Reyes de la tierra salvaje (versión española). Nicholas Eames. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nicholas Eames
Издательство: Bookwire
Серия: La banda
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418711091
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podría decir más bien que eran espadas idénticas que no dejaban de entrechocar. Ya fuera entre llamaradas o en una tormenta de hielo. Lo que había comenzado como unas preguntas en broma hechas por Gabriel para divertir a sus compañeros terminó por convertirse en una conversación muy intensa, luego en una discusión acalorada y finalmente en un violento enfrentamiento de gritos durante el que Valery intentó por segunda vez quemar la carreta de guerra de Saga al lanzar un farol contra la cabeza del líder.

      Al día siguiente ya estaban perdidamente enamorados.

      Val dejó a los Buenrollistas, una decisión que resultó ser muy oportuna, ya que la semana siguiente aceptaron la invitación a un banquete de centauros salvajes sin llegar a darse cuenta de que el plato principal del banquete, eran ellos. Valery acompañó a Saga en su siguiente gira, a pesar de que solía discutir con Kallorek a la hora de elegir el siguiente bolo de la banda. Gabriel empezó a consultar con Valery cada vez más a menudo temas que concernían a todos, algo que a Clay y a Moog no les importaba demasiado, pero que no sentó muy bien a Matrick ni a Ganelon, quien soportaba la repulsa que sentía ella por su naturaleza violenta como una montaña soporta a las cabras que retozan por sus laderas. Así transcurrieron los días hasta que Val puso la primera de sus flores en el pelo de Gabe...

      Gabe le dio un fuerte codazo a Clay en las costillas para recordarle que acababan de hacerle una pregunta.

      —Sí. No. ¿Qué? —respondió con intención de cubrir todos los flancos.

      —¿Qué edad tiene tu pequeña? —repitió Kal—. ¿Se llamaba Talyn?

      —Tally. Cumplió nueve años el verano pasado.

      —¿Tally? ¿Es diminutivo de algún otro nombre?

      —De Talia —respondió Clay.

      —Mmm. —Kallorek puso menos interés en la respuesta de Clay que el que estaba poniendo mientras untaba salsa de ternera en una rebanada de pan a rebosar de mantequilla—. ¿Y la vuestra, Gabe?

      Gabe estaba frente al agente, sentado con la espalda bien apoyada hacia detrás y las manos en el regazo. Casi no había tocado la comida.

      —¿Mi qué? —preguntó.

      —Tu hija —dijo Kallorek con la boca llena—. Ella y esa pandilla de marginados que llama banda pasaron por aquí hace... ¿Unos siete u ocho meses? Dijo que los habían contratado para algo apoteósico, pero que no necesitaba agente y que andaba buscando ayuda financiera. Me pidió que le dejara algo de equipo.

      —¿Rosa estuvo aquí? —preguntó Gabe.

      Kallorek se lamió la salsa de los dedos.

      —Le dije que me lo iba a pensar, pero no tengo una organización benéfica. Soy un coleccionista. Un conservador de objetos poco comunes y cosas bonitas. —En ese momento cogió la mano de Valery, quizá inconscientemente o quizá no. Ella parpadeó como si una mariposa le hubiese pasado aleteando junto a la nariz, pero no dijo nada—. Sea como fuere, esa renacuaja me robó algunas reliquias de valor incalculable y se marchó en mitad de la noche. No sé nada de ella desde entonces.

      Gabriel miró alrededor con gesto suplicante, pero Clay se encontraba a mitad de un largo y persistente sorbo de vino que tenía pensado alargar el tiempo necesario para que su amigo empezase a explicar lo que le había ocurrido a Rosa y la aventura en la que ellos dos se habían embarcado.

      Mientras Gabe así lo hacía, Clay vio por encima de la copa cómo las cejas pobladas de Kallorek ascendían por su frente grasienta. Valery escuchó en silencio con expresión imperturbable y frotándose de vez en cuando los cortes de los brazos. Abrió los ojos como platos cuando oyó que se mencionaba Castia y por un instante se vislumbró en ellos un atisbo de pena, una pena tenue como al aullido de un prisionero que reverbera por las escaleras de una mazmorra, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Después de que Gabriel terminara de contarlo todo, Kallorek suspiró y se atusó la barba trenzada. Valery les dedicó una plácida sonrisa y murmuró sin dirigirse a nadie en particular:

      —Muy bien.

