Y la madurez suplantadora habrá de dar diez rodeos para desembocar tanto verbal (“Te amo desde antes de que amanezca”) como temática (“El diablo vive en nosotros, vive en ti”, ¿porque es el destino?) y óptico-autárquicamente (“No hay nada que entender”) en otro choque automovilístico de tránsito, ¡el tercero de la serie!, pero en esta ocasión decisivo, mortífero y sublime, cuya descripción ultraexpresiva en un solo plano comenzará con los fierros retorcidos, y sube, y sube, para culminar en la pareja primigenia-sustitutiva sonriente, en trance de mirarse amorosa aunque irremediablemente ensangrentada, yaciendo bajo los restos de la carrocería como si se tratara de las frazadas de una cama y preguntándose “¿Te gustó?”, cual si acabaran de hacer el amor, ¿o era el amor loco surrealista?, a lo Crash-Extraños placeres de David Cronenberg (1996), hasta que el cuerpo del varón sea elípticamente guardado con zíper dentro de una bolsa mortuoria y la nominalista chava sincrética declare al “¿Cómo te llamas?” de la ambulancia un sencillo “Soy Alicia”, ¿no que se llamaba Alicia en el País de las Maravillas de María?, por fin memorizado y memorable, antes de que su boca sea cerrada por una mascarilla anestésica.
La madurez jamona
En Ella es Ramona, antes Ramona y los escarabajos (Alebrije Cine y Video - Estudios Churubusco - Eficine 189, 80 minutos, 2014), sobrepasado y sobrepesado quinto largometraje del cinedocente argenmex otrora estéticamente más ambicioso pero siempre con tino comercial de 56 años Hugo Rodríguez ahora fungiendo también como fotógrafo y coadaptador sin aparentar mayor esfuerzo (En medio de la nada, 1993; Nicotina, 2003; Una pared para Cecilia, 2011, hasta hoy su mejor cinta, y el fallido film infantil de aventuras piratas seudostevensianas La leyenda del tesoro, 2011), basado en un inicial y decisivo guión original del filmopublicista Beto Cohen, la omnisonriente secretaria oficinesca con sobrepeso graciosamente bien asumido desde la infancia Ramona Godínez Fernández (Andrea Ortega Lee hasta ayer gagwoman de Eugenio Derbez) ha encontrado un feliz equilibrio anímico, pese a su figura voluminosa y a ser de continuo sobrenombrada injuriosamente, por detrás o descaradamente delante de ella, Ramona la Jamona, Ramona la Tragona, Ramona Gordinflona, La Gordis, Gordínez, o simple y llanamente La Gorda Godínez, y en la actualidad atiende con gran eficacia los asuntos del licenciado Del Valle (Daniel Giménez Cacho), su jefe transa de una compañía de cosméticos, por lo que, satisfecha y ufana, ha decidido relatar en off su historia personal, generalizando a partir de su amor a sus cosas (“Si hay algo que amamos las mujeres es nuestro clóset, aunque no tengo un cuerpazo”) y a pesar de tener que incluir dentro de su relatoría ilustrada, los pavorosos pleitos domésticos circulares en los que su señor padre, el doctor mustio con varias familias clandestinas foráneas Agustín (Juan Carlos Colombo), se enfrentaba a su señora madre, la inaguantable ama de casa evasionista seudoalternativa Marcela (María Rojo), además de los hirientes escarnios que ella misma ha padecido desde niña (Victoria Atayde), y aún padece en su colmada vida adulta, por parte de su agraciada desgraciadísima hermana delgada Sophie (Lila Avilés), ahora madre de las dos ladillosas hijitas habidas de su marido infiel Luis (Ricardo Palacios), y por parte de su vecina no menos agraciadísima desgraciada Rosa (Johanna Murillo), habiéndolo aguantado todo gracias a la supuesta magia realizadora de sus más caros deseos que le atribuía a una protectora muñequita alargada tipo Barbie que omnicompensatoriamente le había obsequiado su madre y con la que dormía abrazada todas las noches porque la consideraba mágica, deseos cumplidos con efectos tan contradictorios como el haber deseado que a Rosa le fuera muy mal y haber provocado un sismo destructor de su casa, o como haber deseado que cesaran las agrias riñas parentales y haberlo conseguido mediante el culpígeno deceso paterno por la vía de un absurdo accidente, lo mismo que ocurrirá ahora de otras maneras indefectiblemente análogas y desequilibradas, exacto ahora que ha sido injustamente despedida de su empleo, exacto ahora que ha llegado a interesar sensualmente (con sus encantos corporales, pero también con las sabrosísimas galletas que gusta de preparar para agasajo de medio mundo) al guasón vecino modelo profesional de la ventana de arriba Julio (Julio Bekhoir desgarbado y barbudo hasta la náusea existencial) según ella guapísimo (“Cada pareja es un mundo”), exacto ahora merced a unos codiciadísimos makech yucatecos con fama de escarabajos encantados que por exorbitantes tres mil pesos módicos la pieza le proporciona a nuestra supersticiosa compulsiva (y consultadora de horóscopos antes de salir de casa) una sinuosa adivina tarotista establecida de rimbombante nombre Layla La Diabla (Leticia Huijara fingiendo acento francés) para colgárselos en el pecho, o deslizarlos por debajo de las puertas, y realizar, con la mayor secrecía y vehemencia eficiente, la totalidad de sus nuevos deseos, interesados o chocarreros, como conquistar al señalado vecino y que lo deje en paz su vomitante vomitiva novia anoréxica e impositivamente sádica Eva (Patricia Garza), o como querer librarse de las mofas de Rosa y provocarle un cáncer fulminante muy agresivo, hasta descubrir que la tal Diabla no era más que la encubierta líder de una banda de secuestradores y el poder de los escarabajos una vil patraña, adquiriendo no obstante Ramona, al final de ello, una incrementada confianza en sí misma y en la rentable sabrosura de sus galletas, para encontrar en la fundación de una galletería bautizada como Las delicias de Ramona, una nueva forma de subsistencia y concederles una formidable utilidad vital a todas las ociosas mujeres al borde de un ataque de sexodrama que la rodean.
La madurez jamona construye hoy por hoy, y con gran entusiasmo esperanzado, un relato antinaturalista perfecto, en el que ni por asomo podrá estar presente cualquiera de las presuntas cualidades que el viejo naturalismo decimonónico ha logrado perpetuar como discurso en acto aún hoy, todas ellas arrancadas a un cientificismo mecanicista, o literalmente robadas a la ciencia de aquella época, a saber, ni su materialismo (Ramona campea en sus aventuras como una figura ideal), ni su determinismo (Ramona viene a ser una rebelión viviente contra las crueles frases que le asestan tipo “Sé sincera, una gorda no puede ser feliz”), ni su distancia (Ramona no es sólo el pivote de la ficción, sino que ella misma la guía y controla con su elocuente voz fuera de campo), ni su amoralidad (Ramona representa y encarna y vehicula un verdadero hedonismo manual de hedonismo viviente cual modelo ético y práctico), ni su observación directa (Ramona funciona como un arquetipo todavía sin referente efectivo pero en contra de todos los estereotipos de belleza femenina y de realización individual de género), ni su aceptación franca de la realidad (Ramona demuestra un vigor y una robustez capaces de modificar su ámbito circundante), ni su pintura de las cosas como son (Ramona se concentra en mostrar las cosas como deberían ser), por ende jamás se generará ningún personaje-receptáculo para que se exprese a través de él la naturaleza del bruto visto desde el interior (Ramona no puede tener mayor inteligencia sensible), ni cualquier especie de ficción sórdida o violenta (más bien llama la atención y define a esta comedia rosa la ausencia de sordidez de los lances afirmativos de la erotizada sensualista Ramona tanto como la de su parentela y su mundo social tan proclives al defecto psicológico y a la incapacidad), ni intención alguna de agitar lo fétido (todo huele tan bien que incluso se visualizan los olores), ni desencanto desesperanzado a partir de los inmitigables sufrimientos personales, dando como resultado que, de todas las superheroínas cotidianas orgullosamente mexicanas que se han apoderado de nuestra sempiterna cartelera comercial de verano (Elvira, te daría mi vida pero la estoy usando, Alicia en el país de María, Hilda), sea precisamente Ramona la más realista y sin excesos románticos (el amor tampoco es el objetivo final de esta comedia tangencial a cualquier chick flick con Marthita Higareda), desde la perspectiva de la imaginación, la fantasía en el día a día y la mitología personal de los cineastas y de ella misma.
La madurez jamona se propone como un objeto de buen gusto