La lucidez del cine mexicano. Jorge Ayala Blanco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jorge Ayala Blanco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9786070295065
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de Citlali Gallardo como protectora yegua sensual se deben hermanar con el carisma de Kuno Zaragoza como inasible centauro de espadín. A diferencia de la confusa y errónea identificación básica que (según Gustavo García evocado por Alfredo C. Villena en Milenio Diario, 25 de julio de 2013) hacía el intocable sabio Monsiváis en su antología de la crónica literaria en México A ustedes les consta, esta emblemática revisión histórica de Rafa Lara vuelta instantánea ficción encomiástica-emblemática nunca confunde la crónica con cuadros de costumbres y el periodismo de época; en forma por lo menos antiacadémica, los amalgama, simplemente los mezcla en conjunto, los adultera y bate a todos en el crisol absurdo de una telenovela histórica compendiada y cuidadosa y ordenadamente no-caótica, pero procurando tener pies (aunque no muy bien plantados) y cabeza (si bien nunca demasiado inteligente, hay que reconocerlo), heteróclita en su estructura y en la longitud de sus partes.

      La lucidez derrotriunfalista se conforma con estructurar el relato de su epopeya en forma de voces declamatorias. Con nerviosa cámara en mano del fotógrafo Germán Lammers (Acorazado de Álvaro Curiel de Icaza, 2009; Nos vemos, papá de Lucía Carreras, 2011) venga o no a cuento, con espectacularidad de hueco movimiento incesante, y establecimiento de acciones simultáneas a varias distancias de la profundidad de campo que remite a ciertas configuraciones plástico-dramáticas del mejor Mizoguchi para permitir desplazamientos horizontales o cambios de distancia desde el frontground hasta el más lejano background a los personajes que parecerían en colisión con los demás y consigo mismos, cada secuencia debe culminar no obstante en una gran frase de cara a la eternidad. Aspiraciones frustradas de technicolor-mamut cual posHollywood babilónico, a la vez que de épica a la Mosfilm-Bondarchuk tipo elefantiásicas Campanas rojas (1980), destructora en serio de pueblitos idílicos texcocanos, en nombre de los ideales del más tardío y trasnochado realismo socialista; aspiraciones fallidas, tras sufrir el sabotaje-venganza de la letra contra la sobrehecha evidencia fílmica con apretadísima edición conjunta del realizador y el decisivo excuequero Francisco X. Rivera (corto metacienciaficcional: Nia, 2006, y ya coeditor del Asalto al cine de Iria Gómez Concheiro, 2011, y del Colosio, el asesinato de Carlos Bolado, 2012). Frases, frases, a veces auténticas parrafadas. “No os hace la guerra Francia, es el imperio. Vosotros y yo combatimos al imperio, ustedes en vuestra patria, yo en el exilio. Valientes hombres de México, resistid. El atentado contra la República Mexicana, continúa el atentado contra la República Francesa”, precede al film-epopeya aquel valeroso epígrafe del desterrado poeta Victor Hugo, aún tan consabido y admirable cuan sorprendente y eterno. “¡El futuro le pertenece al imperio francés!”, afirma el cínico sardónico embajador francés Saligny, como redondeo expansionista y despedida, luego de presenciar la displicente actitud del emperador de imperturbables bigotes afilados Napoleón III dignándose a recibir a la humillable e insignificante comitiva conservadora mexicana a mitad de una ininterrumpida representación del Don Giovanni de Mozart en su palco de la Ópera, pero nombrando ipso facto a su dilecto incondicional Lorencez para una victoria “contundente y rápida” sobre los ejércitos de lejanos territorios y continuar por encima del ricino de nuestro amenazante vecino del Norte. “¡No permitas que nos quiten nuestra patria!”, recomienda la joven esposa agónica Rafaela (Ximena González Rubio) al fiel marido Ignacio Zaragoza que desgarradoramente se despide para partir a la guerra (“No lo voy a permitir, te lo juro”), ya postrada de manera irremisible sobre su misericordioso lecho de muerte y tendiéndole los brazos en pleno delirio febril doble, por la minimizable enfermedad pulmonar y por la maximizable enfermedad patriótica asimismo espiritual. “¡No para atacarlos, sino para defendernos!”, asevera para la posteridad el mandatario liberal y resistente por excelencia Benito Juárez, con perenne gravedad (“Tengamos fe en la justicia de nuestra causa”), como inequívoco signo de íntegra voluntad inquebrantable, luciendo su serenidad ante un subalterno finamente Doblado (Alejandro Aragón), y poco después ante un mapa republicano en la pared, pues “Se vienen tiempos oscuros para México”. “¡El Gobierno Mexicano tiene la voluntad de atender nuestras peticiones, pero no va a permitir amenazas a su soberanía!”, asegura lealmente preventivo el hispano general Prim para