Reyes de la tierra salvaje (versión española). Nicholas Eames. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nicholas Eames
Издательство: Bookwire
Серия: La banda
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418711091
Скачать книгу
lo que suponía que era su cara. La criatura soltó un chillido que estaba a caballo entre una gárgara y un ronquido.

      Moog le puso una mano tranquilizadora sobre el tronco y volvió a ganarse su atención. Las ramas retorcidas del ent arañaron débilmente el brazo del mago.

      —Shhh. Tranquilo, Turing. No pasa nada. Son mis amigos. Gabriel y Clay. Te he hablado de ellos, ¿recuerdas? Han venido a ver cómo te curo.

      Turing parecía del todo indiferente. Una de sus ramas ennegrecidas rozó con suavidad el ojo de Moog, pero el mago la apartó de un manotazo con desinterés.

      —¿Curarlo de qué? —preguntó Gabriel, y Clay se preguntó en ese momento si Turing el ent había acudido a la torre a disfrutar de los efectos “fortalecedores” de la filacteria de Moog el mago.

      Moog alzó la vista. El júbilo había desaparecido de sus resplandecientes ojos azules y su mirada se había convertido en una tan fría y dura como una charca congelada en pleno invierno.

      —De la podredumbre —respondió Moog.

      Los magos eran personas obsesivas por naturaleza, y Moog no era la excepción. Desde que Clay lo conocía, había estado obsesionado con dos cosas.

      La primera eran los osos lechuza, unas criaturas mitológicas que nadie que estuviese vivo en la actualidad había visto pero cuya existencia Moog (y un grupo patéticamente pequeño de entusiastas de los osos lechuza) reivindicaba de manera incondicional.

      La segunda era la podredumbre, que se había llevado por delante las vidas de muchísimos compañeros aventureros, entre ellas la del hombre que Moog había amado con todo su corazón: su esposo Fredrick. Moog tenía interés por encontrar la cura de la enfermedad incluso antes de que Fredrick se contagiase con el Roce del Hereje. Cuando ocurrió, se había preocupado cada vez más por conseguirla, como era de esperar. Al ver que los lazos que unían Saga empezaban a flaquear, el mago aprovechó la oportunidad para dejar la banda y dedicarse en cuerpo y alma a combatir dicha enfermedad.

      Pero la podredumbre había resultado ser un enemigo implacable tanto para Moog como para su marido. Fredrick sucumbió a ella unos meses después de la separación de la banda, pero al parecer Moog no había cejado en su empeño de derrotar a su antigua némesis, la enfermedad que le había quitado lo que más amaba y solo le había traído desgracias.

      Turing había muerto.

      Era de noche, y Clay vio las estrellas asomando a través de los destrozados tablones del segundo piso. Gabriel sacó el caldero del fogón y luego encendió un fuego de verdad. Clay empezó a rebuscar en la despensa de la torre y encontró unas rebanadas de pan rancio, una cesta de tomates maduros y un queso curado que parecía un ladrillo. Lo uso todo para hacer unos bocadillos.

      Moog había pasado la tarde refunfuñando sobre el cadáver del ent para luego pasar a refunfuñar entre el desorden del equipo de laboratorio que había por la casa y terminar refunfuñando sentado en las escaleras que daban al piso de arriba. En ese momento se encontraba sentado con los brazos alrededor de las rodillas en un sillón enorme, también refunfuñando.

      —Es inútil —murmuró, tal y como había hecho cada pocos minutos durante las últimas dos horas. Aferraba su larga barba blanca con los dedos huesudos y no dejaba de mirar a un lado y a otro, como un hombre que acabase de envenenar a su esposa y esperara que su fantasma apareciese en cualquier momento para maldecirlo.

      —Has hecho lo que has podido —dijo Gabriel, aunque el cliché no sonó muy convincente.

      Moog no se molestó en responder, pero sí que volvió a murmurar:

      —Es inútil.

