Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana). Nicholas Eames. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nicholas Eames
Издательство: Bookwire
Серия: La banda
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874793140
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le contase un cuento antes de dormir. Quería uno de dragones, pero los dragones estaban prohibidos porque le daban pesadillas. Tally se lo pidió de todos modos. Era una niña valiente. Clay le ofreció uno de sirenas y un hidraco, y mientras lo contaba se dio cuenta de que aquella criatura era tan temible que en realidad era lo mismo que hablarle de siete dragones a la vez. Esperó que su pequeña no se despertara entre gritos.

      La historia que le describió era cierta en su mayor parte, aunque la adornó un poco (le dijo que había sido él quien asestó el golpe definitivo al hidraco, cuando en realidad había sido Ganelon) y también obvió algunos detalles que su hija de nueve años y, por consiguiente, su madre, no tenían por qué saber. No hacía falta decir que las sirenas habían quedado muy agradecidas después de la batalla, lo que explicaba por qué Clay conocía tan a fondo su misteriosa y deseada anatomía. Aunque lo cierto era que nunca había llegado a comprenderla a pesar de todo.

      Dejó de hablar al sentir que la respiración de Tally se volvía más regular. Se había quedado sentado mirando su carita, sus mejillas sonrosadas y su nariz perfecta como la porcelana, maravillado de que alguien como él, con la obvia contribución de Ginny, hubiese sido capaz de engendrar algo tan extraordinariamente bello. No pudo evitar extender la mano y tomar la de la niña. Los dedos de Tally se estrecharon alrededor de los suyos por instinto, y Clay sonrió.

      De improviso, abrió los ojos.

      —Papi.

      —¿Sí, angelito?

      —¿Rosy va a estar bien?

      A Clay se le heló la sangre. Abrió y cerró la boca mientras intentaba encontrar la respuesta adecuada.

      —¿Estabas oyendo la conversación que he tenido con tu madre? —preguntó. Pero sabía a ciencia cierta que la había oído. Escuchar a escondidas se había convertido en un hábito para ella desde que una noche los oyó a él y a su madre susurrar que iban a regalarle un poni por su cumpleaños.

      Tally asintió con gesto soñoliento.

      —Tiene problemas, ¿verdad? ¿Va a estar bien?

      —No lo sé —respondió. Pero le habría gustado decir: “Sí. Claro que va a estar bien”. Mentir a los niños no era tan malo si era para protegerlos, ¿no?

      —Pero el tío Gabe va a salvarla —murmuró ella. Luego cerró los ojos, y Clay titubeó un momento con la esperanza de que se hubiera quedado dormida—. ¿Verdad? —preguntó, al tiempo que volvía a abrir los ojos.

      En esa ocasión, tenía la mentira preparada.

      —Así es, cariño.

      —Bien —dijo la niña—. ¿Y no vas a ir con él?

      —No. No iré con él —respondió en voz baja.

      —Pero irías si yo estuviese en peligro, ¿verdad, papi? Si los malos me tuvieran secuestrada muy lejos, ¿irías a salvarme?

      Clay sintió un dolor en el pecho, una podredumbre furibunda que bien podría haber sido vergüenza, pena o un remordimiento nauseabundo; y lo más seguro es que fuese todo eso al mismo tiempo. Pensó en la sonrisa asimétrica de Gabriel, en las palabras que había pronunciado su viejo amigo antes de marcharse: “Eres un buen hombre, Clay Cooper”.

      —Si fueras tú —dijo con tono comedido y rabioso al mismo tiempo—, nada en el mundo podría detenerme.

      Tally sonrió y se aferró a él un poco más fuerte.

      —Pues entonces también deberías salvar a Rosy —dijo.

      Y esas fueron las palabras que lo destrozaron por dentro. Apretó los dientes con fuerza para reprimir un sollozo que amenazaba con ahogarlo y cerró los ojos para evitar el torrente de lágrimas que surgió de ellos. Demasiado tarde.

