La lucidez del cine mexicano. Jorge Ayala Blanco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jorge Ayala Blanco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9786070295065
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que sólo en la condición final del derrelicto, en su visión culminante, ha de venir, vislumbrarse, advenir, para consumarse. Pero también: Chano reconociendo de continuo su cuerpo, en especial sus extremidades, como en la Fase del Espejo descrita por Lacan y en los albores de la creación de su identidad, en trance, en el éxtasis de asumirse como su propio Sol.

      Y la lucidez indigente era por prurito de fidelidad un descarnado espectáculo sólo comprometido con la no-identificación de su personaje-film consigo mismo.

      La lucidez filmohallada

      Casi todo quedó registrado en el antiguo celuloide.

      En la pequeña pero simpática ciudad zacatecana de Sombrerete hacia 1931 vivía un Ingeniero que gustaba de registrar con su camarita Pathé Baby 9.5mm a su numerosa familia, especialmente a sus hijitos felices, sin duda habidos al menos uno por año, rodeando a la madre en el patio de la casa, con sus juguetes (muñecos, animalitos de madera) o sin ellos, posando y bailando y haciendo sus gracias, aunque el mayorcito era tomado aparte en perpetuo traje muy formal. Paralelamente, no obstante, el profesional provinciano gustaba de recoger y guardar vistas de otra familia, una joven beldad con sus dos bebés. Andando el tiempo, el hombre consiguió trabajo en una mina no demasiado distante dentro del mismo Estado y se convirtió en Ingeniero de Minas. Se mudó hasta allá al lado de sus dos familias, de seguro una por una, con discreción que merece el clandestinaje doméstico, si bien abierto a hacer nuevas amistades, estableciéndolas y conservando registro de ellas, alrededor de enormes instalaciones con regias entradas e imponentes maquinarias modernas, en medio de un desierto y contrastando con él, donde todo era sorda actividad en la pobreza y en la espera de las fiestas del pueblo, con la pompa de sus bailes tradicionales con disfraces de chinelos enmascarados y otros hoy acaso desaparecidos, sus rumbosos bailongos y sus atiborrados espacios engalanados.

      Pero como el primogénito es el primogénito, los afanes apremiantes del Ingeniero estaban volcados a la formación de su hijo mayor y predilecto, quien empezó participando en el oficio eclesiástico en plan de feliz monaguillo entre parvadas de éstos, y que, lustros después devino en sacerdote, para gloria doméstica, presumiblemente, ya que la incidencia de un evento estelar, un eclipse total de sol, cuyo respaldo testimonial aparece aún de manera siniestra quasi ominosa, ha bastado para afectar profundamente y trastornar para siempre la mente del Ingeniero, y para colmo de infortunios, un fenómeno análogo habría de perturbar también, andando el tiempo, a su esposa, por lo que el hijo favorito va a recibir una educación anómala y desviada. Hasta convertirse, gracias a su impulso propio y su entusiasta vocación específica en un privilegiado Cura pueblerino redondo y orondo que, por añadidura mondo y lirondo, vendría a ser el heredero universal, y compulsivo, de esa inveterada afición paterna por registrar sus mejores momentos con cámara cinematográfica, mediante una máquina casera un poco más sofisticada (de 8mm por lo general, o en colores habitualmente muy reventados) que aquélla por su progenitor frecuentada y adorada, aunque sólo fuese para frecuentar y adorar ahora su propia figura rotunda y ubicua, en el amplio atrio, en las empedradas calles del pueblo, bajo los arcos de los acueductos vetustos, al frente de las congregaciones eclesiásticas con estandartes en algún rito permitido del culto exterior o en la peregrinación anual, sobre los techos de la parroquia, en las cimas de los cerros circundantes.

      Sin embargo, aunado a tanto despliegue narcisista y a su ejercicio incansable de camarógrafo amateur, el señor Cura llegó a desarrollar otras dos aficiones, alternativas. Por un lado, la presencia cada vez más constante y luego pertinaz de un humilde muchachito, presumiblemente monaguillo o entenado, la fascinación irrefrenable, un genuino enamoramiento impulsivo y todoexcluyente por él, omnipresente, ubicuo en sus registros fílmicos. Y por otro lado un placer recién descubierto por los viajes, los viajes a las grandes ciudades del interior y de su estado y, a través de las grandes capitales de la República, Bellas Artes y sus residuales pegazos emblemáticos de la Nueva España, acaso extrafronteras, y todos esos viajes, por supuesto, en compañía del jovencito local de la obsesión magnífica y magnificante, paseándolo, paseándolo por todas partes, dándole a su pasión, ahora triple (por la filmación, por el efebo predilecto, por los desplazamientos terrestres), la posibilidad de diversificarse, itinerar ¿o itín errar?), expandirse en el espacio y en el tiempo.