      El pobre Gabe puso una cara que parecía que le acabaran de apuñalar. Clay tenía la esperanza de que ese recelo terminara por convertirse en rabia, pero Gabriel se limitó a negar con la cabeza y volvió a centrar la atención en el plato que tenía frente a sí.

      Kallorek llamó a un sirviente para que acompañase a Valery a su habitación. Los tres empezaron a comer el postre (tarta de chocolate con crema batida y almendras por encima) y a beber una cerveza roja y dulce en un silencio algo incómodo. Al terminar, Kal les ofreció enseñarles su morada al completo, que había sido construida con la intención de convertirla en un gran templo dedicado al Vástago del Otoño.

      —Invirtieron mucho dinero —les dijo—, pero ya tenían la mitad construida cuando alguien tuvo la brillante idea de que había que levantar otro templo así en la zanja. —La “zanja” era el nombre que los que vivían en las colinas de Conthas le daban al lecho del valle—. Y no tiene sentido subir por una colina para hablar con un dios cuando este te puede oír igual de bien desde abajo, ¿verdad?

      —Yo me pregunto para qué hace falta un templo si se puede conseguir lo mismo gritando a los cielos —aventuró Clay.

      Kallorek lo miró como si acabase de sugerir que se puede apagar un fuego tirando sobre él unos tocones de madera.

      —Gritar a los... Pero ¿a qué coño ha venido eso, Mano Lenta?

      —A nada. Da igual.

      —Sea como fuere —continuó Kal poco después—, los sacerdotes del templo de arriba se quedaron sin dinero, por lo que aproveché el momento para comprarles la estructura a precio de ganga.

      Recorrieron un jardín abierto y siguieron un sendero de piedra que serpenteaba entre manzanos llenos de frutas. Vieron varias patrullas que recorrían las murallas del lugar, una medida disuasoria necesaria, explicó Kallorek, ya que la capilla ahora albergaba su cada vez más valiosa colección de objetos extraños.

      —¿Aún trabajas con mercenarios? —preguntó Clay.

      —Pues claro —aseguró Kal—, pero ya no es como en los viejos tiempos. El trabajo ha empezado a quedárseme grande, así que he tenido que asignar un agente para cada banda. Realizan los trabajos más insignificantes: trasgos y ese tipo de cosas, mientras que yo me dedico a los importantes, los cuales encargo a la banda que creo que puede hacerlos bien. Yo me llevo la mitad, el agente un diez por ciento y la banda se reparte el resto.

      “¿La mitad?”

      De haber seguido comiendo, Clay se habría ahogado. Las cosas habían cambiado drásticamente desde la época en la que ellos iban de gira. En el pasado, Kallorek compartía un quince por ciento con el resto de miembros de Saga. El diez restante supuestamente correspondía al bardo, pero ninguno de los bardos de Saga había vivido lo suficiente como para llegar a cobrar su parte, razón por la que esta se usaba sobre todo para lo que Gabe llamaba “cosas imprescindibles para una aventura”, que era un eufemismo para referirse al tabaco, la priva y la compañía de todo un regimiento de mujeres. Al descubrir cuánto ganaban hoy en día los mercenarios, la vida que se podía permitir Kallorek dejó de sorprenderlo.

      —Bueno, ¿y qué clientes tienes ahora? —preguntó Gabe mientras se acercaban a un par de puertas de bronce muy altas—. ¿Alguna banda que conozcamos?

      Kallorek reprimió la risa al oír la pregunta.

      —Cualquiera que conozcáis. Tengo agentes por todo Agria. No hay una banda en todo Cincorreinos de la que no me lleve un buen pellizco. Bueno, puede que vuestros antiguos colegas de Vanguardia sean los únicos.

      —¿Vanguardia sigue con las giras? —preguntó Clay.

      —La mayoría de ellos —dijo Kal, sin molestarse en explicar qué significaba lo que acababa de decir.

      “Vanguardia”. Era un nombre que Clay llevaba mucho tiempo sin oír. Barret Trotanieves y sus eclécticos compañeros de banda, Ashe, Tiamax y Puerco, habían sido