En Despertar el polvo (Catatonia Films - Imcine - Té Films, 78 minutos, 2013), tercer largometraje del inasible excececiano de 46 años Hari Sama (Sin ton ni Sonia, 2003, y El sueño de Lú, 2011), desarrolla una trama argumental, basada en “un hecho real de extorsión policiaca” (según el propio realizador), que holgadamente cabría en un cortometraje de 25 minutos y cuya información proporcionada apenas alcanzaría la dimensión de su trailer de 3:03 minutos, acaso demasiado largo para tan poca información y para una película tan breve que va a reconvertirse, engendrando un haz de líneas narrativas, recurriendo de modo muy original a la truculencia y desembocando de manera sorpresiva, pero siempre constituyendo, definiendo, sobredeterminando y sosteniendo un altivo y trascendente o malvado y desarmante discurso en torno a la lucidez indigente, como sigue.
La lucidez indigente incluye, alía y sintetiza varios relatos en uno. Los conecta, los connota y concuerda. Arranca como una docuficción precarista, en forma de espantable crónica cotidiana, por completo desdramatizada, viviseccional, vagamente irritante y pausada, sin de prisa, con un indigente-espantajo auténtico, carente de experiencia fílmica alguna, en el rol protagónico y seguido por las callejuelas iztapalapenses más patéticas (específicamente en las del otrora combativo campamento Dos de Octubre) como un mero objeto impenetrable y cercanamente distante. Tras experimentar un radical cambio de tono y reconvertirse en su interior, continúa como un glorioso relato de fidelidad en forma de itinerario humano, donde el retrato de la indigencia forzadamente vista por ella misma ha pasado a un segundo término y sólo importa el seguimiento de un personaje revelador meramente conductual, behaviourista, que aún sirve de enlace entre diferentes ámbitos urbanos. Prosigue y culmina como un thriller con ambiciones de totalidad sociológica al hacer un retrato-crónica límite de la irremediable delincuencia citadina de hoy, reducido a la brutalidad. Relatos mutantes, diríase autónomos y excluyentes del anterior, con distintos regímenes de naturaleza (honda) y lenguaje (opcional) y pulso firme, pero ninguno se sostiene jamás como definitivo, aunque en conjunto vendrían a configurar un inquietante parafilm por encima de las estalladas fronteras genéricas, en los confines del docudrama posmoderno.
La lucidez indigente finca sus orígenes en una Truculencia de truculencias. Toda metamorfosis narrativa se muestra y administra a través de truculencias. Para la descripción del precarista se recurre a la truculencia meramente observacional del documental de investigación-evocación rampante El paciente interno de Alejandro Solar Luna (2012). Para el cambio de personalidad, en forma radical y como calcetín vuelto al revés, de precarista a chacal lleno de nexos y deudas con sus congéneres en el hampa, se invoca la sorpresiva truculencia folletinesca del sofisticado millonario Arturo de Córdova con flagrante doble vida en plan de limosnero para acrecentar su fortuna en el delirante melodrama argentino Dios se lo pague de Luis César Amadori (1948), basado en una obra de Jocelyn Camargo que abrevaba en las fuentes del Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson como en la metafísica de primitivos preexpresionistas tipo El otro de Max Mack (1913), con el maxreinhardtiano Albert Basserman a la vez burgués y noctámbulo asesino en estado crepuscular, y en escapistas comedias light de la época fascista tipo El señor Max de Mario Camerini (1937), con un Vittorio de Sica a un tiempo pillo embaucador y pomadoso noble decadente. Para la metamorfosis de la realidad en pesadilla, se recurre tanto a una truculencia violenta absolutamente marginalista e itinerante con pie en prófugos sacrificables que acaben Con las manos sangrientas (Carlos Hugo Christensen, 1953) como a la truculencia fársica que aportan, inmejorablemente en el cine mexicano actual, los excelentes y desternillantes aunque poco valorados cortometrajes intermedios del propio realizador Hari Sama (Con la cola entre las patas, 2005, y Tiene la tarde ojos, 2007). Para la compactación terminal de la metamorfosis y su envío y quizá su apertura a otra evolutiva / involutiva por traumática al canto se incursiona e incurre involuntariamente en una truculencia paralela a la virtuosística en un único insensato plano-secuencia límite, con abundantes clímax y ámbitos y personajes secundarios, de la experiencia extrema filmada en Tiempo real por Fabrizio Prada (2002), sólo que aquí con una criminalística sincopada un poquito más fragmentadilla. Truculencias-argucia, truculencias-bisagra, truculencias por encima de su propio tremendismo subsiguiente y subsidiario. Con alegría y gravedad turbulenta, truculencias asumidas, truculencias inteligentes, truculencias cerebralmente controladas.