      Clay se pasó un buen rato rumiando el bocadillo mientras pensaba en qué decir. Consolarlo parecía un esfuerzo inane, y además nunca había sido una de las mejores cualidades de Clay. Optó por una táctica diferente, una que había usado alguna vez cuando Tally se empeñaba mucho en algo: la distracción.

      —¿Todas esas criaturas de las jaulas tienen la podredumbre? —El mago le respondió con un asentimiento taciturno—. ¿Las has capturado tú?

      Moog se revolvió en el asiento, contempló en silencio las jaulas y luego asintió.

      —La mayoría, sí.

      —¿Y eso es sensato? —preguntó Clay—. La Tierra Salvaje Primigenia es un lugar peligroso.

      Moog se frotó los ojos con el dorso de la mano. Sí que parecía un niño con ese pijama tan ridículo.

      —Algunas de ellas, como Turing, las compré a unos mercenarios, pero quedan pocos que sean tan valientes como para internarse en la Tierra Salvaje. Los Renegados lo hacen. Y también he oído que los Cabalgatormentas acaban de llegar de una gira muy exitosa. Lo que me recuerda que seguro que mañana hacen un desfile en Conthas.

      —Fue ayer —dijo Gabriel.

      Moog se limitó a parpadear.

      —Vaya.

      Clay se sacudió las migas de la camisa.

      —¿Has contratado guardaespaldas, al menos?

      El mago soltó un bufido e hizo un ademán señalando la humilde estancia en la que se encontraban.

      —No podría permitirme pagar matones cada vez que necesito un espécimen —afirmó—. Me temo que la alquimia es una afición muy cara. La filacteria casi no me da para vivir. Por los fríos infiernos, ¡si no fuese por los pichafloja de Conthas, estaría en la ruina! Además, cuando voy al bosque tengo mucho cuidado. ¡Soy un mago, por el amor de los dioses! No un vulgar ilusionista callejero que hace trucos de manos para ganarse unas monedas. ¡Puedo enfrentarme a unos pocos monstruos sin problemas!

      La obstinada confianza de Moog estaba volviendo a resurgir, pero la preocupación de Clay empezaba a ir en aumento.

      —Lo que me preocupa no son los monstruos —dijo—. ¿Qué pasaría si...?

      Fue la mirada de Gabriel lo que le hizo callarse, y Clay se maldijo al momento por haber sido tan imbécil. El mago llevaba toda la noche afligido. Recordarle la muerte de Turing, o la de Fredrick, que venía a ser lo mismo, era al mismo tiempo contraproducente y muy cruel. Pero Moog rio entre dientes, una risa que cargaba consigo una amargura indescriptible.

      —¿Si qué, Clay? ¿Si me contagio con la podredumbre, quieres decir?

      —Sí, eso mismo.

      —Ya estoy contagiado.

      10

      —Mira, tú no... —A Clay se le quebró la voz—. Si tú... —Otra vez—. ¿Qué? No. Mira, es que... no —repitió como un imbécil.

      Gabriel tenía el gesto embobado de alguien que se da cuenta de que un centauro lo acaba de atravesar con el extremo puntiagudo de su lanza.

      El mago se limitó a levantar el pie izquierdo y quitarse la pantufla para que Clay viese la costra negra que le cubría los dos dedos más pequeños.

      —No os preocupéis —les aseguró—. No es contagioso. Solo hay una manera de coger el Roce del Hereje: estar lo bastante loco para pasar más tiempo del debido en el bosque.

      Clay pensó varias respuestas a eso, muchas de las cuales consistían en llamar a Moog puto imbécil de los cojones, pero las descartó y se limitó a decir:

      —¿Por qué?

      —¿Por qué me he puesto en peligro? —preguntó Moog, que volvió a ponerse la pantufla y se sentó en el sillón—. Porque necesito especímenes que ya estén contagiados, como Turing. Necesitaba probar las cosas que no funcionan y también las que consiguen algunos avances para continuar con la investigación.

      —¿Y por qué no le preguntas a las personas que ya están contagiadas? —Había estado a punto de decir “podridos”—. Vimos a una en Conthas.

      El