La lucidez embotada suelta frases fuera de contexto sin lograr crear otro contexto para relevarlo y revelarlo. Así quiere la discordante mancuerna Pereda-Shulsinger enfrentar valerosamente las representaciones estereotipadas del pasado revolucionario. Embistiendo con energía miope, o en definitiva a ciegas, pues quizá sólo sea para proponer nuevas representaciones estereotipadas de los mismos hechos esquemáticamente evocados desde supuestas perspectivas actuales, aunque ahora disueltas, desintegradas, sin sustento popular, desperdigadas, desparpajadas, desglosadas, incoherentes (“Usar actores no profesionales aporta autenticidad pero, en un casting, de todas formas terminas por hacer una reconstrucción que no tiene nada de auténtico. La reconstrucción en sí ya es una falsedad... Me interesaba reflexionar sobre las representaciones históricas. Suele suceder que tienen poco que ver con el pasado, se piensan más hacia el futuro”: Nicolás Pereda entrevistado por Carlos Jordán, en el suplemento Laberinto de Milenio Diario, 22 de febrero de 2014). Quiérase o no, “la belleza de la abstracción es aquí un absoluto y un método de investigación. Los discursos toman posesión de los actores y cada acción constituye una hipótesis” (Koza). Pero la propuesta fílmica, antinarrativa o narrativa, entelequia o concreción, jamás evoluciona, sólo se estanca, da vueltas mordiéndose la cola desahuciadamente graciosa, se desgasta, se desgaja, se derrumba, involuciona, desmorona y despelleja, a medida que avanza y zozobra lamentablemente, hasta desembocar en esa lamentable extinción concluyente en la que, después de tragar su comida con tortillas mojadas, Gabino da órdenes desde el off a uno de tantos subsistentes agonistas o agonizantes del sillón que han buscado desesperadamente un cuchillo bajo los cojines para mimar su autodegollamiento (“Di el texto, comenzamos, toda acción encuentra otra reacción que a su vez intensifica la primera... Vas a salir del cuarto, cuando quieras...”), a cuya voz apenas responden los seudorrevolucionarios en su infrahollywoodizado caminar infinito, el cuerpo de un borrego muerto en el paisaje árido, un toro cebú en primer plano desplumado y una inevitable fogata iluminando a los tres al abarcarlo todo con sus llamas cual eternos acordes lastimeros y sus chisporroteos proveyendo una acelerada desembocadura en la oscuridad total. O séase en términos musicales, Estructuras y Turbulencias en Re Menor para Piano: Impetuoso e feroce, Presto virtuoso y Quieto vinto.
Y la lucidez embotada era por herética elección deleitosa que se soñaba delictuosa un irreverente viaje extático del impulso desvergonzado a la evidencia de la impostura concertada.
La lucidez indigente
Tratando de armar simbólicamente con palitos lúmpenes un ilusorio castillo de naipes que de cuadrado pasa a pentagonal antes de inevitablemente derrumbarse en el rincón de lo que viene a ser un inframundo privado bajo los puentes viales de Iztacalco e Iztapalacra, circulando con indiferencia al lado de alguna prostituta suculenta o entre chacales desatados contra ellos mismos, recibiendo la oscura dádiva de una botella de aguardiente (“Chanito, toma tu charanda”) que ipso facto lo convierte en un teporocho privilegiado gracias a esa nocturna caridad en el barrio miserable, pagándose un reparador taco en un puesto de mariscos, depositándole devotamente una ofrenda a la Santa Muerte tan milagrosa, vaciándose a grandes sorbos ruidosos su bebida cual individualizado gozador solitario, ahora dentro de una especie de cuadrangular nicho rodeado de piedra, para enseguida dormirse con insólita placidez en ese útero callejero entre baldíos y muladares, el indigente andrajoso de pelambrera erizada y costras de mugre acumulada a quien llaman El Chano (Donaciano Hernández Pérez El Chano interpretándose a sí mismo) va después a deambular de mañana por las calles, empujando un carrito del súper que le sirve para ir amontonándole encima los grandes envases de cartón y las botellas de plástico que recoge en los basureros y que por último venderá por kilo en un depósito. Así, tranquilo, sin mayores preocupaciones ni ataduras, acaso feliz y marginal, el precarista vive al parecer en perfecto equilibrio con su entorno social.
Pero un mal día esa admirable armonía va a romperse. Alguien lo busca, lo hace reportarse en una humilde morada y hallarse en su trono invadido por la asexuada comadre Rosa (Mercedes Hernández) que le ruega auxiliarla en un terrible apuro: sacar de la comisaría a su hijo Rodrigo, en malos pasos y detenido por violación y quizá homicidio. Sin pensarlo dos veces, impulsado por esa ineludible urgencia moral, el harapiento se decide, se despoja de sus harapos, se baña, se afeita, se agencia un atuendo decente, se alista, pronto se calará al cinto el fierro verdugo-justiciero que le proporcione un cuate en una feria de la colonia contigua y, en busca de dinero, empieza por visitar en su guarida a un antiguo compinche dealer apodado El Chabelo (Gerardo Martínez Pichicuás), quien, a punta de pistolas, le hace entregar unos cuantos miles de pesos restantes de la última fechoría acometida junto con él e intenta convencerlo de que se reincorpore a su pandilla narcomenudista original, aunque ahora ésta ya no trabaja por la libre, sino para un patrón institucional.
Pero, por desgracia, unida con los billetes que ha logrado reunir a duras penas la madre del ahijado, la cantidad recibida se revela, de singular y ridícula manera, insuficiente para cubrir la mordida que requiere el chavo, pues ya está punto de ser remitido al reclusorio mayor por un tal Comandante López, el temible capo uniformado de la delegación, según se lo hace saber al buen Chano un corrupto amigo agente del Ministerio Público (Rodrigo Franco) en cierta cantinucha de un mercado del barrio popular. Razón suficiente, sin embargo, para que el hombre vague desesperado, asalte a la luz del día una tienda de comestibles y sea trepado a una patrulla cuyo corruptito policía en jefe (Julio Escartín) lo reconviene y obliga a mocharse con sus pertenencias, antes de ordenar con suavidad a su disciplinada ayudanta de patrulla (Maricela Méndez) que lo deje suelto. Así entonces, a Chano sólo le quedará abordar en persona al corruptazo Comandante López (Juan Carlos Torres) durante su epopéyico recorrido grupal por los tabledances y demás antros noctívagos de la demarcación, en un principio queriendo negociar con él bajo presión, luego ofreciéndole con humildad sus servicios indeseables (“Te puedo hacer, al chile, buenos trabajos, ¿qué transa?”) y al final haciéndose madrear, humillar, poner de rodillas y expulsar del rumbo, para después regresar por más, ahora sí fusca en ristre, sorprender a sus enemigos, balear a uno de los policías vigilantes para someterlo, provocar un espectacular estallido con su respectiva matazón en la comandancia, dar baje a envoltorios de droga que mete en su mochila y salir huyendo con un brazo sangrando, aunque sólo sea para ser acosado en una calle y aprehendido, debiendo sufrir todavía a continuación el aniquilamiento a tiros de su comadre Rosa tras la ventana superior de su casa y él mismo ser enfrentado con el ahijado a quien deseaba sacar de la cárcel, ya