Y luego, asistimos a lo que es el núcleo más sugestivo del libro de Gabriel Muro, que es la presencia de Ramón Carrillo en el sistema sanitario del peronismo. En los papeles que Muro encontró en el Archivo Histórico Nacional hay artículos de Carrillo hasta ahora desconocidos donde el médico santiagueño expone sus tesis sobre cibernología y el panóptico. Se trata de crear una ciencia general, un árbol de ramificaciones múltiples que abarca todas las áreas del conocimiento, cuyo centro imaginario era el Hospital. En la Teoría del Hospital de Carrillo, famoso libro, se incluye un estudio sobre la arquitectura hospitalaria como arte paralelo al de la medicina, superador de la sociología y la estadística, sostenida en la administración de la salud del sujeto laboral. En esa época son conocidos los trabajos sobre cibernética de Wiener, de los que Carillo es contemporáneo y, a la vez, expositor cabal y creador de hipótesis que extienden ese campo de conocimientos al arte del gobierno. Anexándose la cinematografía a los hospitales, de alguna manera la teoría del gobierno incluye las artes y culmina con un Ministerio de la Felicidad.
Gabriel Muro no es complaciente con estas tesis, a las que estudia con un esmero extraordinario, convirtiendo su trabajo en un aporte fundamental para conocer con más amplitud los avatares de una larga relación entre Estado y visiones sobre la vida y la población. Lo que dicho de otra manara sería “la Nación incalculable”. La relación entre la teoría de la guerra psicológica y la conducción política, entre ésta y la medicina sanitaria, entre ésta y la cuestión del estudio de los animales (el hermano de Perón es director del Jardín Zoológico y el propio Perón tiene un pequeño zoológico en su quinta de San Vicente), entre la fábrica y la ciudad infantil (donde se prepara al niño ciudadano para operar en un banco de proporciones reducidas), entre la movilización social como categoría teórica y el trabajo como expansión vital y a la vez como categoría interna del saber del sanitarista.
En su momento, Martínez Estrada había considerado al peronismo como un diálogo entre dos instituciones, el Frigorífico y el Cuartel, aunque no exploró más que alegóricamente ambas instituciones. El peronismo, por supuesto, adquirió las características de un movimiento social reivindicativo, con una dimensión tumultuosa que luego –en el exilio– Perón saludó como el nivel de desorden necesario que justifica la tesis de un orden que no es la pareja obligada del fárrago entorpecedor que lo precede o lo supera. El desorden en esta tesis no es visto como patología, deseo de control sanitario o regimentación de los cuerpos. Sin duda, Perón no se privó de metáforas médicas, como los famosos “anticuerpos”, prueba de su concepción organicista de lo social, lo que si queremos verlo asociativamente, su ascendencia familiar cuenta con el antecedente de su abuelo médico, Tomás Perón, estudioso de cuestiones como la corteza de los árboles, aunque es un médico higienista, uno de los fundadores del departamento de Higiene y, además, diputado mitrista.
Por supuesto que la clave planificadora asiste al peronismo. El Plan es el pensamiento aglutinante de la posguerra, pero el tema planificador viene de los años treinta. Y, si se quiere, ninguna forma con aspecto de plan dejó de presidir cualquier acción humana. Pero el peronismo se halla en el enclave histórico donde el mundo se despliega bajo planes gubernamentales ostentosos, el Gosplan soviético, el corporativismo privado que se construye en paralelo con el estado nazi, y contemporáneamente el New Deal, en ecos de diversos tipos de racionalizaciones de la decisión política que el peronismo reutilizaba, con modificaciones evidentes, y recibían un nombre familiar y popular: Planes Quinquenales. Figuerola, uno de sus mentores, que pertenecía al giro planificador que se había dado en todo el mundo hacia los años treinta –como señala Muro, que había sido influido o formado parte del partido de Primo de Rivera en España– es tan importante como Carrillo en la idea de una ciencia planificadora sobre una sociedad cuyas necesidades son calculadas o prefijadas, promovidas. Cuando va a la prisión de Las Heras a la caída del peronismo, escribe una importante memoria con el uso del concepto de Panóptico, para criticar a la vez su prisión y el modo de organización carcelaria. Pero a su mirada planificadora no se le había escapado el gran invento de Bentham.
El peronismo sigue siendo, con sus múltiples rostros, un desafío para el pensamiento político argentino. Gabriel Muro eligió el camino de las imágenes médicas, la serie que lleva desde la Lección de anatomía hasta el papel central de Carrillo en la organización del Estado basado en rendimientos corporales y formas de felicidad colectiva. Estas ecuaciones quedan en el dominio de una nueva y osada ciencia. Lo que en Foucault son estilos reprobables de administración de la vida, de un conocimiento social basado en la vigilancia y el castigo, en el peronismo fueron utensilios de largo alcance que se pensaron para “la felicidad del pueblo y la grandeza de la Nación”. Carrillo, que también tiene su “Rembrandt” –el pintor Roberto Fantuzzi–, pensó esos conceptos que no pudieron realizarse plenamente por una razón que Muro explica muy bien. La Fundación Eva Perón comenzó a cubrir en gran parte las tareas del Ministerio de Salud, y lo hacía no desde el punto de vista de una ciencia del gobierno de la salud poblacional, sino desde el punto de vista de un trato con los necesitados y carecientes, no mediado por teorías médicas, sino por un cántico de amor realizado en forma directa, al mismo tiempo evangélico y terrenal.
Carrillo era una mente científica e inquieta, a cada paso debe aclarar que sus tesis no tienen contacto con la medicalización nazi que culmina con las conocidas hipótesis de pureza racial, que Carrillo repudia. Su fórmula es la organización social, la mirada medida por la razón panóptica y la ciencia de gobierno equiparada a la promoción del trabajador feliz. El gran pintor Daniel Santoro hace de esa felicidad un sueño y al pintarlo con sugestivas alegorías, logra una de las mayores apologías del peronismo como gran promotor de una libertad que aflora de una sociedad onírica, donde un goce de ninfas y faunos es amenazado por proyectos exentos de sacralidad, que atacan las formas ungidas de la redención de los dúctiles espectros del peronismo encantado. Esta eminente expresión artística es respondida –no recusatoriamente–, por el libro de Gabriel Muro, en el que el peronismo amasa una felicidad, pero bajo las vestimentas del control, por lo que se transmuta en heredero de una administración feliz de la existencia con danza popular y grandes actos de masas, “pero si se controla es mejor”. Y para eso hay ciencias, protocolos, reglamentos. El “don de ubicuidad” del que Perón hace gala, sin duda se asemeja al panóptico, pero si él mira a todos, se deja también mirar por todos en cruces de miradas que hacen del lugar del peronismo una cifra indiscernible en el espacio y en el tiempo.
Este libro sale a luz cuando muchos de estos dilemas están a la orden del día, pues no se puede ocultar el debate sobre el papel del Estado en el control de las pandemias. Más bien se lo reclama con nociones de excepcionalidad. La infectología se convirtió por un momento en una ciencia de Estado y ésta se reviste de la legitimidad de que es la única potencia actuante en forma sistemática contra un virus de suma destructividad. En el horizonte que compone este debate hay un Estado más su ciencia de control, necesaria para generar hipótesis válidas de protección de la salud ante una amenaza cuya duración y proporción no es determinable de antemano, más una ciencia de los grandes laboratorios, que retoman la idea siempre en las penumbras de un Estado Mayor Médico ya a escala de la