La lucidez proteiforme posee una dramaturgia visual más inventiva que su dramaturgia dramática propiamente dicha. Secuencia a secuencia, instante bien valorado por instante bien actuado, uno se encuentra siempre con lo contrario de la ilustración literaria tibia y sosa que podría temerse. Un film decepcionante en cuanto a argumento y adaptación, pero brillante en cuanto a puesta en escena, puesta en cámara y realización. Por así decirlo, la estructura de sus significantes resulta más apasionante y seductora que la de sus significados. Uso continuo de un inquietante fondo negro de vientre omniparturiento o primitivo-syberbergiano Black Maria, que en las secuencias premonitorias se campechanea con un fondo blanco encandiladora no menos desasosegante e hipnótico. Iluminación del notable fotógrafo cuequero Alejandro Cantú con dominante cenital de espectralidad de inframundo, o tendiente a una seudopublicitaria sobreiluminación de cromo palmario sin matices ni sombras. Escenografía tan regia cuan nítidamente delineada por Lizette Ponce y reducida a un sofá aburguesado, una lámpara de tres pequeñas pantallas en forma de alcatraz, una grabadora que reproduce cintas gigantes y un metrónomo cuyo zumbante ruido regular llena y exaspera el espacio auditivo. Música electroacústica apenas puntual y un par de melosos temas cancioneros: “Hablar de más” melifluamente cantada por Quiero Club y “Un millón” interpretada a modo de antífona moderna por Loblondo y Daniel Gutiérrez, mejor secundados por un sofisticado diseño sonoro de Pablo Valero tan refulgente que con frecuencia resulta inoportuno. Utilización de frontalidades constantes y reversos totales de espaldas tras el sillón a 180 grados, que deben coexistir con agresivos top shots de completa verticalidad perpendicular, tandas de líricos jump-cuts, campo-contracampos a una angulación de casi 90 grados, two-shots en contrapicado, enfoques / desenfoques en ráfaga cerrada y francos paralelos de perfiles en close-up o de figuras enteras. Edición radical que va por corte directo de un segmento a otro segmento como de un imaginario a otro, con claridad y contundencia absolutas sin jamás confundir al espectador más conservador, gracias al también realizador de lo que podría denominarse otra vez (de acuerdo con un acucioso término acuñado por Jacques Doniol-Valcroze) una vanguardia interior Gabriel Mariño conjuntamente con Edna López. Secuencias como el acostarse de la asexuada pareja matrimonial, que sería uno de sus tantos futuros posibles, quedan validadas de manera estilizada, pararrealista y metanaturalista, merced al excelente diseño de vestuario de Cynthia López, a través de una matapasiones piyama varonil y un suprarridículo baby doll morado de época, en las antípodas de cualquier pretensión documental. Hermosamente inhumanos los maquillajes de Marco Hernández permiten adentrarse en la hondura y la vivificante muerte interior de unos figurines palpitantes de otra manera en virtud de ellos. Coda bailada con desenfado, definitivamente concluyente cual recopilación y desborde y reconocimiento de lo recién visto, con Everio y Norma echándose sus pasitos ya vueltos actores en situación (de videoclip) y fuera de ella, muy a lo Ola Inglesa popmaniaca de los años sesenta-setentas (invocando a la cabeza aquella trepidante olvidada Una joven llamada Joanna de Michael Sarne, 1968, con Genevieve Waite), o concreción a la Godard (Iban por lana, 1964) de un subterráneo homenaje anacrónico a la Nueva Ola Francesa que ya ni Gerardo Naranjo (Voy a explotar, 2009) y que parece burlarse de la película misma, frivolizando todos sus contenidos serios aunque aún guiñándoles el ojo al perpetuar antológica y livianamente tanto su vestuario liviano como sus actitudes propositivamente antisolemnes de antaño (“La realidad es mucho más fantástica de lo que te imaginas”). Exceso sentido del detalle: el dedo femenino abocetando cual caricia de soslayo sus apetitosos labios, los bellos ojos pensativos, el indeliberadamente insinuante minivestido jaspeado rojizo sobre tentadoras mallas