La lucidez indigente ensarta su sentido en una mudanza de su estilo fílmico. Una mudanza fundamental y a fondo. Con cámara fija, contemplativa y plasticista pese a todo, emplazada bajo puentes y elevadas vías rápidas, petrificadamente abierta hacia profundidades de campo sobre puentes peatonales o jodidas calles, o con cámara describiendo largos recorridos mediante tracks laterales que logran abarcar todos los puestos de una acera de mercado informal, El Chano vegetaba y acumulaba cartones y se arriesgaba a introducir por las vías más angostas su rebosante carrito del súper y llevaba a pesar sus 6 kilos de la jornada y se tiraba a descansar mirando las estrellas mientras se daba un toque o se empujaba un fogonazo de licor. Pero a media película modificaba por completo su régimen de expresión visual. Emergía de la nada un prolongado, redundante e interminable virtuosismo de body-camera acosadora, abocada a los prodigios del plano-secuencia, de eternizado gran aliento reacio al corte, a la muy codificada manera fenomenológico-vivencial del nuevo cine argentino de la primera década del nuevo milenio (tipo El custodio de Rodrigo Moreno, 2006, o El asaltante de Pablo Fendrik, 2007), por supuesto con base en los hermanos Dardenne. O sea, arrastrando a la dócil cámara adosada a su espalda como un incansable perrito faldero, El Chano lo atraviesa todo, atraviesa una romería donde el altavoz del sonidero lo saluda con entusiasta sorpresa como el mariguano del barrio, atraviesa basureros, atraviesa la noche, atraviesa el plano por el eje yendo y viniendo mochilita al hombro desde la profundidad del campo, atraviesa el puesterío interminable en varias rúas de tianguis enteros, atraviesa por la cuneta de una vía rápida cuyos fanales de auto apuntan en contra suya luces que revientan al pasar a su lado, atraviesa la aviesa realidad que lo devora. Seguimientos angustiosos desde la espalda o, peor aún, de frente. Caminata larga, interminable, que perentoriamente desemboca en el asalto expeditivo a una tienda a plena luz del día. Fotografía presta a cualquier tipo de petrificaciones connotativas o dinámicas sinuosidades de José Casillas, montaje de planos muy ajustados por Mario Sandoval y el propio Hari Sama aprovechando su hábito de poner en relieve hasta los mínimos detalles de mercancías en sus product-shots alimenticios. Cambio de ritmo en la segunda parte del film para que la primera cobre sentido. Virtuosismo de planos secuencia que van de un avance en apariencia subjetivo que de pronto se torna objetivo, o viceversa, durante los acosos a mano armada de El Chano a los policías corruptos, que, pese a los laberínticos que sean, invariablemente concluirán en obsedentes planos fijos generales, ensimismados y como reflexivos, en algún restituido y abiertísimo long-shot inmóvil aunque a veces verborrágicos, jamás contemporizadores ni condescendientes, a rabiar de ira. Así se expresa con diabólica contundencia la consumada contingencia de un cambio de proyecto fundamental de vida y su reverso, y su índole reversiva nunca más regresiva.
La lucidez indigente alcanza su mayor nivel como ejercicio de estilo en su recreación del thriller como género estallado a la mexicana. Thriller cuya afilada síntesis puntual recuerda que su creador Hari Sama empezó su carrera regándola gachamente cual vil publicista esnob (Sin ton ni Sonia) y se recuperó y formó cinematográficamente a pulso gracias a las síntesis obligadas del ácido, satírico y amargamente autoparódico-autorrisorio del cortometraje hipercontundente (La cola entre las patas, Tiene la tarde ojos), para lograr elevarse hasta una anticomplaciente lutoficción, profundamente autobiográfica y conmovedora y omnirrecuperada (El sueño de Lú). Thriller ebrio y dionisiaco, pese a su apolínea sobriedad formal, cual marco imprevisto, intempestivo, para generar y englobar una colosalmente siniestra e intrincada historia policial a su esquemática manera quintaesencial, en la que bastan escasos tres diálogos-monólogos de autoridades, que son ver-daderos macroparlamentos-rollazos, para evocar con aplomo de aplastamiento este avasallante clima naturalista de predeterminado-determinista abuso impune que se respira en el México urbano de los nuevos años dieces: uno, el parlamento profusamente explicativo del convincente agente del Ministerio Público en la cantina hacia un suplicante Chano tratando de razonar y alegar, sentado inmóvil y apabullado (“Si no es pedo mío, mi Chano, por mí no hay bronca, no me des nada; total, por un aliviane y ya;