a todos los hechos en ellos mismos y su caricatura, por el mismo precio y de un solo impulso, careciendo incluso de solución de continuidad, real o figurada.
La madurez exasperada promueve de manera clara y evidente una urgente necesidad de lectura ético-psicológica en función de la Culpa por Omisión que, de acuerdo con un texto muy rescatable de la septuagenaria filósofa y docente universitaria italoboliviana Giarncarla de Quiroga (en churrosychocolate.blogspot.com, 28 de septiembre de 2012), podría situarse entre el lapidario antihumanismo del materialista temprano inglés Thomas Hobbes (“El hombre es el lobo del hombre”) y la “mala fe” que a todos permea según denunciaba el existencialista francés Jean-Paul Sartre, porque el film “toca un conflicto ético: la omisión. Pero cabe la pregunta: ¿cuáles son los motivos de la omisión? Apatía, indiferencia, cobardía, falta de solidaridad humana, incapacidad para identificarse con el otro, en suma, falta de compasión –en el sentido etimológico sufrir con–, sentir lo que siente el otro, ponerse en su lugar”, hasta manifestarse como lo que en psicología se denomina “efecto espectador” o “síndrome Genovese” (según reconoce el propio realizador), “pues nadie reacciona porque en el fondo piensan que la víctima se lo merecía”, por eso existe esa atroz “negación de afecto”, a la que se le reconoce desde la candidez exegética de los créditos iniciales: “una cruel historia de Carlos Manuel Cruz Meza inspirada en un hecho real”, “un grito de Fabrizio Prada”.
Y la madurez exasperada mantiene hasta el final el enigma del asesino neutro y gratuito, esposo y padre sin mácula e incluso declarado mentalmente sano por algún error técnico-científico de la justicia, incapaz tanto de ocultar más tiempo su horrendo delito como de ofrecer un móvil verosímil o contundente de él (“Sólo fue el deseo de matar a una mujer”), identifica así el mortífero vendaval oscuro de una pulsión criminal o un mal innato que involucra y contamina por igual a los testigos omisos, al amargado reportero-investigador que reconstruye tan diligente cuan compulsivamente los hechos (sin dejar de reconocer en la visita