      No siempre había sido un buen hombre, pero tenía muy claro que lo estaba intentando. Había saciado sus tendencias violentas alistándose en la guardia y usado sus particularmente escasas capacidades para hacer el bien. Había hecho todo lo posible para convertirse en un hombre del que Ginny se sintiera orgullosa. Ginny y su hija, su querida hija, que era su legado más preciado y la mota dorada que iluminaba el turbulento río que era su alma.

      Pero supuso que había bondades y bondades. Uno podía compararlas y darse cuenta de que algunas eran mucho más nobles que otras, aunque la diferencia fuese ínfima. Así eran las cosas, ¿no? Había que elegir, y tomar la decisión adecuada era una carga que no todo el mundo podía soportar.

      Quedarse con los brazos cruzados, por la razón que fuera, mientras su más viejo y querido amigo perdía lo único que había amado de verdad en toda su vida, no era algo propio de un buen hombre. Clay lo sabía, y no había manera de justificarlo.

      Su hija también lo sabía.

      —¿Papi, por qué lloras? —preguntó la niña.

      Se imaginó que la sonrisa que le iluminó el rostro en ese momento era como la que Gabe le había dedicado justo antes de salir de la puerta de su casa, triste, desecho y destrozado.

      —Porque voy a echarte mucho de menos —respondió.

      4

      Se despidió de Ginny en la colina que se alzaba sobre la granja. Clay supuso que ella lo despediría en la puerta de casa o que daría media vuelta al final del sendero, justo al comienzo del camino principal, y él había temido ese momento al igual que un hombre espera su turno en el patíbulo y recibe el aviso del verdugo con capucha negra: “¡Te toca, amigo!”. Pero, en lugar de eso, Ginny lo llevó de la mano hasta la colina, mientras hablaban de temas intrascendentes. No tardó en asentir y reír entre dientes por algo que no recordaría más tarde esa misma noche, y estuvo a punto de olvidarse de que quizá nunca volviese a oír la voz de su esposa ni a ver cómo su pelo parecía prenderse fuego con la luz del amanecer, tal como ocurrió cuando llegaron a la cima y vio el mundo áureo y verde que se extendía al otro lado.

      Horas antes, cuando ambos aún estaban despiertos en la oscuridad gris que precede al alba, Ginny le había advertido de que no iba a llorar durante la despedida. Le dijo que simplemente era algo que no iba con ella y que eso no significaba que no fuese a echarlo de menos. Pero en esa colina al amanecer y después de repetirle lo buen hombre que era, no pudo evitarlo y empezó a llorar. Él hizo lo mismo. Cuando se enjugaron las lágrimas, Ginny sostuvo el rostro de su marido con ambas manos y lo miró con fijeza.

      —Vuelve a casa, Clay Cooper.

      “Vuelve a casa”.

      Eran tres palabras que sí iba a recordar durante todo el viaje.

      Gabriel no había alquilado una habitación en Cabeza del Rey, pero el tabernero, Shep, que para Clay era poco más que un adorno detrás de la barra y muchas veces se había cuestionado si tenía piernas, mencionó que le había ofrecido un establo vacío a un viejo bardo harapiento a cambio de unas pocas historias.

      —Y eran buenísimas —añadió Shep, mientras enjuagaba unas jarras en el agua turbia del fregadero—: Amigos que se convierten en enemigos, enemigos que se hacen amigos... ¡Describió un dragón con tanto detalle que hasta me hizo creer que se había enfrentado a uno! También algunas historias tristes. Cosas muy conmovedoras. Ese maldito me hizo llorar más de una vez.

      En efecto, quien se alojaba en el establo era Gabe, el alabado héroe del pasado que había compartido el vino con reyes (y camas con reinas); y ahora estaba hecho un ovillo junto a su equipaje sobre una pila de heno empapado de orín. Pegó un grito cuando Clay lo empujó para despertarlo, como si hubiera despertado de las garras de una terrible pesadilla, algo bastante probable. Arrastró a su viejo amigo al interior de la posada y pidió el desayuno para ambos.

      Gabriel se agitó con inquietud hasta que una de las agradables y morenas hijas de Shep trajo la comida, la cual atacó con la misma voracidad con la que se había comido el estofado de Ginny la noche anterior.

      —Te he traído ropa