La lectura de Gabriel Muro de estos movimientos de los reducidos sectores intelectuales de la época, y en el caso de Rivadavia, gobernante y a la vez introductor exaltado de las novedades del iluminismo francés y el panoptismo benthamiano, es el de tratar un posible lazo, de naturaleza histórica, de la relación entre concepciones estatales de control, donde medicina y guerra, panóptico y decisión estatal sobre los cuerpos fueran figuras alegóricas de un modo casi compatible de gobernar. Muro recuerda que Foucault llamó a Bentham un “Fourier policial”, y esta opinión sugiere una apreciación posible sobre Fourier. Este también tuvo sus discípulos en Sudamérica y Sarmiento los detectó rápidamente para reprobarlos o burlarse de ellos. Lo cierto es que el modo en que Fourier introduce la cuestión de las pasiones en el falansterio supone cierto control sobre la intimidad, pero al salvarse el coqueteo y la seducción, no se puede poner al furierismo en la fila de los utopismos represivos.
Este libro, al moverse conceptualmente –la viga central es el Bentham de Rivadavia y la Biopolítica de Carrillo–, desea reponer la aventura de una reconstrucción de la historia de los conocimientos cuando un género “científico”, de entre todos ellos, se erige como comando y control. La medicina lo fue para Carillo. Pero Muro no introduce a Carillo sin los temas históricos que corresponden. No concede nada al relato histórico, pero debe elegir una posibilidad para hacerlo, evitando difuminarlo totalmente. Así, el pasaje por la teoría de la guerra le permite incorporar otro elemento de control de poblaciones, territorio y economías de subsistencia. A las utopías de administración habitacional y alimentaria siempre las espera la guerra. Al panóptico general lo espera la guerra generalizada. El positivismo argentino ensayó también, en los tiempos del general Roca, su cuadro integrador de las ciencias sobre la base de una medicina cuyo concepto esencial era el de simulación. El Estado podía considerarse agradecido: con la pesquisa de la idea de simulación, se investigaba no solo ciudadanos sino al ciudadano fraudulento, el que quería burlar sus obligaciones con el estado, la principal de ella el servicio militar, “simulando locura”. Esta es una expresión contradictoria, pero la ciencia de aquel momento las hizo complementarias. Ya simular era estar de alguna manera loco, pero la locura también era una manifestación artística.
Medicina y arte, sin embargo, reclaman un asunto más profundo, el de la paleontología, la ciencia de los huesos milenarios que, examinados con el auxilio de las matemáticas, permitían construir las tipologías caracterológicas de la población –que Muro examina con detenimiento–, en las que hipotéticamente se debe basar el buen gobierno. Medir cráneos para calcular la potencialidad criminal era tan importante como reconocer en la locura un peligro y a la vez un despuntar de genialidad. Macedonio Fernández se quejará en la Revista de Criminología de que no se trate el tema del genio, pero no es así. Tanto Ramos Mejía como Ingenieros y el psiquiatra Francisco de Veyga –el tercer mosquetero– tienen bien en cuenta la genialidad como una de las variantes de la simulación de la locura y del subsuelo donde se hallan los elementos irresueltos del arte. Incluso, la variedad de Estado Médico que se constituye por supuesto contiene la tendencia a la clasificación de las vidas como formado de “censopsiquiátrico del estado”, pero la mezcla con elementos ocultistas, herméticos y semiológicos, tratados de una manera improvisada pero vivaz. Todo esto hacía de ese núcleo paleontológico mítico un escenario poético donde se admiraba lo excéntrico y la dimensión estético-política de la locura. No solo Ramos Mejía declara a casi todos los próceres poseedores de alguna “neurosis”, sino que el propio hijo del autor del himno nacional, Vicente Fidel López, prologa La neurosis de los hombres célebres, donde su propio padre es juzgado como un poseso. Mitre declara monomaniático a Bolívar y Ramos Mejía dice que no alcanza la ciencia histórica para estudiar a Rosas, sino que se precisa un “Shakespeare americano”. A la vez, este autor ve a las multitudes argentinas, influido por Le Bon, como un fenómeno apreciable, pues en los excesos que ella arrastra no solo están los brujos y nigromantes del Alto Perú –tan iniciadores de la Independencia como los próceres porteños lectores de Rousseau– sino los inmigrantes que hacen ruido al tomar la sopa, pero son candidatos a forjar una nueva argentinidad.