      De nuevo en paralelo significativo, además del Cura, otro de los hijos bastardos del Ingeniero de Minas, llegaría a ser Constructor de obra pública y heredaría también la pasión de su padre por la factura de cine (hasta en 16mm). Aunque afincado en la ciudad zacatecana de Nochistlán ya en vías de firme expansión hacia el progreso, por razones de trabajo debería viajar de manera continua, en compañía de su elegante y guapa esposa, quien le serviría de modelo inalterable, una modelo tan querida y dispuesta y perseverante en sus amorosos rodajes amateurs como alguna vez llegaron a ser los que unieron para lo inmediato y toda la posteridad al chavo de época con el ignorado hermano Cura de buenos y malos hábitos (pero cuáles eran cuáles). Inclusive se llegó a dar la probabilidad, patente y fehaciente en sus registros, de que los dos compulsivos cinematografistas fraternos pudieran filmar los mismos motivos plásticos en los mismos lugares, de manera sucesiva, o incluso simultánea, cruzándose sin saberlo, ni siendo siquiera capaces de darse cuenta de ello, por un instante eternizado por las emulsiones de sus películas, haciendo en forma fantástica coincidir sus almas, idénticas y emparentadas, gemelas en más de un sentido simbólico, carnal y creativo.

      En La vida sin memoria parece dulce... (13 Lunas - Archivo Memoria de la Cineteca Nacional, 67 minutos, 2013), heteróclita película de ficción a base de materiales fílmicos encontrados por el siempre audaz / tenaz / sagazmente poético y aventadísimo zacatecano innovador ahora explorador de 47 años Iván Ávila Dueñas (Adán y Eva (todavía), 2004; La sangre iluminada, 2007), con guión chispeante, inventiva dirección fuera de menú, trabajo técnico-fotográfico unificador y extenuante edición suyos, reúne trozos de reportajes, documentales, noticieros y cintas caseras rodadas en el estado de Zacatecas entre 1930 y 1950, fragmentos sobrantes de los archivos consultados, de los formados por solicitud expresa a nivel estatal y de los recopilados ex profeso para el magno documental-ensayo-crónica-epopeya Zacateco (labor vincit omnia), 2010, de mismo realizador. Se mezclan tres grandes archivos prácticamente completos con una abundante diversidad de trozos rodados en todos los formatos, texturas y tonalidades, en blanco y negro o en colores, procedentes de la Fototeca Zacatecas Pedro Valtierra, de donadores espontáneos o de pertenencia propia, pero siempre imantados por una legítima intervención estética digital de una lucidez filmohallada, con sigue.

      La lucidez filmohallada plantea diferencias y analogías muy serias con cintas congéneres. Sin salirse del campo nunca demasiado en boga del cine de autor a base de pietaje encontrado y empezando muy propiamente por el mencionado magno documental Zacateco del mismo Ávila Dueñas, con algunos de cuyos materiales sobrantes, cual ya se ha dicho, se ha edificado el nuevo film, o en rigor, sirviendo el anterior como marco de referencias y “punto de partida a una empresa mayor de edición y digitalización artesanal de las filmaciones recopiladas” para responder a la pregunta “intrigante: ¿Cuál es el tejido de anécdotas e historias truncas, misterios familiares, desencuentros afectivos, pasiones compartidas, reconocidas unas, ignoradas otras, que esconden las filmaciones caseras resguardadas por generaciones?” (Carlos Bonfil regocijado en La Jornada, 12 de abril de 2013). Zacateco es la figura madre, La vida sin memoria la dulce oveja descarriada y pródiga. Zacateco era la épica de un trabajo que todo lo vence, La vida sin memoria es la crónica personalizada de un trabajo que todo lo incluye y absorbe. Zacateco era una reconstrucción de época, La vida sin memoria es la reconstrucción de un imaginario de época intensamente vivenciado. Zacateco era una travesía nominativa, La vida sin memoria es la prosecución de un camino autodifinitorio entre el erotómano inflamable Nitrato lírico del cinemateco holandés Peter Delpeut (1991) en deliberado tono menor (nunca afirma que el Cura se acostara con su protegido, ni nadie está elaborando algún protocolo anticipado contra los futuros prelados pederastas del Agnus Dei, Cordero de Dios de Alejandra Sánchez, 2011) y el viaje imposible como sinfonía antártica de La búsqueda prohibida (otra vez Delpeut, 1993), en las antípodas de docuficciones límite en la cauda del acopio filmocasero Tarnation, condena eterna de Jonathan Caouette (2005) vuelto insuperable delirio narcisista. Zacateco era el desciframiento de la Historia