La lucidez pulsional reflexiona a fondo sobre la relación madre / hijo. O más específicamente, entre madre sola e hijo sin padre, entre madre e hijo en ausencia de toda figura paterna. Algo situado a medio camino entre desastrosamente hacer el mal tercio para acabar haciendo el oso y una denunciadora develación carcajeante de la esencia incestuosa de todos nexos posesivos primarios. Llega un momento en que, como de costumbre igual de acostados en sus camas o recostados en las tumbonas de piscina o sentados a la orilla de la cama, tal pareciera que madre e hijo, cada quien a solas pero en compañía, estuvieran expuestos y tuvieran que convivir con un animal en acecho, quizá un equivalente del tigre en la barca de Una aventura extraordinaria / Life of Pi de Ang Lee (2012), siendo cada uno la instintiva fiera irracional del otro. Así, convertida en relación entre la bestia depredadora y la presa (¿pero cuál es cuál?), y en plena peda cervecera materna, va a recurrirse gratuitamente (“¿Qué se les antoja hacer?”) y en vano a una metafísica del castigo en un cruel juego de naipes, que sólo hace pavonear su poderosa sensualidad brotante a Jazmín, bailando o imitando a una foca, que sólo causa a regañadientes a Hectorcito una regresión psicológica al ser obligado a cantar el tema musical de la TVserie Muerte en Hawaii, pero que finalmente provoca la definitiva, deliberada, práctica y simbólica expulsión del núcleo de Paloma, al ser enviada como castigo por unas papas fritas, a medianoche (“¡Búscalas!”), para quitársela de encima y que la pareja se quede por fin a solas, no quedándole otra salida decorosa a la mujer que asumirse como un estorbo, comerse la comida chatarra ella sola y pasarse el resto la noche durmiendo la mona sobre un incómodo diván en un inclemente pasillo del hotel desolado, cual personaje microtrágico por unas horas, y retornar al cuarto por la mañana, acariciar a su hijo en el tibio reposo del primer amor, tomarlo de la manita y besar su faz entre las cejas, para que luego, más entrada la mañana, sin darse por enterado, el chavo impaciente por crecer se afeite el incipiente bigote con el rastrillo rosa de mamá, importándole poco que con ello le vaya a salir más grueso, pasando protectora y acaso agradecidamente la mano sobre la melena de Paloma y abandonar el cuarto con sus avíos de playa, dejándola dormida, sin volver a mirarla, de seguro porque “Club sándwich es, de nueva cuenta, una hilarante incursión en el mundo de la adolescencia” y “nadie como Eimbcke para cautivar a su vez a los espectadores con juegos y ocurrencias adolescentes en las que él, como Paloma, participa con disposición y naturalidad insólitas” para “volcar la melancolía de los años mozos en alborozo y pasmo ante la novedad del mundo” (según Carlos Bonfil en La Jornada, 29 de noviembre de 2013), y porque así lo dictan los límites de las relaciones limitantes y el rebasamiento de ellos.
Y la lucidez pulsional era por refulgente bastardía sedienta de significado una forma de poner en escena lo que no se dice, aquello que de esa manera cobra más volumen, sentido y capacidad de seducción.
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