asegurarse de paso tener una calle céntrica en la futura Ciudad de México. “Son órdenes del Emperador, yo estoy aquí como jefe militar, los asuntos políticos no me conciernen”, interrumpe tajante el Conde de Lorencez (“Hizo usted su tarea, general”) en un suntuoso banquete con escenografía shoñadaza de Shazel Villaseñor (“Está decidido, marcharemos sobre México”), propositivamente contrastante con la inopia alimenticia de las hambreadas tropas mexicanas a la defensiva casi por instinto y fervor. “Tenemos superioridad de raza, disciplina y moralidad, yo soy el dueño de México, vive la France”, recita el mismo obvísimamente racista Conde Nado en una carta verbal a su Emperador, tras brindar con copa de cristal cortado que marca por montaje alternado su diferencia con los cafecitos de olla de los defensores poblanos. “¡Tengo fe en nuestros soldados y en nuestra causa, pero un poco de ayuda del General de allá arriba no nos vendría mal hoy en el campo de batalla”, arguye el general Zaragoza para justificar de cara a los demás generales su reverencia ante un altar poco antes de su uniformada salida taurina hacia la gloria bélica ya entre torrentes de luz cegadora. Y así sucesivamente. Hasta la ignominia siempre. Frases, frases, desoyendo las auténticas voces y líneas épicas de una manierista mecánica de filmar que de pronto llega hasta a resultar algo muy parecido a una rutina con desarmante naturalidad entusiasta, más allá de la mera fluidez ornamental o la simple ornamentación fluida. Frases, frases, al término de cada morceau de bravoure. Colección de scènes à faire, álbum de estampas a imaginar e ilustrar, sucesión de epitafios en vida: la Historia como desfile nominativo de invocables fantasmones ávidos de soltar, tirar, y asestar con inesperada vehemencia archiconvincente e inoportuna / oportuna / oportunista la elocuente frase única e irrepetible que los hará pasar por anticipado al panteón de la inmortalidad. Frases, frases y más frases, siempre al término de cada episodio o capítulo, unido al siguiente por oscurecimiento categórico, por prolongado fundido en negro, por letrero interpuesto o por discreta disolvencia de inferior contundencia que cualquier punto y seguido, es igual. Frases memorables, frases de efecto, frases impactantes, frases que taladran el inconsciente antes de ser pronunciadas, frases memorizables, en la descendencia de los hiperoficialistas Aquellos años de Carlos Fuentes-Felipe Cazals (1992, que no servía ni como recuento de Aquellos daños a Benito Juárez pero que se fueron por Aquellos caños echeverristas), si bien bastante menos acartonada, justo es decirlo.

      La lucidez derrotriunfalista determina que el fragmento-secuencia de la batalla funcione como una película en sí misma. Como si se tratara de dos filmes por el precio de uno, el primero que se llamara “Antes del Cinco de Mayo”, narrando desde todo tipo de antecedentes históricos de la Batalla, hasta la salida de los generales mexicanos de su templo-cuartel al amanecer, cual si estuvieran partiendo plaza taurina hacia la gloria; y una segunda que se denominara “La Batalla propiamente dicha”, pormenorizando la acción bélica en sí, para sí y en su ser-para-la-inmortalidad. En 45 minutos pantalla, con 11 meses de rodaje, 700 figurantes, 135 caballos de la Secretaría de la Defensa Nacional y 400 copias para su magno lanzamiento (¿casi de a una por espectador en la muy noble y leal Ciudad de México?) exacto 151 años después de la gesta verdadera, la arrebatada decisión empírico-práctica y la aventadísima mentalidad pionero-espectacular de Rafa Lara hace que todo suceda, sin ambicionarlo ni codiciarlo como sueño dorado ni pretenderlo, al estilo Griffith en El nacimiento de una nación (1914) con su Batalla de Atlanta, al modo Eisenstein en Alexandr Nevski (1938, aquí muy correctamente intitulada La gran batalla), en la emulación a La guerra y la paz, parte III de Bondarchuk (1963-1967) y su escenificación macrotolstoiana de La batalla de Borodino en 1 hora 45 minutos (que de hecho se programó dentro de nuestra cartelera comercial en forma independiente), a la manera del Ran de Akira Kurosawa (1985) y su Batalla de Clanes en el punto del alba, o bien con el giro prácticamente autónomo de El señor de los anillos: las dos torres como segundo segmento de la versión en cuatro de la saga novelística de J. R. R. Tolkien adaptada por Peter Jackson (2002) y su prefabricadísima Batalla-asalto a una fortaleza (40 minutos exactos), y así sucesivamente. Tras una tensa espera, desmembrada entre el señorial desprendimiento ejemplar de la esposa de doctor Doña Soledad (Angélica Aragón) que se improvisa en Scarlet O’Hara de los probes en los particulares hospitales de Lo que el viento se llevó (Victor Fleming y predecesores, 1939) que nos merecemos y la entrañable velada aguardentosa para temerarios