Es cierto que Ingenieros trata en términos raciológicos esta identidad que se halla en juego, y la futura raza argentina nacería del servicio militar obligatorio, del baño cotidiano y de la vacuna, pero no solo todos estos despliegues apuntaban a una pedagogía sanitaria estatal, sino que pasaban a la literatura de la época con la parodia psiquiátrico-conspirativa de Los 7 Locos de Arlt y con la ciencia de gobierno que Lugones le oponía a los médicos, la metempsicosis, las almas épicas que trasmigraban hasta forjar el mito gaucho. Pero ya el propio Mansilla había aceptado realizar el examen neuropsiquiátrico de su tío Rosas. Desde luego, tiene razón Muro al enfocar con particular agudeza los resultados de la célebre expedición de Bialet Massé por el norte y el oeste del país, para relevar “las condiciones laborales de la clase obrera argentina”. Bialet estaba vinculado al ministro Joaquín V. González y a la ley del trabajo, y un poco más lejanamente a la perspectiva económico organicista de Ernesto Quesada, pero rechazaba el racismo de Carlo Octavio Bunge, que lo llevó lo más lejos posible, al punto de festejar la viruela como disolutoria de los vínculos prexistentes en las comunidades indígenas. Bialet, en cambio, vio en el obrero criollo no la pereza que le atribuía Bunge sino una capacidad laboral expuesta con destreza en ingenios de azúcar y cosechas de algodón, que lo convertían en la base laboral del desarrollo económico nacional, a poco que leyes sociales lo protegieran adecuadamente y permitieran atisbos de un enfoque social de la cuestión laboral nacional. El ministro González coincidía con ello, de modo que en el roquismo se albergaban distintas corrientes: el positivismo médico, con su “estado mayor psicopatológico”, el racismo darwinista, el positivismo socialista, el sociologismo de Quesada, y el lugonismo, que sustituye el sociologismo y la psiquiatría por la epopeya mito-poética que sería el respaldo milenarista de la nación argentina.
Muro siembra el libro de audaces comparaciones que no aparecen como tales a simple vista. Así, a la observación de Marx que se lee en el Capital respecto a que en las tierras de Sudamérica se despelleja el ganado en procura de su cuero para la industria desdeñando la carne (esta anotación la realiza Marx para señalar que lo mismo hace el capitalismo con el obrero) Muro la compara con el paisaje de vacas degolladas y tripas malolientes del Matadero de Echeverría. Podríamos agregar una de las razones, apenas una, que en Allá lejos y hace tiempo escribe Hudson sobre los malos olores que destilan los saladeros cercanos a Buenos Aires, para los que (irónicamente) solicita técnicos ingleses para tratar el problema. Pero en la investigación de Muro, los pequeños detalles son tan significativos como los grandes panoramas históricos. En estos pueden tener vigencia los complejos cuadros económico-sociales pero siempre son atraídos por la cuestión central del gobierno biológico o biocrático, aun cuando lo que se mencione es el conocido trabajo del socialista Alfredo Palacios sobre La fatiga, en donde se reclaman, tal como lo dicta el credo socialista, mejoras y reconocimientos del esfuerzo laboral para que la legislación compense lo penoso del mundo laboral, contribuyendo así, al perfeccionarlo, al mejoramiento de las condiciones en que se desenvuelve el mundo laboral, que sería lo mismo que fortalecer cuestiones vinculadas al bio-gobierno.
¿Se podrían establecer “periodizaciones” de la historia nacional según el modo en que se asumió el Estado como órgano de administración biopolítica? Esta última expresión no nació con la conocida obra de Michel Foucault leída desde los años ochenta en nuestros ambientes universitarios y