granate, el combate de box entre hombre y mujer al mismo nivel pugilista con blanquísimo calzón y guantes rojos dentro de un grisáceo ring alzado en la negrura, los dorados aretes de freno equino, las albas zapatillas en big close-shot amenazando hiperdecididas, los reiterados recursos al espejito de polvera (“Luego luego te vas a la fregadera”) y a la pérdida / búsqueda reptante de un lente de contacto que a lo mejor nada más se desplazó dentro del globo ocular u oculero, el guiño de ojo en abismo conceptual del hombre pretendiendo concentrarse en vano en la lectura del libro que está siendo representado (en la acogedora primera edición de bolsillo en la serie El Volador de Joaquín Mortiz), el raudo brinco masculino sobre el respaldo del sillón, el imaginario disparo con mano de pistola que basta para derribar al desglandulado galán, el culminante jalón de greñas para bajarle los humos a la altiva muchacha para romper cualquier simulacro de comprensión y de caballerosidad hipócrita. Pero sobre todo ese pleito de intensidad creciente, a grito pelado (“Tienes una imaginación verdaderamente malsana, niña” / “Mira, déjate de estupideces” / “Porque no puedes conciliar dos cosas tan distintas, ¿no te das cuenta?”) entre los dos enfrentados contendientes (“Estás jodido tú” / “Ya está bueno de que te sientas lo máximo, ¿no chiquita?”), que avanzan y avanzan furiosos en full-shot con fondo negro en estricto paralelo (que no campo contracampo) hacia el otro, dando la impresión de que jamás podrán alcanzarse e incluso atravesando una zona de lluvia cual encrespada e inasumible tormenta interior que corporalmente nunca los toca, hasta su dilatado encuentro perfil contra perfil dentro del mismo encuadre, tan irreductibles como ellos, bravos, bravo. Un fascinante ejercicio de estilo pese a todo, teatro grabado en grande, bocanada de aire fresco neoformalista (concomitante con piruetas escénicas como las del incomprendido Ocean Blues de Salomón Askenazi, 2011, con jóvenes cuanto más actuales y vigentes que los desdibujados viejos jóvenes de Agustín), salto mortal que invariablemente cae parado, cinefilia práctica pura, ensimismada forma fílmica, feliz y exultante sin miedo al vacío, a su propio cerebro hueco.
La lucidez proteiforme abunda en el discurso acerca de la dificultad de las relaciones amorosas libres. Continúa, prolonga, exaspera y decanta las preocupaciones del realizador al respecto. A lo pedestre de los planteamientos y situaciones verbales de su sociología-pop de la idiosincracia mexicana en las relaciones de pareja cincuentenaria (¡oh aquella dichosa e ingenua época en que las estudiantes universitarias de políticas podían ser vistas por los machos intelectuales como rabiosas feministas castrantes avant la lettre!), Magaña opone una concepción y un enfoque a sus criaturas que evita juzgarlas, a semejanza de lo cariñosamente sucedido con el atormentado héroe viril de Sobreviviente, ese primer juguete del destino amatorio, aunque no puede impedir someterlas a un acercamiento moral que, al igual que el irónico archipiélago de mujeres de Eros una vez María, consiste en pretender revelar sus secretos como seres y el misterio sin misterio de sus comportamientos contradictorios, al pasar de perfectos desconocidos a furiosos aspirantes amatorios en pugna perenne, dando la sensación de que, mientras esperan y conversan, algo por encima de ellos está muy bien estructurado, que están desahogándose a través de sus pláticas y sus impositivas microanécdotas verbalizadas, de que la exasperación de sus represiones sexuales remiten a una fracasada lucha individual que va más allá de un mero impulso coartado y un beso prolongadamente interruptus, de que en apariencia no está pasando nada y sin embargo está pasando todo.
La lucidez proteiforme se enrosca en vez de culminar. ¿Cuál era la propiedad que se quería y anunciaba abolir? ¿La propiedad de la mujer por el machín o la del varón domado por la hembra desalmada, la propiedad de la ficción por la usura del tiempo real, la propiedad del hambre de relatos por la